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En el prólogo a El regreso y otros relatos, Antón Arrufat —gran escritor cubano y amigo de Casey— recomienda empezar la lectura por el cuento que da título al libro. Tal vez no sea un mal consejo. De esa autobiografía desbocada y cósmica, big bang oculto al final del índice, vuelan astillas que se clavan en los otros relatos y los dotan de una sensibilidad más expansiva y consumada.
“El regreso” registra las migraciones que el narrador descubre en su ascendencia problemática, en su literatura, en su homosexualidad, en las ciudades que abandona, en las personas que engaña, en La Habana a la que fatalmente tiene que volver. A través de un viaje tanto geográfico como identitario, en el que la hibridez es al mismo tiempo la respuesta y la pregunta, Casey grita mientras los detalles de su vida se vuelven abstractos y él mismo se disipa en ellos. Algunos hasta prefiguran el final trágico que el cuento no está en condiciones de narrar. Calvert Casey, nacido en Baltimore y criado en la capital cubana, hijo de dos culturas diferentes, escritor admirado por figuras indispensables de la literatura de la isla como Virgilio Piñera y Guillermo Cabrera Infante, se suicidó en Roma en 1969. Dejó atrás apenas un par de libros, relatos dispersos, una novela inconclusa y un puñado de notas periodísticas. Muchos creen, al día de hoy, que es más que suficiente.
Muy poco de la estridencia de “El regreso” pervive en los demás relatos. El grito se atenúa hasta el susurro y lo que acontece perfectamente podría no estar ocurriendo. Hay hogares quizás invadidos por fantasmas, hombres solos que no logran conquistar a mujeres todavía más solas, iniciaciones que no se concretan. Es posible que la delgadez de las tramas —que en ningún caso deviene en delgadez de forma ni de estilo— sea programática: Casey las empuja hasta ese límite para investigar qué es lo que pasando donde no parece estar pasando nada.
Queda, al fin y al cabo, el vagabundeo de unos personajes que nunca terminan de definirse, como si el movimiento fuera el precio que tuvieran que pagar para conservar una individualidad frágil pero propia, defectuosa pero irrepetible. Son personajes que pasean, a veces por puro divertimento, otras por desesperación, otras porque el andar es el único modo de revivir lo que ya no existe.
En “Mi tía Leocadia, el amor y el Paleolítico inferior”, un flâneur habanero visita un almacén levantado sobre los cimientos de la vieja casa familiar. Más que recordar, lo que hace es llenar el espacio con la avidez botánica de sus recuerdos. La memoria se transforma, de esta manera, en un efecto necesario del desplazamiento. Vanguardista inevitable, excéntrico sin artificio, Casey escribe con esa pulsión a cuestas, vagando y divagando, provocando hallazgos a fuerza de impulsarse contra las anécdotas, de imponerles una velocidad que sólo él sabe modular.
Calvert Casey, El regreso y otros relatos, Final Abierto, 2016, 238 págs.
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