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Casi a pesar suyo, Carlos Busqued escribió dos de los libros más descarnadamente certeros de la literatura argentina de las últimas décadas. “Tengo que escribir algo”, ironizaba en su blog en febrero de 2006, “a ver si La Voz del Interior me lo publica sin pagármelo. Algo bien feo sobre Jardín Florido, la Cañada o la Torre Ángela, sobre la identidad cordobesa. Si escribo diez o veinte de esos, después los recopilo en un librito, pago para que me hagan una edición fea que le regalaré a los vecinos y me convierto en un escritor cordobés y tengo una mesita en la feria del libro. Y la tierra empieza a caer encima de mí, pero (eso ya lo dijimos), tampoco es ningún consuelo”. Y en agosto: “No escribo nada porque no tengo nada para escribir. En este momento, mi realidad actúa en abierta oscuridad. La escucho moverse debajo del piso”. Dos años más tarde, lidiando con la anomia, la soledad y la depresión, publicaba Bajo este sol tremendo, insospechada finalista del Premio Herralde que, contra todos sus sarcasmos sobre la vida literaria, lo convirtió en un escritor leído y celebrado mucho más allá de la provincia de Córdoba. Habría bastado con esa parábola negra sobre la herencia perversa de la dictadura y la decadencia del interior derruido para calibrar la potencia de su cross a la mandíbula, un despliegue apenas soportable de sordidez y violencia bruta, diestramente despachado por un narrador seco y preciso. Pero diez años más tarde, como si hubiese buscado asestar un golpe todavía más rotundo, adelgazando la presencia del narrador y el autor hasta volverlos invisibles, publicó un libro sin modelos reconocibles, sin género y sin anestesia, Magnetizado, una conversación calculadamente descoyuntada con un asesino serial, Ricardo Melogno, cruda como la realidad negrísima que lo había inspirado. Antes y a modo de punching ball, llevaba un blog, una especie de diario, bitácora de lecturas, borrador de la novela en marcha, recuperado ahora en una selección de entradas (2006-2009), que se jactan de un trastorno límite de la personalidad desde el mismo título, Borderline Carlito. Sólo los comienzos de cada entrada podrían componer una colección de antiaforismos filosos, burla cínica a la sabiduría concisa de las máximas, que apenas anticipa la materia salvaje que se derrama a continuación y lo acerca a sus personajes de ficción. Busqued lista los documentales de criaturas abisales que ve en el Discovery Channel, la perversión armamentística de la Segunda Guerra Mundial en el History Channel, las monsergas de evangelistas y los videos porno que, en el torpor del porro, la comida chatarra y las apuestas deportivas, llenan las horas vacías del outsider. Pero mezclada con el diario trash del televidente, una lista inclasificable de lecturas afinan entretanto las herramientas del escritor: Capote y Ballard, leídos y releídos, Carrère, Chesterton, Borges, Hugo Pratt, Landrú, Kafka, Hemingway, Nathanael West, Le Clézio, Kazuo Ishiguro, Carver, Ferlinghetti, Graham Greene, Oliver Sacks, Germán García, Enzensberger. De tanto en tanto, escenas sórdidas entrevistas en los barrios bajos de Córdoba o en las caminatas nocturnas por la capital componen sus propias memorias del subsuelo: un desarrapado en un baldío cerca del puente Vélez Sarsfield lee una revista Rumbos rescatada de la basura, pegoteada y húmeda; unos evangelistas en Pompeya predican con musiquita y regalan comida; un pobre hombre vestido de Papá Noel en la calle Jujuy “de rasgos evidentemente norteños” vende pistolas de juguete con luces de colores. Más de un “drama de la vida real” (“después de la muerte de mi padre, mi madre durmió durante años con un revólver debajo de la almohada”) y el sinsentido que invita más de una vez al suicidio dejan imaginar que la novela se demora, atascada en la negrura que no acierta a contener y la desborda. De ahí que la sorpresiva noticia de la publicación en Anagrama lo descoloque y multiplique las ironías contra los rituales de la figuración y el reconocimiento, inesperadamente oportunas releídas hoy en medio del show de la autopromoción desembozada. No sorprende que Busqued aprecie los elogios de Fogwill, otro misántropo, que despreciaba a los escritores que hablaban de “mi novela” como si estuvieran en un “Plan Óvalo, para el Escort, esperando el sorteo”. Tampoco sorprende que haya descartado la idea de un personaje escritor en Bajo este sol tremendo, entre los muchos descartes que el libro recupera. La novela, a fuerza de concisión y uppercuts precisos, se va adelgazando con el paso de los meses, se vuelve más áspera y más seca.
Una entrada de noviembre de 2009 da escalofríos. Dice Busqued que a fines de 2008 le pronosticaron la muerte para dentro de cinco años; computa los años y los meses que le quedan. Murió once años más tarde, en 2021, muy joven, después de un accidente doméstico y un paro cardíaco. En la última entrada recogida en el libro, hay sin embargo una anticipación más certera. A las dos de la mañana, en el Canal 26, Grondona y “su nuevo Robin” cordobés, Pablo Rossi, hacen un llamado a la derecha a salir del clóset, “a que la gente deje de tener vergüenza de ser fascista”. “Tenebroso”, resume Busqued, con un adjetivo nunca más exacto. “Tenebroso”, define el DRAE: “oscuro, cubierto de tinieblas, sombrío, tétrico, negro, hecho ocultamente y con intenciones perversas”.
Carlos Busqued, Borderline Carlito, Blatt & Ríos, 2024, 152 págs.
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