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Con un par de preguntas ubicadas al comienzo y al final de la reseña de Gorgona (2016), la primera novela de Jimena Schere, y con una descripción precisa de los valores narrativos que la sostenían, Martín Baigorria nos alertaba sobre cómo ese libro podía mostrar una nueva puesta en valor del realismo literario en la narrativa argentina. Un tiempo después, como si Schere respondiera a todos los cargos con una suerte de gozoso e inspiradísimo “yo es otra”, aletea en nuestras manos un artefacto literario con el que parece cruzarse intrépidamente de vereda, de una “contaminada” con las marcas de un tejido social detonado —Gorgona sucede en una Argentina 2001— a otra más “pura” sobre cuyas baldosas se dibuja una rayuela de textos fruto de un ejercicio de imaginación portentosa. Una antología de la literatura argentina es un libro de ficción, y valiéndose de la invención y lo heredado, y urdiendo y tergiversando, proyecta una genealogía literaria tan excepcional como nunca antes visitada. Jugando algunos de los juegos que suelen jugar las vanguardias artísticas, la recopilación de textos que la componen aparecen prologados por una antóloga cuyas iniciales son “J. S.”. A su vez, como si se tratara de una pista para futuros arqueólogos de la cultura, el epígrafe con que abre el libro remite a una especie anterior, extinguida —la revista Martín Fierro—, cuyos genes redivivos podrían encontrarse en nueva ebullición aquí y ahora. Hubo, según esta antología, una literatura argentina antigua, una medieval e incluso un Siglo de Oro en nuestras letras. Frente a esa hipótesis arriesgadísima, parecía no haber otro remedio que arriesgar también en los estilos, en las anécdotas y en los registros del lenguaje característicos con los que iban a forjarse los embajadores textuales de cada período. Eureka. El logro es fabuloso. Tan despampanante como esa especie de latín aindiado y rioplatense con que Marcio Antonio compone un génesis denominado “REINACINTHIAMADRE” resultan las andanzas de Díaz Malagüero, allá por el siglo XI de nuestra era, en la “comarca stomacal” (sic), acaso una de las piezas de caballería más ilustre y deleitosa que se haya escrito nunca en estas tierras. Elegías, sonetos, antisonetos, quintillas, soliloquios y hasta un tríptico real se suceden según su época, su desparpajo y su repercusión. El criterio de selección que los reúne, de acuerdo con el prefacio, incluye la claridad, el equilibrio y cierto desprejuicio presentes en su composición. ¿Será tal vez “La marcha”, de la sección contemporánea, el texto más desarticulado y difícil de seguir? Si así fuera, habrá que privilegiar entonces su valor documental en desmedro de la comodidad del lector aburguesado: este es un texto de remolinos, de amontonamiento y movilización, escandido según el ritmo espasmódico de una turba callejera que copó la Capital. En conjunto, la amplia gama de escuelas y autores permite leer, como en una saga o en un palimpsesto, la vida y la suerte del protagonista: un mítico personaje llamado Claudio que nunca termina de nacer. De paso, mientras el compilado se adensa y dispara luminosas tangentes en todas direcciones, uno de los rescates más impactantes de la antología es el de los versos de un Martín Fierro ahora engordado: el Claudio nonato de cada etapa es aquí el “hijo menor” del gaucho emblema y templa su voz desde el vientre materno en el que está preso para cantar sus penurias de feto permanente. Extraordinario.
Jimena Schere, Una antología de la literatura argentina, Paradiso, 2018, 160 págs.
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