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¿Y si el humor no fuera sino una consecuencia de la mayor tristeza? Y de una sabiduría sin saber, una sabiduría que nace de una experiencia material. El humor de alguien que no tiene dónde vivir, que no tiene sino una lengua mezclada, la tristeza y la sabiduría de quien ha vivido como un trayecto de valijas que van y vienen, y todo el tiempo piensa, a la vez, en su patria natal. Desde ahí parece escrito este libro de Cisneros, de 1972, que reedita Nebli.
Poeta peruano, viajante, hace del borde su no lugar de no pertenencia. Entre culturas, entre lenguajes, entre tiempos, Cisneros se aferra a la pregunta, a la ironía, a la salida de ingenio, para reafirmar que no hay suelo, no hay consuelo, no hay pertenencia, sino a un modo de estar como pregunta, a algunas pequeñas y no muy gratas experiencias compartidas. Y esto a la vez es una matriz de experimentación: ¿cómo sería reescribir el Rey Lear en clave peruana o latinoamericana? Es interpelarlo como a un coterráneo. Decirle “Déjese de cosas: usted toma mujer y se hace de un par de hijos y se pasa / la vida en los trabajos ni muy limpios ni muy sucios”, porque el rey Lear es cualquiera de nosotros con nuestras esperanzas a punto de ser frustradas, porque se apilan las monedas bajo la cama “y sube el dólar en un 50 %” y “de acuerdo, sus hijos no han salido mejores que usted, / pero igual lo esperan en el bosque de robles y al borde de las aguas / ahora moléstese en buscarlos: ya no sobra otro invierno y esta rueda se atraca”.
Ese acceso a toda tradición y a ninguna, esa navegación entre historias que se nos contaron y una tierra diezmada, ese viaje de cabotaje entre lenguas, todas ajenas y todas propias, hace a la poesía de Cisneros como a su peruanidad, y nuestra pertenencia latinoamericana. Se apropia de la tradición, y no se la cree, mezcla lo culto y lo popular, inventa y reescribe, para exhibir en primer plano o como telón de fondo esa extrañeza, la del poeta, la del latinoamericano, la del poeta latinoamericano en Europa, la de una higuera en un campo de golf. A veces no queda como política de la lengua entonces sino la autoironía que titula al poema de amor “También yo hice mi epigrama latino”.
Esa construcción es también un ritmo. Si hay una brutalidad material que impide la simbolización, no es el realismo el modo de escribir poesía peruana. No sólo por la asimilación de la herencia de Vallejo que lleva a componer una pobreza real con una inventiva del lenguaje, sino porque son los tiempos. No es el cinismo, no es la queja, no es la denuncia: es un ojo avizor en un lenguaje como un telescopio que se detiene aquí y allá, en tal detalle, o barre lo posible con un ritmo que va y viene y se deja ver también en la disposición en página, para crear sus propias coordenadas de lectura.
Son las ciudades también, turista de todas, habitante de ninguna, y a la vez negándose a esa superficie de folclorización, de prestigio, corroyendo cada postal para escribir otra cosa, el poema rezuma ajenidad y pobreza, visión y derroche, como si reencontráramos eso que decía Lezama de la correspondencia entre el barroco y lo latinoamericano, pero no al modo del neobarroco y su juego de significantes, sino como el deslizamiento continuo de imágenes que no anclan y no pueden anclar: mestizaje brutal, carnal, lujoso, de pobreza y de lenguaje.
Antonio Cisneros, Como higuera en un campo de golf, Nebli, 2025, 150 págs.
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