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Hay algo muy nuevo en la última novela de Rodrigo Fresán, y la novedad tiene tanto que ver con su obra anterior como con su interesante y problemática inserción en el contexto de la literatura argentina contemporánea. En relación con lo primero, La parte inventada es, por lejos, su novela más amarga y sombría: un Escritor (así, con mayúscula) desaparece por propia voluntad, y el viaje al interior de su mente está narrado desde distintas perspectivas más o menos relacionadas con las artes y oficios narrativos. Pero la juguetería literaria que ya se ha transformado en la marca personal de Fresán —esa amalgama entre cultura pop y “alta” literatura— está aquí oscurecida, ligeramente embrujada por ese sentido terminal que tiñe los momentos en que una vida comienza a transformarse en obra de arte. Los guiños (Scott Fitzgerald, Burroughs, The Kinks, entre otros) siguen latiendo, pero ya no funcionan como coartada sino como ariete. La parte inventada es el artefacto explosivo de un escritor que imagina el futuro de la literatura transformada en una interfaz gráfica e invoca a sus musas de siempre con la sola intención de retrasar lo que parece inevitable. Frente al tiempo fragmentado que habitamos, hundidos entre redes informáticas y el bombardeo publicitario, las armas de Fresán tienen la nobleza de lo añejo, que nada tiene que ver con el culto a lo muerto o perimido. En La parte inventada, la ambición infinita del bibliófilo y una memoria emotiva fundada en la perdición entre arte y vida se combinan para descubrir lo específicamente literario de cualquier existencia, y el resultado es, antes que un libro, un mecanismo, un manual de resistencia. Fresán tuvo siempre poco que ver con sus más notables compañeros de generación literaria, y tiene (felizmente) aún menos relación con lo que se escribe en nuestro país en este preciso momento, aunque sus modos y sus formas fueron imitados sin piedad y sin reconocimiento por lo más prescindible del periodismo cultural contemporáneo. Eso lo transforma en un outsider, un observador distante de envidiable lucidez y disconformidad, atrapado en el pantano de lo que hace mucho tiempo Maurice Blanchot empezó a plantear como la “cultura de la impaciencia”. La parte inventada podría ser un manifiesto si no fuera, antes que nada, una novela notable. Porque leerla como un panegírico puede confundir su vehemencia con fatalismo, su potencia con brusquedad, sus gestos con poses. Es un libro largo, muy largo, como debería serlo cualquier realización del placer en una época en que la velocidad del “aquí y ahora” ha establecido como cita culta la observación cínica a ciento cuarenta caracteres por minuto. Y si siempre resulta un ejercicio interesante —cruel, claro, pero interesante al fin— proponerse leer el libro más reciente de un autor como si fuera el último que ha decidido escribir, cabría preguntarse qué lugar le correspondería a Fresán en la tradición nacional si decidiera no volver a publicar una sola palabra después del punto final de La parte inventada. La respuesta no es fácil, porque los buenos libros nunca lo son.
Rodrigo Fresán, La parte inventada, Mondadori, 2014, 576 págs.
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