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Recórrase en cualquier dirección la poesía occidental y la vieja inscripción de los relojes de iglesia se volverá abrumadora: Todas hieren, la última mata. Los ecos de las campanadas son diferentes, cierto. No suenan igual en Manrique que en Edgar Lee Masters. Los versos de Dylan Thomas ardían de compasión por la multitud de los muertos (“Cuando sus huesos estén limpios / y sus huesos limpios se hayan ido / tendrán estrellas en los codos y los pies”); a Dadá el asunto le importaba un bledo. Pero por menos ilusos que los poetas hayan llegado a ser, parece que nunca aflojara la tensión entre el deseo de cantar un mundo ilimitado y las finitas palabras con que ese mundo se compone en el nuestro. Tempus fugit también para los versos: elegía, responso o admonición sólo quedan en la mente en una latencia débil, frases entre miríadas de otras. Recitarse un poema sobre la muerte sería una especie de conjuro, con un saldo de estoicismo más a mano para los lectores de avisos fúnebres. Es por eso que, desligándose tanto de la filosofía práctica como del lirismo en penumbra, muchos poetas de nuestra época dan por sentado el paso del tiempo en registros de la fecunda vivencia trivial. Otros, como Ezequiel Alemián, creen que el acercamiento entre Poesía y poema es menos factible en una entonación personal que en la rítmica de un objeto, mejor si está confeccionado con materiales externos, sustracciones manifiestas o disimuladas o cesión de la escritura al diseño integral de imagen, a salvo de la identidad de estilo y la pobre angustia de la página en blanco. Si bien ha publicado poesía en verso y narrativa de imaginación insólita, Alemián compuso crónicas enteras con palabras ajenas y libros visuales a partir de montajes. El último, Died (“Murió”), es una selección de necrológicas de prensa recortadas y pegadas en hojas tamaño folio, solas como náufragas algunas, otras de a dos en posiciones cambiantes, otras encimadas o superpuestas hasta cubrir toda la página. Son rectángulos de diferentes tonos de gris, como si el libro fuera una serie de variaciones sobre la abstracción pura pese a la grosera tinta de rotativa, la tijera y la goma. El autor sólo asoma en cuerpo mínimo en el borde inferior de contratapa. Hay unas seis o siete fotos. Todos los textos están en inglés, pero los nombres de los difuntos pueden ayudar. El primero (sobredosis de píldoras) es Jaco Pastorius; la segunda (suicidio), Lengina Sevchenko, esposa de un diplomático desertor de la Unión Soviética. Más adelante uno encuentra a Roberto Matta y a Heinrich Böll, a Robert el autor del gran diccionario francés, a técnicos, actores, deportistas, arqueólogos, ingenieros y unas decenas más de varios países. La muerte no discrimina, pero en cuanto irrumpe, promueve un significado; así tratamos de digerirla. En cada una de estas biografías minúsculas se solapan lo real intratable y la imposición de forma. El raudal de las historias de vida, la familiaridad incompleta con la lengua globalizada, preparan al lector de Died para ir entendiendo sin muchos nervios que, de la infinita nada anterior a la infinita nada póstuma, la existencia es un intervalo de peripecias. Alemián concentra narración, poesía e imagen en otra cosa, llega a la universalidad a través de los individuos y sustituye la música verbal por un rumor templado: No puede pasarme más que esto. En realidad Died no es un objeto; ni talismán, ni rosario. Tampoco una ficción en páginas sin numerar. Es un espacio ordenado para acusar recibo de lo indecible: silencioso, diáfano, disolvente como un cementerio. Hay páginas vacías como nichos en espera y, a la salida, una declaración de principios cortada de la revista Time (“le lleva a usted algo más que noticias”) parece indicar el origen de todas las notas; sin embargo, las pocas fechas visibles no permiten orientarse en un período. Al final están los créditos del editor: tiraje, cantidad de ejemplares numerados, papel y, sorpresivamente, fuentes usadas para la cubierta y el interior, donde no hay nada más que recortes. Died se confiesa como un libro poco fiable, con premeditación. Por eso nos deja, sin abrigo de falacias, ahí donde no existe el olvido.
Ezequiel Alemián, Died, N direcciones, 2016, sin numeración de páginas.
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