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Desde hace una década, Christian Ferrer ejerce como biógrafo anómalo, por no decir impar. Ha recorrido el anecdotario memorable de luditas y anarquistas, así como el de Anzoátegui, Murena, Perlongher, Marta Minujín y Jorge Barón Biza, sobre quienes escribió con el modesto propósito de que “ciertas personas no sean olvidadas”. En su ensayo La amargura metódica afronta un desafío mayor: ausculta a uno de los pocos hombres que ha nacido para dejar una huella y que lo ha marcado de modo imborrable.
A lo largo de más de seiscientas páginas en las que resuena la imaginería de Schwob y talla la causticidad de Voltaire, Ferrer analiza a Martínez Estrada destacando su obsesión por el destino de Argentina, sus vaticinios sobre la Técnica, su desdén por los fastos de la elite intelectual y su arrobo final por Cuba; y entre más de un hallazgo y alguna obstinación trillada —como insistir en que el ¿Qué es esto? es una “alabanza negra” al peronismo—, destaca cómo vivió en duelo permanente con la oligarquía y los guardianes del rigor científico, los peronistas y antiperonistas, los comunistas y anticomunistas, los nacionalistas y los ciudadanos del mundo. Para Ferrer, el espíritu perpetuamente atribulado de Martínez Estrada era fruto menos de un duelo no saldado que de un profundo amor “somático” por el país.
Sin saltear estaciones prefijadas, aunque desatendiendo alguna como sus cuentos, sobre los que sólo compendia reseñas, la narración de Ferrer viaja, por momentos, venturosamente a la deriva, como cuando visita en extenso la Revolución cubana o la historia sangrienta del Caribe y su épica sacrificial de liberación, páginas en las que parece dejar a Martínez Estrada en un pequeño bote amarrado al barco, que marca el rumbo con prosa magnética y por momentos diamantina. De pronto, el biografiado acompaña nuevamente al capitán y parece que ambos, codo a codo, como en un diálogo compuesto de citas breves de Martínez Estrada y de comentarios de Ferrer, cuentan esta historia, que es radiografía de un hombre y autorretrato de otro.
“Predicador antes que anacoreta”, Martínez Estrada fue un hereje, figura que le sentó bien para definirse. Lejano al escrutinio de vana imparcialidad de todo investigador de vida y obra, Ferrer prefiere recomponer esa figura de profeta en el desierto desde la hagiografía. Bajo su mirada, Martínez Estrada, autor de “exhortaciones morales” ante un país que había perdido el rumbo hacía décadas, por no decir siglos, fue un hereje que devino santo, ni más ni menos que San Agustín. Como todo hereje, hablaba en otro idioma y no fue entendido. Ferrer, que lo comprende, no lo traduce, reescribe verdades e imposturas con total devoción, tal es así que, según él, Martínez Estrada no ha tenido una falta que merezca un padrenuestro, más allá de un pecado de senectud como cuando defendió fusilamientos en Cuba.
Nietzsche sostuvo que “el mejor discípulo es el que me mata”. Ferrer ha tomado esta sentencia como axioma para el ejercicio de la reflexión y la escritura. Por este camino, por demás trabajoso, encontró una voz singular que lo ubica en un árbol genealógico cuyo único eslabón precedente es Martínez Estrada. Antes que Murena, quien se llamó su discípulo pero tomó un camino demasiado místico para serlo, es Ferrer su verdadero discípulo, si bien este libro es la excepción que confirma la regla, puesto que su autor muestra que lo quiere como a un maestro, aunque en este caso no esté dispuesto a cumplir con la sentencia nietzscheana.
Christian Ferrer, La amargura metódica. Vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada, Sudamericana, 2014, 624 págs.
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