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La habitación del Presidente

Ricardo Romero

LITERATURA ARGENTINA

Un axioma de arquitecto, contundente como un latigazo, es el título de la excelente novela de Ricardo Romero: en una ciudad indeterminada, todas las casas tienen una habitación reservada al Presidente. No se saben muy bien las razones de semejante disposición. Así son y así deben ser las cosas, y a nadie se le ocurre discutir o contradecir esta disponibilidad espacial. Se la cuida, se la protege, se la limpia como cuna de bebé. Nadie la utiliza; sólo se encuentra destinada a él. Claro que el Presidente se puede aparecer por allí cuando le plazca y sin aviso, si es que alguna vez lo hace. De hecho, el narrador conoce a un chico de la escuela que afirma que el Presidente ha estado una vez en su casa. Todo es vago y difuso como para creerle, bien puede ser una mentira propia de un niño. Pero el narrador le cree como si necesitara hacerlo.

Romero elabora un relato inquietante con pasajes de un lirismo seco y letal a partir de escenas muy breves (nunca o casi nunca exceden una carilla); se trata, mayormente, de elucubraciones y acercamientos progresivos a un objeto levemente perturbador, una pequeña astilla que pareciera no dañar pero que de ninguna manera puede ignorarse. Como si tuviera la función de recordarnos algo (en medio de la coronación, un monje decía al oído del papa: Sic transit gloria mundi).

A diferencia de Stalker, la célebre película de Tarkovski, donde en un bosque al que no se puede entrar si no es venciendo la guardia militar existe una casa derruida que tiene un cuarto donde se cumplen los deseos del peregrino, la habitación del Presidente está allí, se puede acceder a ella, nada lo prohíbe; de hecho, hay que mantenerla con esmero. Pero el peregrino es otro. Lo extraño, lo desconcertante, está al final del pasillo. Vivir con lo incómodo, acaso se trate de eso. El narrador es un chico, el hermano del medio de tres, que acecha la habitación como si fuera un animal. La ambigüedad es magistral, ya que el animal tanto puede ser él como el cuarto en cuestión. Pero también se trata de un chico cuyo hermano menor desaparece cada tanto con alegría: pasa horas andando en bicicleta y sólo una preocupación tibia exhiben los padres; un chico que pareciera poder prescindir del orden de la casa, como si tuviera otra sustancia. El excluido observa y medita desde el altillo el espacio que ofrece inclusión sólo a quien es Presidente.

Una Moby Dick inmóvil y un Ahab sin arpón. El blanco de la ballena como suma de miedos y deseos; otro tanto, acaso, el vacío de la habitación. Si la ballena es metafísica, como se ha dicho más de una vez, el cuarto del Presidente es ese espacio metafísico que supo pintar De Chirico. Digo, un espacio sin devenir, fuera del tiempo, un espacio en sí (como esas plazas sin gente, es decir, sin función, pura presencia). El cuarto solo, sin mácula. Una cristalería de pureza ontológica preparada y dispuesta para que devenga existencia sólo ante la presencia de alguien a quien nadie ha visto llegar (salvo, claro, el narrador). Y nada del otro mundo parece notar este cuando acontece la visita; después de todo, así ocurre con las verdaderas revelaciones: recién con el paso de los años se advierten como tales. Pero no hace falta que pase mucho tiempo para reconocer los dones que este libro depara.

 

Ricardo Romero, La habitación del presidente, Eterna Cadencia, 2015, 96 págs.

12 Nov, 2015
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