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Que la realidad no es escollo insalvable para una imaginación glotona no es algo que se aprenda sólo de la literatura. Si en ciertas ficciones se vislumbra algo, ya sea mediante la evasión y el desvío, la realidad puede volverse más densa y consistente. Tal es el caso de El ejército iluminado, quinta novela del mexicano David Toscana. Vertebrada a partir de tres secuencias narrativas, la trama presenta al quijotesco Ignacio Matus, un ex maratonista amateur devenido profesor de historia que inculca a sus alumnos un furibundo patriotismo antiyanqui. Las causas son tanto históricas como personales. En 1924, Matus obtiene la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de París al aventajar por veinticuatro segundos al norteamericano Clarence DeMar. Sólo que lo hace en Monterrey, en una imaginaria carrera paralela, y en lugar de reconocimiento y gloria, lo único que consigue es avinagrarse la existencia. Esta afrenta a su honor se transmutará en un afán reivindicativo, esta vez por los carriles de la historia. En 1968 Matus es expulsado de la escuela donde da clases por enseñar a sus alumnos, desestimando las divisiones geopolíticas del Tratado de Guadalupe, que la frontera de México se extiende más allá del río Bravo. Entonces, en vísperas de los Juegos Olímpicos que se llevarán a cabo ese año en su país, decide formar un ejército con el propósito de recuperar Texas. Los reclutados serán sus alumnos; cinco niños que presentan diversos grados de retraso mental o madurativo y que son designados con el eufemismo “iluminados”: el gordo Comodoro, cándido y tenaz soñador, proselitista a ultranza; Azucena, una niña audaz que buscará amoldarse al lugar que la historia oficial ha impuesto a las mujeres; El Milagro, quien vio truncadas sus aspiraciones de ser un prodigio de las matemáticas debido a un accidente automovilístico, además de haber quedado huérfano y con un persistente temblequeo corporal; Ubaldo, el artista renegado que se encargará de pintar un nuevo escudo nacional; y, por último, el insondable Cerillo, con su blanco traje impoluto. Este es el ejército iluminado del general Matus, encargado de restituir la dignidad al pueblo mexicano.
Las cifras importan. 1924 es el año en que Plutarco Elías Calles asume la presidencia de la nación y 1968, el año de la matanza de Tlatelolco; toda una parábola que va de la constitución al declive del aparato estatal mexicano basado en la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Por otra parte, los cuarenta y dos kilómetros que Matus tuvo que recorrer para lograr el imaginario tercer puesto insistirán como un resto no simbolizado, tanto en la excéntrica lógica de El Milagro —que, al multiplicar once por ocho obtiene cuarenta y dos centímetros— como en los cuarenta y dos kilómetros de distancia de la frontera, lo más cerca que el ejército iluminado logra estar de Texas.
Se sabe que, cuando juegan, los niños establecen reglas; en este caso, asumen sus papeles como si se adecuaran a un molde preexistente: el de la novela de caballerías. Parlamentan como caballeros, poseen un código de ética y se esfuerzan por actuar de acuerdo con lo que aprendieron de las películas bélicas. Las referencias a Don Quijote, diseminadas por todo el texto, no son casuales en un autor que ha dicho que cada una de sus novelas es una tentativa de reescritura del libro de Cervantes. En su caso, el uso de este clásico no deja de ser un disparador que, lejos del homenaje o el guiño intertextual, le permite tomar distancia del modelo realista para dar cuenta de las contradicciones de la sociedad mexicana. Una desopilante y poética alegoría.
David Toscana, El ejército iluminado, Alfaguara, 2016, 168 págs.
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