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Son las seis de la tarde, estoy haciendo café, por la ventana entra una luz rosicler y en la radio de la cocina suena, en la nitidez percusiva de Chick Corea, una versión intrincada de “Waltz for Debby”. O son las once de la mañana del domingo y dejo de lado el diario para instruirme atendiendo a un análisis comprensible de El banquete celestial de Messiaen. O es sábado a la noche y me cuesta salir porque quiero oír el final de “Rojo y negro” y la explicación informada de lo que Ramiro Gallo ha aportado al tango. Cada uno de estos momentos es un regalo que, como alegra el alma, da potencia al cuerpo y es fugaz. Porque, si vamos a esto, las maneras de atender a la música pueden dividirse entre la entrega concentrada y el vagabundeo asociativo; entre escuchar cinco cantatas de Bach en orden cronológico, o toda Tristán e Isolda, o bien saltar de Bach a John Lewis, y por insondable capricho del momento, a Hugo Díaz, a Stevie Wonder, a Kanye West, a un lied de Hugo Wolf, a cualquier cosa. Este modo no es menos profundo. Cuando un amigo lo acorrala a uno en un sillón y lo agasaja poniendo un tema tras otro, como en una exploración egoísta de la red caminera de su cerebro, no pocas veces sucede que al rato uno es un hervidero de atención, descubrimiento o reencuentro, percepción nítida y memoria emotiva. Con el reproductor digital en aleatorio la experiencia es parecida e igualmente difícil de verbalizar, pero digamos: en vez de ser un autor, su obra o una obra, el objeto es la música, su fabulosa amplitud, sus relaciones internas sobre el fondo constante del lenguaje, la reconfiguración de las piezas por los cambios de la historia, la persona y el pensamiento. Nada promueve este fenómeno como la radio, debilidad del melómano diletante que festeja que elijan por él. Durante décadas, claro, las radios de música clásica fueron reproductoras seriales de repertorio romántico dirigido por Karajan o de arias de cajón, condimentadas de tanto en tanto con un toque de Holst, envaradamente presentadas por locutores que sólo servían de pasto para Les Luthiers. Pero en los últimos años la Radio Nacional Clásica nos ha habituado a confiar en los que eligen. Los ejemplos del comienzo de esta nota son reales. Bajo la dirección de Pablo Kohan, en la emisora se puede escuchar canto llano y madrigales de Ligeti, jazz con electrónica, Gerard Grisey y María Pía De Vito, diferentes versiones de una escena del Orfeo y Eurídice de Gluck, una sonata de Schnittke o canciones balbuceadas de Meredith Monk, además, claro, de “la gran música”, según el programa que uno acierte o frecuente, e incrementar el conocimiento —y por lo tanto la sensibilidad— gracias a comentarios y análisis, a veces muy pormenorizados, transmitidos con una síntesis de saberes específicos, apetito amoroso y jovialidad expositiva. Marcelo Delgado (OMNI) puede explicar segmento por segmento cómo está hecha La consagración de la primavera; Nicolás Pichersky (Divertimento de sábado por la noche), repasar las bandas sonoras de Takemitsu o una recopilación de Ramón Ayala. Diego Fischerman (La discoteca de Alejandría), naturalizar el paso de una Barcarola de Chopin a un solo de Kris Davis. Hay programas dedicados a la voz humana, a la guitarra, a la música antigua, a la historia de la sonata, a la electroacústica, a las cartas entre compositores, a la contemporánea de Latinoamérica. Parece que hubiera de todo; pero este eclecticismo desfachatado, feraz, refleja un concepto ampliado del arte que entierra las veleidades de distinción (¡aquellas propagandas de loden!) sin suponer que el flujo entre lo alto y lo bajo se promueve llevando al Colón a Lang Lang y a los Hermanos Ábalos. No: para este plantel se trata de actualizar la relación entre la música y la palabra. Puede entenderse que, cortesía para el oyente veterano de la emisora, sobrevivan esos espacios que alternan un poco de Casta Diva con un aforismo inmortal de Mallea; pero crispa que se ignore cuán infeccioso es el énfasis final que a veces aparece en la divisa: “Clásica, nacional, pública ¡y argentina!”. Nada que hacer. O sí, precisamente. Simon Critchley, aunque filósofo derridiano y anarquista, propulsor del movimiento Occupy y de la conveniencia social de hablar de la muerte, dice que en la época de la tiranía mundial de las sectas financieras se impone rehabilitar la idea de patria. Me parece pertinente; en particular, no regalar el posible sentido actual de una patria al patrioterismo condicionado. Todo estado es terco en sus taras, y los espacios alternativos como esta revista se recrean en denunciarlas; es lo que corresponde al afán de abrir resquicios de independencia. Sin embargo, en un país siempre medio resquebrajado, bajo amenaza de economistas y plutócratas cuyas cuentas se basan en el eventual exterminio de estómagos excedentes, un país de socialdemócratas de retaguardia y republicanos en tutú que veneran a Tony Judt pero arrugan ante la Sociedad Rural, con buena parte del aparato cultural del gobierno empantanado en chácharas de redención y una parte mayor de la sociedad perdida para el mundo simbólico, no estaría de más preocuparse por la relación entre la ética del no-poder y el poder del Estado. Pensar, por ejemplo, qué tipo de tráfico ha hecho posible que una institución cultural llegue, no sólo a difundir conocimiento, sino a multiplicar las formas y difundir el placer.
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