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Los referentes más obvios de esta ficción del mexicano Juan Pablo Villalobos hay que encontrarlos en las obras paródicas de Eduardo Mendoza, también situadas en Barcelona: únicamente desde determinados supuestos delirantes o dizque inverosímiles se puede justificar que los excesos de realidad se hagan soportables, que de la sinceridad de una autoficción entendida como forma de biografía no salga nadie lastimado en demasía. El humor es aquí, entonces, mecanismo de defensa o válvula de escape, porque definitivamente el mundo que se refleja y los hechos que se van contando en la novela son tan graciosos como lo puede ser la sección de sucesos de un noticiario macabro. Pero bajo esa apariencia liviana, el dispositivo ideado por Villalobos alberga con respecto al predecesor una estructura más compleja por metaliteraria, y tanto como abre el autor el abanico de narradores de su obra en una feliz polifonía, quiere asimilar las influencias de Jorge Ibargüengoitia, Sergio Pitol o Roberto Bolaño, acompañando las vicisitudes del relato con sus justificaciones en forma de aparato teórico sin que tal recurso lastre la fluidez de la trama.
Porque si este tapiz de Barcelona funciona es gracias a la exacta medida en que se combinan ingredientes tan aparentemente incompatibles: la improbabilidad de su planteamiento no apela a la suspensión de la incredulidad porque en su desarrollo se va filtrando una verdad crítica y poliédrica, la estampa fiel de una metrópoli donde coinciden en caótica coyunda doctorandos, políticos corruptos, mafias del narco mexicano, nacionalistas, comisionistas del tres por ciento, argentinos expatriados, okupas y policías locales, pakistaníes y burgueses. Sólo aquel que la ha vivido, alguien con un conocimiento exhaustivo de la ciudad como de su tejido social, de sus habitantes y de sus distritos, de las tensiones entre el suburbio y el barrio alto, entre el multiculturalismo y el ambiente provinciano, puede radiografiarla tan certeramente. Y Villalobos, afincado en Barcelona desde hace más de una década, no disimula tras ese aliento satírico cierta sensación de exclusión y desarraigo: el protagonista de la novela se llama como él, también se dedica a los estudios literarios, ha vivido en las mismas calles, recorrido los mismos lugares y acaba desplazado de su propia historia. Por medio de esa alteridad y vindicando el lado mestizo de la urbe, dando voz a sus migrantes invisibles, no hace el autor otra cosa que suspirar por un hogar que quiera acogerlo sin reservas.
Juan Pablo Villalobos, No voy a pedirle a nadie que me crea, Anagrama, 2016, 280 págs.
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