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Hay quienes definen la literatura del siglo XX como una gran indagación en torno al lenguaje. Sin embargo, y por virtud o vicio de ese mismo siglo, esta indagación resulta ser, más acá y más allá, una búsqueda en torno a la relación del sujeto con el lenguaje y con el objeto. Relación que nunca se resuelve porque no es más que el punto supremo de la ideología, una construcción, precaria, una hipótesis sobre la cual fundar una vida posible, o no. Es en este sentido como la literatura de José Ioskyn se conecta con la gran tradición legada por el siglo y la actualiza. Hay en su poética una pregunta constante por las relaciones siempre inciertas, por las invasiones, las intromisiones, que, en un contínuum indecidible, conectan el interior y el exterior, llevándonos desde el territorio del sujeto, con sus percepciones, sus alucinaciones, hasta el objeto, con sus cualidades, su presencia ante el hombre.
Por eso su modo de avanzar en la narración es el de la yuxtaposición. No es un puro fluir de sensaciones, imágenes, pensamientos; no es una descripción realista; no es una construcción de la psicología del personaje: es un patchwork indecidible entre todos ellos que debe recomponerse, y se recompone, en cada caso a su manera. Y por eso también conlleva sus pequeños momentos de epifanía: unos intermezzos (que podrían tal vez llamarse líricos) en los que hay un breve respiro frente a la incertidumbre, porque se hace posible una ligera conexión entre los seres, o entre los seres y las cosas, o entre los seres y el lenguaje, como pasos furtivos en la escalera cuando se está solo y a la espera de algo que no se sabe qué es.
Hay también un dolor que fluye muy discretamente por detrás de esta constatación: lo que hay entre los elementos puestos en tensión no es sino grieta, abismo, y la vida no es sino el terrible esfuerzo de la imaginación por salvar ese hueco. De ahí surgen los grandes actos y también los actos miserables. La escritura de Ioskyn, hilvanada a lo largo de estos cuatro relatos de aire postapocalíptico, por medio de una política de rodeo, casi insensible frente a lo que narra, por medio de sus estrategias de repetición y deslizamiento, conecta al lector con esa zona impensada, con ese casi tabú de nuestra literatura actual: la que suma lirismo e imaginación a una prosa impecable.
Así, en “Agua”, por ejemplo, asistimos a las lentas maniobras, entre la verdad de lo narrado y la alucinación de la protagonista, por acceder al agua, por acumular un museo de recipientes, en un mundo fundamentalmente seco. La sequedad no es sólo la del mundo narrado, sino también la del lenguaje del que narra, tanto como la de los afectos. La protagonista, paso a paso, en busca de la gota que la sacie, avanza por los vericuetos de un mundo inhabitable y teje sus redes, que son las del recuerdo, la imaginación y el anhelo entretejidos, y hace brillar sus hallazgos, similares a los objetos prohibidos que ella misma descubre y adquiere en una feria clandestina. Y de algún modo su destino, entre azar y predestinación, es el de todos: una realización del deseo como inversión de las condiciones materiales de la existencia. No es un poder alegórico ni metafórico el que el texto reclama como clave de lectura: la rotundidad de su lenguaje lo exime de cualquier trampa. Es que el texto y su andadura se convierten en la experiencia misma.
Por eso es posible afirmar que aquí el autor se pregunta por qué relieve de la imaginación es posible en estos días escribir, y hacerlo con sentido, trascendiendo tanto los realismos imperantes como cierta literatura de la gratuidad y del absurdo, es decir, trascendiendo el siglo y su legado.
José Ioskyn, El mundo después, Paradiso, 2013, 216 págs.
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