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Los hábitos de la lectura durante los más de mil años que duró Bizancio: sólo un paleógrafo como Guglielmo Cavallo pudo atreverse a abordar un tema tan escurridizo en un lapso tan grandioso. La actitud reverencial hacia el libro, depositario de la ley escrita de Dios y del Estado, marca el arco entero de la civilización bizantina. En esta sociedad burocrática, donde lo laico confluía con lo eclesiástico, no extraña que las obras más leídas fueran “libros de Iglesia”: las Sagradas Escrituras y todo lo que a su alrededor orbitaba, desde homilías hasta opúsculos teológicos, pasando por hagiografías y tratados ascéticos. En la medida en que los bizantinos se consideraban herederos de la Roma imperial, sus costumbres prolongaban las de la cultura grecorromana. Empezando por la modalidad de lectura en voz alta, algo habitual en el mundo antiguo, que Bizancio no modificó sino más bien perpetuó y exaltó. La lectura, cuya enseñanza sucedía y no precedía a la de la escritura, se consideraba una suerte de performance vocal, algo semejante a la interpretación de una partitura musical; no era raro que el lector, sensible a cada inflexión retórica del texto, adoptara aires de histrión, incluso en un contexto litúrgico. (En cuanto a la lectura silenciosa, o al menos susurrada, quedaba confinada casi por completo a los ambientes monásticos).
En el mundo de los libros bizantinos —códices, en su gran mayoría—, la utilidad y la devoción dominaban sobre el placer. La manera de leer más habitual era la intensiva: un tipo de lectura orientada a una apropiación completa y plena del texto, que propiciaba la interacción con la escritura. Se leía, pues, “con el cálamo en la mano”, y es así que la actividad filológica pudo desplegarse en tantas ediciones de textos, excerpta y paráfrasis. Sujeto a un compromiso absoluto con el texto, el copista se volvía el lector por excelencia, cuando no devenía autor en la fiebre de la transcripción erudita. Pero eso no es todo. Mientras que un capítulo contiene un fascinante listado de mujeres lectoras, por supuesto de origen noble, otro pretende esbozar la fisonomía virtual de ese lector instruido medio, casi siempre masculino, que Cavallo llama “lector común”. Si toma la figura del “lector común” en préstamo de Virginia Woolf, quien a su vez la extrajo de Samuel Johnson, su reflexión posterior sobre las marginalia —huellas materiales del diálogo del lector con un texto— es deudora de un gran ensayo de George Steiner, “The Uncommon Reader”.
A la prosa de Cavallo —tersa, informativa— la apuntala el rumor uniforme de notas al pie meramente bibliográficas. Las muchas ilustraciones van formando una secuencia acorde pero también divergente, que nuestra ignorancia torna poética por provenir de una región exótica y vasta del pasado. Aunque la esmerada edición de Ampersand incluye un índice onomástico y una actualización de la bibliografía según los aportes de la última década, tal vez sea objetable que las palabras griegas, siempre correctamente transliteradas, aparezcan sin acentos ni signos diacríticos. También se echan de menos otras notas que nos enseñen qué cosa es un eucologio, un tridión o un menologio metafrástico; o que nos adviertan en qué se diferencia un higúmeno de un archimandrita y estos dos, de un hieromonje. Bajo la forma de anotaciones aclaratorias, un lector común de nuestros días agradecería esas cortesías.
Guglielmo Cavallo, Leer en Bizancio, traducción de Antonio Natolo, Ampersand, 2017, 292 págs.
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