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Thomas Piketty nos interpela: bajo el modo de producción capitalista, la desigualdad es un problema cuya solución, en gran medida, depende de la aplicación sostenida del impuesto progresivo al ingreso. Como explica Piketty, “el impuesto progresivo es siempre un método relativamente liberal para reducir las desigualdades”. En un marco de respeto al libre comercio y a la propiedad privada, el impuesto al ingreso “expresa, en cierta forma, un compromiso ideal entre justicia social y libertad individual”. ¿Qué tiene para decir el comunismo sobre este punto? Habrá que recordar una vez más que el término “comunismo”—como escribió Rancière— “no designa solamente movimientos gloriosos ni poderes del Estado monstruosos del pasado. No es un nombre abandonado o maldito cuya carga heroica y peligrosa deberíamos remontar. Comunista es hoy el nombre del partido que gobierna la nación más poblada y una de las potencias capitalistas más prósperas del mundo. Ese vínculo presente entre la palabra ʻcomunismoʼ, el absolutismo estatal y la explotación capitalista debe estar presente en el horizonte de toda reflexión sobre lo que puede significar hoy”. Así, Rancière habla de la falta que le hace a nuestro mundo desigual la figura del comunista sin comunismo.
El impuesto progresivo al ingreso es —cruzando a Rancière con Piketty— una medida comunista sin comunismo, porque apunta en forma directa a la redistribución de la riqueza. ¿Cuáles fueron los países que inventaron esta modalidad para achicar la brecha entre ricos y pobres? Los anglosajones, Gran Bretaña y Estados Unidos. En 1919, el economista Irving Fisher ya era capaz de explicar sin rodeos el hecho de que el cincuenta por ciento de la riqueza norteamericana estuviera en manos del dos por ciento del total de la población, mientras que dos tercios de la población no poseían absolutamente nada. La antidemocrática distribución de la riqueza —pensaba Fisher— podría arrastrar a Estados Unidos al desastre en que se había convertido la vieja Europa, arrasada por la guerra y la miseria. Si leyendo a Proust podemos hacernos una idea de las escandalosas desigualdades que dominaron a la sociedad europea de comienzos del siglo pasado, Piketty recomienda la lectura de Jane Austen y de Honoré de Balzac para entender la terrible realidad social en la se encontraba Europa durante el largo siglo XIX.
Observando a Europa con la enfermiza fobia de quien teme infectarse de un mal incurable, Estados Unidos no supo sin embargo evitar la crisis. El crack de 1929 dejó a los ricos en el lugar de los culpables de la miseria general —al menos ante la opinión pública—, y cuando Franklin D. Roosevelt asume el poder, en 1933, aplica el impuesto progresivo al ingreso, colocándose a la vanguardia de la lucha contra la desigualdad social. Que pagasen un abultado tributo aquellos que mayores ingresos obtenían se convirtió en una política de Estado, sostenida sin interrupciones hasta comienzos de los ochenta. Desde entonces, la desigualdad norteamericana no ha hecho más que crecer.
Si Marx explicó en qué consistía el modo de producción capitalista y cuáles serían sus consecuencias, Piketty nos dice en su impresionante libro cuáles son los caminos posibles hacia una convivencia más o menos soportable en el actual contexto mundial.
Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, traducción de Eliane Cazenave-Tapie Isoard y Guillermina Cuevas, Fondo de Cultura Económica, 2014, 664 págs.
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