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Mundo animal

NARRATIVA

 

Sobre el país que se lee en Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued y Opendoor de Iosi Havilio.

 

Hay un cuento muy breve de César Aira que se aparta claramente de su fabuloso continuo de novelitas. Es su texto más brutal, el más realista y oscuro, quizá un velado homenaje a su maestro, su doble sucio, Osvaldo Lamborghini. El soliloquio incontinente de un taxista cordobés que lo ocupa casi por entero es tan desmedidamente salvaje, que por una vez tienta creerle a Aira cuando aclara en el comienzo que lo que va a contar es cierto, que no ha agregado ni modificado nada de lo que dijo el taxista, que él nunca podría haber inventado algo así, que jamás se le hubiera ocurrido. Muy lejos de la gracia y la elegancia de sus fábulas delirantes, es cierto, el cuento parece un cuerpo extraño en la obra de Aira, un tributo al gesto revulsivo que Lamborghini graficó en las tapas de sus primeros libros con un dedo entre fálico y tipográfico que señala hacia arriba. No es el único eco del maestro. Que el encuentro del Aira narrador con el taxista suceda al volver al país después de un viaje a México, que el taxista lo esté llevando a visitar a un amigo enfermo de cáncer, que en un juego macabro de palabras el cuento lleve por título “Taxol” –una sustancia con la que la quimioterapia trata el cáncer– y esté fechado un 25 de diciembre, le da al realismo del monólogo un leve espesor alegórico, inaprensible y sutil como el que Aira percibió en El Fiord o La causa justa de Lamborghini. También en “Taxol” “el sentido se extiende en un continuo en el que deja de ser él mismo y después vuelve a serlo indefinidamente” y, con extraordinaria economía de recursos, el tipo bien conocido del taxista reaccionario se dilata hasta tocar un fondo pantanoso más amplio. En el fascismo sádico, sobrador, patriotero y misógino del macho argentino que toma de rehén al pasajero para hacer alarde de sus lacras, se reconoce un cáncer endémico más extendido, que la literatura parece querer conjurar desde el título con una solución química inmunizante, el documentalismo. Esto no es literatura, escribe Aira, y se entiende que invoque o simule la transcripción directa para acercarse a la voz del monstruo, sólo asimilable como ready-made insano a la superficie acerada de sus novelitas. Porque ¿cómo hundir la imaginación en el fondo pantanoso sin contaminarse? ¿Cómo nombrar lo innombrable?

Bajo este sol tremendo, la primera novela del chaqueño Carlos Busqued, eligió para esa empresa una vía más difícil y más clásica. Sin los atajos conocidos de la sátira, la parodia o el género, sin las coartadas de la diatriba cínica o el coqueteo perverso, sin lirismo barroco ni mimetismo populista, sin malditismo y sin anestesia, Busqued compuso la representación más bestial de la Argentina de las últimas décadas, en casi doscientas páginas de una profusión apenas soportable de sordidez y violencia bruta. Con una convicción y una destreza raras en un primer libro, ensayó una variable contemporánea de lo que todavía y sin demasiada suspicacia podemos seguir llamando realismo, que no promueve la lectura alegórica pero tampoco la desalienta: difícil imaginar la convivencia narrativa con un mundo como ese sin otro móvil oculto. Como si todavía confiara en la transparencia de la mímesis, un narrador seco y preciso deja que lo que cuenta se figure con nitidez meridiana, pero mirando con atención se descubren los recaudos antisépticos con que Busqued dispone la materia que tiene entre manos. El comienzo es elocuente. La novela se abre con la transcripción directa del audio de un documental del Discovery Channel sobre la pesca nocturna de unos calamares caníbales, una especie feroz que reaparece en dos recortes de revistas de divulgación científica insertados sin mayores explicaciones más adelante en el libro, en los que el calamar asesino triplica su agresividad y su tamaño. Es sólo un anticipo de la violencia animal que se despliega de ahí en más al otro lado de la pantalla.

Sentado frente al Discovery Channel está Cetarti, un desempleado que pasa los días en el torpor del porro y los documentales en un suburbio de Córdoba, hasta que la noticia de la muerte de su madre y su hermano, asesinados a escopetazos en un pueblo del Chaco que se hunde en el barro, lo pone en marcha. Ya en Lapachito, Duarte, el suboficial retirado que lo convoca, albacea del asesino suicida (ex militar también y, dicho muy al pasar, antiguo compañero de Duarte en la lucha contra la guerrilla tucumana), lleva los hilos de una estafa para cobrar el seguro del muerto, una “changa” que no lo distrae demasiado de los secuestros extorsivos con que alimenta sus negocios pornográficos o sus propias perversiones –nunca queda claro–, junto con Danielito, el hijo del asesino suicida, una especie de doble tarado de Cetarti, aficionado también al porro y los documentales. Mientras Duarte y Danielito se dedican a los rituales infames de su trabajo, Cetarti, arrastrado en su letargo a participar en sus negocios, toma posesión de la herencia de la familia: los cadáveres destrozados, unas pocas pertenencias de la madre y la casa del hermano en Córdoba, un fenomenal depósito de despojos que Cetarti ultima y clasifica entre nubes de marihuana. La prosa impertérrita elude los comentarios, la psicología y el morbo pero no ahorra detalles gráficos de la escena del crimen, la morgue, el cementerio, los videos pornográficos de la colección de Duarte y otros pormenores igualmente sórdidos.

Así contada, la novela podría pasar por un avatar tardío del realismo sucio bukowskiano o una versión negrísima del policial duro. Pero no. Sobre ese esqueleto que nunca descansa en los resortes del género ni se conforma con el avance rápido de la trama, se crea una atmósfera irrespirable que resulta de la proliferación y el exceso, administrados con un cálculo preciso del efecto contaminante de los materiales. (Busqued, no parece casual, es ingeniero industrial, profesor de Cálculo de Avanzada.) La corrupción y la violencia embeben todos los planos hasta fundirlos en un mismo magma de degradación física y moral. Basta recomponer el bestiario que se despliega a un lado y al otro de la pantalla, desde las moscas que se incineran en la trampa de tubos fluorescentes de una parrilla de camioneros, los insectos que revientan contra el vidrio del parabrisas, la elefanta de circo que no para de mover los pies porque le enseñaron a bailar parándola sobre una chapa electrizada, los escarabajos venenosos y los dogos asesinos de Lapachito, hasta los elefantes feroces de Mal Bazaar, las invasiones de cangrejos herradura en Molucas y los cangrejos predadores del Golfo de México que Cetarti o Danielito miran hipnotizados en Animal Planet. Es ese el paisaje real o virtual que espeja o contamina el parque humano de la novela. Si la marihuana abunda hasta la náusea (muy lejos quedó el gesto rebelde y libertario de la droga en la contracultura), la comida es igualmente malsana (pizzas que duran dos días, litros de Coca-Cola tibia) y la televisión, otro narcótico. Pero es en el recuento pormenorizado de la basura que Cetarti clasifica en la casa del hermano donde la novela radiografía un paisaje arrasado más amplio. Aleph del desecho postindustrial, la enumeración de los despojos compone una acumulación caótica, condensado batailleano de lo informe –heterogéneo, bajo, entrópico– que transforma el acopio azaroso del ciruja en arte de instalación verbal: “Se entretenía algunas horas por día clasificando la basura: completamente drogado, sentado en un banquito, iluminado con una lamparita de cien watts en una portátil, revisando y embolsando las cosas y sorprendiéndose apagadamente por la amplísima variedad de porquerías que se acumulaban: placas viejas de circuitos integrados, carcasas de monitores de pc (incluso un par de monitores enteros), bolsas con resortes, ropa vieja arrugada, juguetes rotos, macetas con tierra reseca, exhibidores de chicles para quioscos, botellas viejas, vasos plásticos de yogur y dulce de leche apilados unos adentro de otros, bolsas con cabezas de muñecas de goma, electrodomésticos que no funcionaban, jaulas desfondadas para canarios”. El resto del inventario es todavía más llano: toneladas de papel en los pasillos, videos porno de títulos gráficos en el garaje (Cum Scouts, Fire Hole, Flesh Mountain), insectos resecos y cadáveres de pájaros en diversos grados de descomposición en una mesa de cemento adosada a la parrilla del patio cubierto de yuyos.

Si la acumulación y el exceso desbordan la narración y abren líneas de fuga, una serie de fisuras en el espejo del verosímil realista –mínimas anomalías en el punto de vista o la estructura– dejan claro que la confianza en los expedientes verbales del realismo es relativa. Sin ningún alarde experimental, la superficie compacta de la novela se rasga de tanto en tanto y la literatura ensaya algunas licencias del cine que extrañan la percepción e imponen distancia. Como en una de esas tomas artificiosas de los hermanos Coen, la mirada de una mosca reporta pormenores de una escena, Cetarti se ve a sí mismo “en el reflejo convexo” del ojo de un cebú muerto y Danielito ve caer el agua de una canilla y se la imagina “bajando por el sifón de la pileta y después hacia las alegres profundidades de la tierra”. La narración se despliega con linealidad clásica (apenas interrumpida por la inclusión inesperada de alguna pesadilla), pero cuando ya muy avanzada la novela Cetarti y Danielito finalmente se conocen, la escena se cuenta dos veces, un mínimo toque tarantinesco que señala sutilmente el motivo del doble que los reúne. Con esos y otros recursos casi invisibles, la novela no atenúa el efecto de realidad del infierno verosímil que imagina, pero cobra un leve espesor alegórico que invita a mirar el todo mayor desde el margen. Es esa la lección que Busqued dice haber aprendido de un profesor suyo de Ingeniería: “La tensión está en los bordes”. Sin forzar demasiado las correspondencias, el inventario que la novela compone es el condensado postapocalíptico de una geografía social más extendida: el desempleo, la degradación física y moral, la herencia perversa de la dictadura, la supervivencia atada a la basura, la violencia salvaje, la anomia. El corolario sombrío es que no hay demasiada salida. Sólo se respira un poco de aire fresco en la ruta, doble abstracto de las pocas fantasías realizables de huida. Por si todavía quedaran dudas de que lo que se ha acabado de leer es un recuento ominoso del paisaje de la patria, la novela se cierra en la frontera entre Ciudad del Este y Foz de Iguazú. Antes de seguir caminando hacia Brasil, apoyado en la baranda de cemento en la mitad del puente, Cetarti arroja al agua una lata de Coca-Cola vacía, que tarda más de un minuto en llegar abajo, toca el río y es arrastrada por la corriente.

 

A no ser por la profusión de animales, sordidez y marihuana, no es mucho lo que reúne a la novela de Busqued con Opendoor, la primera novela de Iosi Havilio, pero ambos comienzos coinciden en imaginar mundos singulares de contornos nítidos que sin embargo iluminan el presente con una luz difusa. También el ir y venir entre la ciudad y el campo de la mujer sin nombre a quien Havilio le confía el relato se difumina en una reverberación de más alcance. La ciudad es Buenos Aires y el campo es Open Door, un pueblo a cien kilómetros de Buenos Aires, pero el hastío y la incertidumbre se instalan sobre el paisaje como un clima de época, una especie de melancolía vaga, de acedia, que también impregna muchas de las historias del cine argentino de los últimos años. Importan la percepción subjetiva y las elecciones metafóricas: la ciudad es una Buenos Aires que “huele a resaca colectiva” y el campo es un pueblo tocado por el desquicio mental que irradia su referencia más inmediata, la colonia psiquiátrica experimental del mismo nombre creada a fines del siglo XIX.

La anécdota es mínima pero lo que cuenta en realidad no es la trama sino la mirada de la narradora que la despliega, con la extrañeza y el pulso vacilante de la experiencia inmediata. Una mujer joven, empleada en una veterinaria, sale de la ciudad y llega al campo para atender a un caballo enfermo en una chacra en la que termina instalándose, sin más motivos que la anestesia emocional en la que queda sumida después de la desaparición de Aída, una fotógrafa que conoció por accidente en un bar del centro el primer día del año (“Esa misma semana, sin pensarlo mucho, me mudé a su casa”), y una escena casi onírica que presencia poco después en La Boca, el suicidio de una mujer que se tira al río desde el puente y podría ser Aída. En Open Door, el dueño del caballo, que la asila en la chacra, y una adolescente “bruta, hermosa, elemental” que la seduce en el campo –un triángulo amoroso sólo explicable en la deriva letárgica del personaje– pertenecen a otro mundo, más llano y primitivo, y sin embargo la retienen y la apartan de la ciudad, a donde sólo vuelve de tanto en tanto para reconocer cadáveres en la morgue hasta dar con el de Aída.

Si en la novela de Busqued el espejo realista se astilla con el exceso, aquí es la ambigüedad –moral, sexual, afectiva– la que enturbia el entorno y anula la voluntad, como si la ketamina, el anestésico animal con que los jóvenes se drogan en el campo, fragmentara la experiencia en unidades menores que ya no se comunican. También en Opendoor las enumeraciones son gráficas. El almacén de ramos generales, con su bric à brac absurdo de patas de rana, celulares viejos, verduras y pares de alpargatas colgados de una ristra de ajos, es un “mercado cósmico”, y el contenido de un cajón que la chica revisa buscando pilas da más cuenta de la anomia general que la sucesión pormenorizada de sus recorridos: “Encontré velas, rollos de papel de aluminio, sobres rojos con veneno para ratas, dos encendedores iguales, una caja con unos pocos escarbadientes, un montón de corchos, naipes, restos de virulana, tornillos, tres dientes de ajo sueltos, un pincel, más veneno, ninguna pila”. Ceñida a la voz femenina que cuenta, la novela no abre juicio, pero deja constancia de un mundo que se desintegra y apenas relumbra en los escombros. “Aquello que es tocado por la intención alegórica”, escribe Walter Benjamin en “Central Park”, su ensayo sobre la alegoría moderna, “se desgaja del contexto de sus interconexiones con la vida: se hace añicos y al mismo tiempo se conserva. La alegoría se adosa a los escombros. Ofrece la imagen del malestar atravesado”. La colonia psiquiátrica de Open Door que la chica visita un par de veces también impregna la atmósfera. Entre las conclusiones de Sarmiento sobre la embriaguez y la locura guardadas en un papel dentro de En Argentine, el diario del viajero francés Jules Huret que la chica encuentra arrumbado entre los libros de la chacra, destaca una: “Que la demencia del día es la condición peculiar de una civilización imperfecta”.

Cuando la comida se acaba en la casa de Open Door, sin dinero ni ánimo para salir a comprar, la chica, por pura inercia, termina comiendo pedazos de yeso que arranca de la pared, sumida en un embotamiento crónico que no la diferencia demasiado de los enajenados de la colonia psiquiátrica o los animales de la chacra. El final aparentemente feliz de maternidad y chisporroteo erótico con la amante adolescente sólo puede leerse en esa misma serie letárgica.

Curiosamente Brasil, otra vez, es la fantasía luminosa de huida que sólo alcanza un personaje menor o colorea algún sueño. Las puertas abiertas del título son una utopía irrealizable. Ya no hay lugar en la ciudad ni arcadia reparadora en el campo. El país, como conviene a un mundo animal, es una jaula.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, detalles de Forever (2003), 42 bicicletas.

Lecturas. “Taxol” se incluye en Taxol: precedido de Duchamp en México y La broma (Buenos Aires, Simurg, 1997). Bajo este sol tremendo se publicó en Anagrama (Barcelona) a principios de 2009. Entropía (Buenos Aires) publicó Opendoor en 2006 y acaba de reeditarla. La cita de Aira sobre la alegoría pertenece a su “Prólogo” a Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini (Barcelona, Ediciones del Serbal, 1988) y la de Walter Benjamin, a “Central Park”, publicado en traducción de Lloyd Spencer en New German Critique N° 34 (invierno de 1985).

1 Sep, 2009
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