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Un logro de Hernán Vanoli en su última novela Cataratas es haberle dado al ritmo de su prosa y de la trama una cualidad progresiva, que pasa de la paulatina introducción de los personajes principales —todos becarios e investigadores del Conicet llamados “burócratas universitarios” y “homo academicus”— a la aceleración de acontecimientos cuando llegan a Misiones para asistir a un Congreso de Sociología de la Cultura. La muerte que desvía la trama provoca el desenfreno y desemboca en el clímax final en el que todos ya son asesinos, guerreros, sobrevivientes, héroes y superhéroes. Ese ritmo abrumador, torrentoso, que ya se notaba en su novela anterior, Pinamar, nunca se detiene, empuja la novela hacia la aventura y, en su desborde, siempre da más y más.
La entrega se realiza por medio de un proceso descriptivo extremo: la intención parece ser decirlo todo, de un personaje, de una situación, de un paisaje o de un artefacto tecnológico. La cuota obsesiva, que profundiza hasta el detalle, podría remitirnos a Saer, pero lejos estamos de la búsqueda por describir una y otra vez lo mismo variando el punto de vista; acá la descripción es acumulativa e inagotable. ¿Dónde poner el límite? ¿Dónde está la elipsis? No existe, porque, al parecer, la extensión es aquí un valor. El riesgo, que Vanoli no sólo asume sino que provoca, es que el lector sea arbitrario y elija por sí mismo dónde detenerse o dónde saltear párrafos, cuando adivina el juego y las descripciones dejan de interesar o sorprender. Pero esa es la cifra del relato: mostrar sobre su estructura y composición las mismas características de la realidad que describe, donde reina la información infinita y contradictoria, cuyo estatuto de verdad es flexible y que, en su saturación, invita al abandono. De ahí que el título, además de aludir a una localización, refiera a un método: la novela funciona como una catarata que no cesa en su empuje, su fuerza, su continuidad y su espectáculo.
Vanoli no inventa un mundo futuro; más bien percibe con lucidez el mundo actual y lo extiende hacia una evolución lógica: el único progreso posible se aplica sobre los cuerpos y está en poder de la tecnología (redes y servidores accesibles desde ojos y uñas) y de la medicina (nueva enfermedad, contagio controlado), mientras lo social retrocede hasta lo irónico (la cirugía plástica como un derecho adquirido de las masas populares), en tanto empresas globales como Cencosud controlan todo a través de nuevas formas de producción (“toyotismo”, “capitalismo químico”, “empresariado magnético”) que llegan a producir palomas con nariz de gato y fecha de vencimiento. En este universo, los aventureros académicos cargan con nombres mencionados con insistencia para denotar aquello que ya no son: Marcos Osatinsky (fundador de FAR), Gustavo Ramus (fundador de Montoneros), Alicia Eguren (participante de varias organizaciones armadas y esposa de John William Cooke). Al entregarse por completo a la aventura, se transforman en otra cosa que redimensiona la figura del héroe popular. El desplazamiento sepulta aquella figura romántica que buscaba cambiar el mundo, reemplazada ahora por nuevos revolucionarios —el grupo terrorista “Surubí”— ligados a intereses cruzados, planetarios y siempre controlados por los poderosos.
Hernán Vanoli, Cataratas, Literatura Random House, 2015, 456 págs.
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