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Los siete cuentos de Doscientos canguros forman un conjunto de rara armonía. La factura cuidada, en varios casos exquisita, de cada una de las piezas que componen el libro; una prosa limpia, de impecable consistencia, que nunca resulta transparente ni entorpece con “estilo”; los personajes —hombres y mujeres en una encrucijada existencial nunca resuelta arbitrariamente— y sus necesidades como motivación última del relato, hacen de Doscientos canguros una tersa textualidad que no ahoga la singularidad de cada historia, fundada en su particular relación con lo extraño.
Efectivamente, todos los cuentos abordan, de manera directa o lateral, los avatares de la relación entre padres e hijos, no desde la representación realista sino interrogando su identidad, a la vez inexorable y elástica. Por otra parte, la presencia recurrente de animales refuerza este aspecto enigmático, pues se trata siempre de animales no domesticados, o indomesticables, seres que, a pesar de vivir o circular cerca del hombre, conservan una cuota de “animalidad”, de otredad, que los convierte en catalizadores del interrogante existencial.
En ese tratamiento de “lo otro” reside acaso el secreto de la potencia que despliegan los cuentos de Doscientos canguros, pero también gran parte de su sensibilidad. La fantasía de un frustrado luchador de catch, la destrucción familiar de un megalómano del ajedrez, el secreto de un ex combatiente que regresa después de veinte años son planteos que nunca se agotan en lo anecdótico, sino que despliegan un pequeño universo de conflicto en el que los personajes padecen, se redimen y se aniquilan.
Algunos de los relatos son extensos, verdaderos cuentos que se inscriben en la mejor tradición del relato anglosajón y que permiten, por mérito de esa extensión, crear un mundo propio, desplegar las posibilidades de unos personajes que se vuelven, en pocas páginas, inolvidables.
Hay cierta progresión que va del predominio de la inercia, de la entrega más o menos pasiva a las circunstancias, hacia la posibilidad de la acción, de la determinación de los personajes en los últimos cuentos, de los que “La estructura de los mamíferos” es la culminación: un cuento que dosifica extraordinariamente humor, sordidez, ternura y dramatismo, una odisea urbana protagonizada por una ex actriz porno, su hijo y una empleada del zoológico encargada de alimentar a los leones. En ese cuento, lo ajeno se manifiesta menos como amenaza que como utopía. Allí leemos: “Le pregunto a Lucio si cree en Dios. No, responde, ¿vos? Tampoco, le digo, pero imaginate esto: pensá en toda la gente, que desde hace siglos cree en Dios, cualquier dios; pensá en toda esa gente, en la energía generada por esos millones y millones de personas que creyeron o creen en Dios. Toda esa energía debe ir a alguna parte, ¿no?”. Los cuentos de Doscientos canguros son hermosos intentos de dar con ese lugar.
Diego Muzzio, Doscientos canguros, Entropía, 2019, 232 págs.
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