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En el volumen X de los Cuadernos de lengua y literatura, Mario Ortiz aborda la materialidad misma de la lengua como si el poeta fuese un geógrafo. En el relato lírico de Ortiz se trata de comprender la vivencia personal a través del tiempo, desde la infancia hasta la adultez. La escritura es un mapa para comprender lo real y también nuestra biografía: “Un mapa puede ser mudo o político. El mudo no tiene palabras ni fronteras externas e internas. El político, sí. En cierto sentido, todos los mapas son mudos porque no hablan; pero en otro sentido, todos los mapas son políticos”. No existe un gesto que hagamos con las palabras que no signifique o que no nos brinde coordenadas para narrarnos en un cuadrante personal.
La lengua tiene una escala cromática, como un pincel o a la manera de un espectro parecido a los colores de un arco iris. Mario Ortiz trabaja el poema como un dispositivo que nace en el interior de un taller: “Significados y significantes. Más que el dibujo concreto sobre el espacio de la hoja Canson, la belleza estaba en esa cajita plana que contenía todas las posibilidades de todos los dibujos y mapas imaginables”. El poema tiene sus piezas, sus componentes, y el texto es una maquinaria verbal desde la que organizamos las dimensiones de la realidad y desde la que nos desplazamos en el espacio desde un punto hacia otro.
En este cuaderno de lengua y literatura, puntualmente sobresale un trabajo minucioso de observación sobre los elementos constitutivos de la lengua y la relación que mantienen en la conformación de nuestra propia subjetividad. Las operaciones de la imaginación, a la hora de seleccionar y organizar los acontecimientos de la experiencia, son significativas cuando hay que definir qué hechos narrar y cómo narrarlos. De niño Mario Ortiz imaginó un país llamado Guyarland y ahora se pregunta: “Acaso, un niño de Guyarland imagina y describe una extraña ciudad llamada Bahía Blanca donde hay un hombre de barba y lentes que escribe un librito. Dar un rodeo a la imaginación para encontrar al fin lo real es navegar en un barquito de papel a través de un río que desemboca sobre sí mismo dibujado por un geógrafo solitario en un asteroide que se ilumina bajo la cola de un cometa”. Existe un sincretismo entre imaginación y memoria personal. En la observación introspectiva hacia el pasado individual nos encontramos con las narraciones con las que nos hemos ido formando. Antoine de Saint-Exupéry estuvo en Bahía Blanca en 1929, y en este volumen de textos Ortiz encuentra en la figura del Principito a un compañero de laboratorio con quien inventar islas flotantes, volcanes inversos que erupcionan hacia el interior del planeta o continentes boyando hacia tierras desconocidas.
En este último libro la palabra se despliega en tres dimensiones y con ella se dibuja una cartografía para orientarnos y definir las medidas del mundo en una suerte de sintaxis de lo real. Por momentos todo está congelado entre los cuadrantes quietos y transparentes, y por momentos el mínimo movimiento de las hojas de nuestro mapa altera por completo el modo en que percibimos las cosas y nos obliga a volver a elaborar otra cartografía, una especie de gramática del espacio en plena transformación. Decir, o escribir, implica edificar una realidad allí donde antes no existía. Por ejemplo: “Decir ‘pasto’. Escribir PASTO y que a través de esa palabra aparezca eso mismo que está más allá: el pasto cubierto de una escarcha finísima y resplandeciente”, sugiere que el lenguaje instala la posibilidad de la creación de sentidos y de un mundo donde la literatura es un objeto inclasificable y termina siendo como la gramilla, es decir, una red invisible que avanza multiplicándose al infinito hacia quién sabe dónde.
Mario Ortiz, Cuadernos de lengua y literatura, volumen X, Eterna Cadencia, 2017, 128 págs.
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