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¡Piquito ha vuelto! Siete años después, Gustavo Ferreyra publicó la segunda entrega de la serie que había anunciado como tetralogía. La muerte del Dr. Cianquaglini, que en Piquito de oro (2009) duplicaba la tragedia al hacer a su hijo sospechoso de parricidio, se desvía ahora sobre el protagonista, quien enfrenta acusación y proceso. Mientras tanto, los capítulos alternan líneas narrativas paralelas: un narrador que cuenta las desventuras de las familias —de la víctima y el acusado— y, enfrente, la explosión de la primera persona a cargo de la verba incansable de Piquito, que monologa sin pausa en una proliferación hiperbólica y barroca horrorizada de cualquier clase de síntesis o silencio.
“Yo, con mi solo e introvertido piquito”: así se sitúa el monologuista, como una voz que habla, pero además escribe, y se observa en un “permanente repliegue” sobre sí mismo, “repantigado” sobre el “lindo discursito interior”. Ese doblarse y volverse a doblar en una posposición infinita del sentido —la herencia kafkiana—, para llegar a asumir una mirada de niño —la herencia de Ferdydurke— y así suprimir las barreras impuestas por la sociedad, deriva en un estilo cínico, plagado de diminutivos (“nalgudito”) y despectivos (“pobrete”), y construye una enunciación en los límites: al borde de la salud —¿Piquito está loco?—, al borde de la ley —¿Piquito es culpable o inocente?—, al borde de la minoridad —¿Piquito se infantiliza y se animaliza? —.
Cuando en 1916 Ricardo Rojas acompañó el Centenario con la culminación de su trilogía nacionalista, al mismo tiempo imprimía sobre la cultura argentina un sustantivo que se haría parte del sentido común. La argentinidad (1916) fue libro, concepto, sentimiento, discusión y hasta canción popular. Justo un siglo después, y acompañando el otro Bicentenario, Ferreyra vuelve sobre la cuestión. “La argentinidad inevitable” es un exceso de confianza en sí mismo, un “relajo en el propio ser” que, paradójicamente, para el argentino que la ejerce se traduce en consecuencias apenas mediocres. Así la define quien la padece, el psiquiatra Peñalba (un ex montonero que no alcanza a dar la mano con firmeza), al mismo tiempo que detecta en Piquito al único de sus pacientes “impoluto de argentinidad”. Desde esa exclusión, fuera de toda política, Estado y ciudadanía, y desnudo en los bordes de lo humano donde la lucidez es completa, Piquito habla de su época: este tiempo controlado por el acoso violento de los expedientes y donde la militancia, dominada por “un izquierdismo pueril”, es casi un recuerdo. Como se está “subsumido en el capricho” de una época y no hay posibilidad de hacerla, tampoco habrá ocasión de apostar por un futuro. Resta la crítica, aunque esta será siempre leve. Así lo demuestran algunos signos encarnados en Maloy, el muñeco al que Piquito se aferra: unas veces lo llama Oscar Masotta y otras lo viste de “corbatita” para que se parezca “a un joven intelectual de los sesenta”. Una conclusión obvia se rescata de ese gesto: los intelectuales son parte del pasado y la negatividad ya no es un sistema de pensamiento sino un mero registro de los hechos.
Gustavo Ferreyra, Piquito a secas, Alfaguara, 2016, 336 págs.
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