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Agua / Furgón

Ariel Bermani

LITERATURA ARGENTINA

Fechadas entre enero y junio de 2011 una, y entre enero y mayo de 2009 la otra, Agua y Furgón, ambas del narrador y poeta Ariel Bermani, aparecen editadas ahora, casi en simultáneo.

Desde sus márgenes, ambos relatos comparten casi el mismo período de gestación en sendos años impares, la brevedad, una segmentación bipartita —“Una silla de plástico que tiene las patas traseras un poco vencidas” y “Afuera” son las dos partes de Agua; “Capaz me ato un cohete para llegar al cielo” y “El cielo”, las de Furgón— y la mención al escritor Enrique Decarli, que aparece en la dedicatoria de Agua y como alguien a quien lee uno de los pasajeros del tren en Furgón. También las emparenta otro rasgo, de estilo o confección, que se traduce en algo así como una cadencia rítmica hecha de frases cortas y palabras precisas, observable aunque el objeto y la motivación de los relatos no sea, siempre y esencialmente, la exactitud.

Furgón, claro, es un viaje. Desde dónde y hacia dónde es una cuestión opinable, y aunque el relato las sitúe, cada pasajero podría mencionar estaciones terminales distintas. Hay un grupo consolidado, los que viajan en el furgón, y otro volátil, que sube, baja, se contorsiona o vocea. Hay paradas extensas, alguna cuya razón es la extraña conducta que muestran los guardas, y aceleraciones vertiginosas, muy llamativas, para apurar estaciones separadas por pocas cuadras. En algún punto, como es ordinario, se escuchan reclamos. Frente a ellos, la empresa no da explicaciones, y en el cruce de lo excéntrico y lo cotidiano se va tejiendo el desvío por el que empieza a enfilar toda la formación. Entonces, si “exactitud” puede relacionarse con un ejercicio poético que converge hacia el realismo, la palabra justa que trabaja Bermani tiende, a su vez, a construir ciertos puentes en dirección a otra parte, a saltar sobre el límite de lo real contiguo a la obra y a llevar el relato y a sus lectores hacia un escenario de algún modo inesperado —pero nunca fuera de lugar—, como ese “Merlo” que se cuela en el recorrido entre “Escalada” y “Banfield”.

Agua —que muestra un singular mecanismo de encabalgamiento o continuidad por el que cada brevísimo capítulo, a excepción de unos pocos, comienza con la frase o la palabra con que ha concluido el anterior— construye, con aquel mismo ritmo y una similar exactitud, un mundo fuera del mundo hecho de un patio, una silla de plástico de patas un poco vencidas y un hombre metido en un agua sucia, venida de quién sabe dónde, que le llega hasta los tobillos. Afuera, a su vez, hay otro mundo, semejante quizás a Merlo o Escalada —y al mismo tiempo no: el relato se carga de algo así como un efecto distópico producto de ese mínimo nivel de agua que permanece—, en donde es posible constatar una dosis apagada de lo que antes hubiésemos llamado humanidad. Con un pie en cada uno y con una especie de velo perceptivo que le impide afirmar si ve, sueña, imagina o comprende, el protagonista vive una serie de incidentes desoladores y, por ejemplo, de algo que parecía entramarse con el tópico del encuentro amistoso o el impulso sexual, solo conserva un manojo de pelos arrancados sin violencia a esa mujer desdentada que apenas se asomó por la ventana.

Eso que en Furgón se lograba a partir del diálogo y la interacción, en Agua se consigue casi por la parálisis o el agotamiento. La palabra, hecho conversacional que genera otras historias, usada en comunidad por los usuarios del tren — entre otros, Negra, Cali, el Polaco, Marina y Ariel, que tiene cara de pancho pero no es—, revela los pasados de algunos o proyecta los deseos, los miedos y las alucinaciones que a cada cual puede provocarle ese viaje, y en Agua es un elemento extraño para quien, casi totalmente solo, ha perdido esa facultad. Allí, dice el narrador, “de alguna manera, las palabras se trabaron”.

Y así, como si de una cosa se siguiera la otra —el hiato que las une podría ser la grieta imaginaria por la que tal vez se filtre el agua—, Agua tiende a presentarse como una especie de futuro insular —la era de los hombres archipiélago— de lo que en Furgón todavía hay de precaria articulación y simpatía. Habrá que ver qué cosa nos deja mejor: empujar y colarnos en algún vagón de aquel tren, o el solipsismo anómalo con el que puede seducirnos una creciente estancada.

 

Ariel Bermani, Agua, Zona Borde, 2015, 83 págs; Furgón, Paisanita Editora, 2014, 92 págs.

9 Jul, 2015
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