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Las mujeres que amé

Daniel Guebel

LITERATURA ARGENTINA

Harold Brodkey se preguntó una vez si un mundo de amor que sustituyera nuestra solitaria cotidianeidad, y en el que reinaran el calor de la emoción y el calor genital con tanto ardor y tanto brillo que lo mismo podría tratarse del infierno, no sería nuestro más añorado deseo. Como si fueran las memorias de un iniciado, versión rioplatense de un tema que es tal vez universal, se presentan en este libro ciertos hechos —“la ilusión de una realidad transfigurada”, según la contratapa— que podrían articular una respuesta.

Las dos historias de Las mujeres que amé tienen como piezas de ensamble un narrador en primera persona completamente involucrado en la historia, una relación amorosa intensa, trunca o extemporánea cuyo sino es el del desencuentro, y una dinámica narrativa que hace pie sobre ese fondo amoroso pero que, a caballo del desvío y de una fuga a veces enloquecida, pone a lucir el pulcro mecanismo de engranaje y motorización que anima los relatos.

“Una herida que no para de sangrar” se lee como la secuela de una novela anterior, Demolición. El protagonista del relato, y a su turno también autor de la novela, aturdido por la resaca de la separación, se pierde en la búsqueda de un supuesto manuscrito con el que su ex mujer va a dar a conocer otra versión de los hechos. El conjunto narrativo, como en un plano ciego, juega con la idea de que, en ese marco, vida y literatura se extienden en una linealidad sin fisuras. La anécdota se enrarece otro poco cuando se aprecia que esta constelación imaginaria rebota también contra la trayectoria del propio Guebel, quien, como escritor, publicó hace unos años Derrumbe (2007), precisamente sobre la disolución de un matrimonio.

“Las mujeres que amé”, un poco diario y un poco meditación amorosa, tiene un tono más íntimo: aquí la acción se contrae y la evocación y el recuento ganan un peso constitutivo. Yo otra vez, el narrador, obsesionado con M., encara una especie de autoanálisis con el que pretende hurgar en las fallas iniciales que hacen que una y otra vez las zonas hombre y mujer de su mundo se muevan a destiempo, choquen y provoquen terremotos pasionales. Que este narrador sea también escritor, que en medio de su manía pueda sostener con M. una conversación educada y razonable, como tipos civilizados de clase media, o que afirme que lo que cuenta es sólo “la ilusión de un drama sentimental para conseguir(se) una escritura con objeto”, le adosan al cuadro, otra vez, cierta torsión verdadera.

Pero un crimen y los incidentes que de él se derivan en “Una herida que no para de sangrar” —como pasear por el barrio con la cabeza del occiso atada con un piolín a la cintura—, y asociar un temor de la infancia, o los orígenes económicos del celibato clerical, al impulso sexual irrefrenable que caracteriza al personaje de “Las mujeres que amé”, empiezan a contaminar con invención y delirio lo que, equívocamente, uno podría considerar biografía. Una vez roto el espejismo, en un plano paralelo y a un tranco sostenido, como si mostrasen una imagen móvil escaneada desde sus propias entrañas, ambos relatos se vuelcan a transitar la verdadera cepa de su procedencia y a proyectar el mecanismo de las fuerzas asociativas y las ajustadas relaciones que los componen: buena literatura.

 

Daniel Guebel, Las mujeres que amé, Literatura Random House, 2015, 208 págs.

1 Oct, 2015
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