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La segunda novela de Renata Adler es un archivo sentimental amorfo, disruptivo, de efecto envenenado y derivaciones con doble fondo. El viaje que propone es antropológico, furioso casi a su pesar, y su destino son las ruinas de una historia a la que se accede con un mapa tridimensional aunque despedazado. La trama casi nunca queda clara pero se deja imaginar, y los fragmentos que van y vienen en el tiempo tienen la consistencia poderosa (aunque fugaz) de piezas que se han salido de su lugar, que han extraviado su función en una máquina sentimental mucho más compleja de lo que podemos llegar a descifrar, pero que continúan girando en falso y, por lo tanto, alumbrando sentidos. Oscuridad total requiere la paciencia de un relojero (para no desorientarse en su interior) y la predisposición que a veces requieren los cuentos infantiles (para entender la indefensión de su protagonista frente a la titánica tarea de tener que olvidarse de alguien para siempre), aunque este sea el diario adulto del fin de una historia de amor. Kate Ennis, periodista, se sale de una aventura de ocho años con Jake, un hombre casado que nunca se nos presenta en estado “puro”, y se deja llevar por las supersticiones, la dramaturgia y las cronologías de la melancolía “de autor”, con todo lo que ella implica: desproporciones, malentendidos, melodrama. El amor persiste, pero, en el recuerdo, roza la pasión necrófila (ese velorio permanente del cuerpo del otro, el que se perdió, el que ya no se puede ver, ni tocar, ni oler) y escarmienta la memoria con reportes e informes sucesivos de lo que fue y ya no volverá a ser, por más que se (re)imagine una y otra vez cada secuencia para ver qué se hizo mal o dónde descarriló el tren de la felicidad. El hilo incandescente que conecta Oscuridad total con El fin de la historia de Lydia Davis —novela de la que la separan poco más de diez años— es el del luto escrupulosamente medido, el de la incapacidad para construir un filtro que contagie coherencia al veredicto de la depresión, que lo trata todo, cualquier detalle, indicio, pelo o señal como un cataclismo cósmico empeñado en hacer centro en la intimidad. El principio de selección de ambas novelas está roto desde la primera página: ninguna de las dos protagonistas sabe muy bien lo que pasó y cuándo (mucho menos el cómo y el porqué) y lo que queda es ir, una y otra vez, del museo del amor “total” quebrado a la galería de la desesperación personal. Hay un poco más de humor —si esto es posible— en Adler que en Davis (nobleza obliga), aunque las dos novelas vayan a buscar por los mismos lugares y con el mismo ánimo incierto al que condena la invisibilidad de las abandonadas que empiezan, de a poco, en silencio y paso a paso, a resignarse.
Renata Adler, Oscuridad total, traducción de Javier Guerrero, posfacio de Muriel Spark, Sexto Piso, 2016, 184 págs.
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