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Del primer libro de cuentos de Alejandro Zambra puede afirmarse que aglutina sus obsesiones y reafirma su estilo, o bien que transita por territorios ya explorados por él mismo sin aportar mayor novedad. En todo caso representa, para quien haya seguido su trayectoria, una oportunidad para repensarla, y para quien no haya leído al chileno hasta ahora, una excelente vía de acceso, e incluso de resumen, a su universo literario.
Hay cuentos que remiten con claridad a algunas de sus novelas: es el caso, por ejemplo, de “Mis documentos” o de “Instituto Nacional”, en los que un adulto reconstruye parte de su historia personal –también familiar y, por lo tanto, nacional, y viceversa– intentando recuperar la mirada infantil con que la presenció, tal y como sucede en Formas de volver a casa (2011); o “Recuerdos de un computador personal” y “El hombre más chileno del mundo”, que narran desamores tiernos y puntillosos, al igual que Bonsái (2006). Sea como fuere la relación con su obra novelística, la mayoría de los cuentos comparten un tono nostálgico que brinda unidad al conjunto, sin importar que el objeto de la nostalgia sea una computadora vieja, una ruptura amorosa, la infancia, los amigos un tanto bolañescos, el equipo de fútbol que siempre perdía, esas canciones que sonaban tan rebeldes y eran tan cursis, o incluso la dictadura, de la que Zambra vivió sólo sombras, siendo la concertación quizás la más alargada. Y, por supuesto, el otro elemento que estos cuentos comparten entre sí y con las novelas, el estilo con el que Zambra debutó en la narrativa, como si siempre hubiera estado ahí, y que ahora aparece un tanto desdibujado: la frase breve y cuidada, la sutileza radical, la ironía prudente, la repetición casi musical, la escritura autoconsciente, el humor medido, el repudio a la grandilocuencia. Todo esto significó, en cierto modo, una ruptura con la narrativa más barroca y altisonante del boom y ha germinado en una escuela literaria continuadora de una suerte de minimalismo lírico, conformada por escritores repartidos en distintas geografías, como Valeria Luiselli, Rodrigo Hasbún, Mauro Libertella o Elvira Navarro. Nada demasiado nuevo, claro, y el mismo Zambra, en sus ensayos, nos ofrece pistas sobre la tradición latinoamericana a la que se adscribe: la de esos autores –Ribeyro, Vicens, Di Benedetto– que preferían hablar en voz más baja pero no menos elocuente que los Fuentes y los Márquez.
Parafraseando una de las frases más citadas del libro, “los cigarros son los signos de puntuación de la vida”, bien podría afirmarse que los cuentos de Mis documentos son los signos de puntuación de la obra de Zambra. Y uno no puede dejar de preguntarse, con cierta ansia, qué vendrá después de esos dos puntos que representa el conjunto de Mis documentos.
Alejandro Zambra, Mis documentos, Anagrama, 2013, 208 págs.
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