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Entre los años 1930 y 1931, el peruano José María Eguren publicó una serie de artículos de especulación estética, de comentario sobre novedades artísticas, de menudas observaciones a medio camino entre la crónica y el diario literario, en publicaciones periódicas que por entonces sacaban a la luz algunas de las piezas más curiosas de las letras peruanas. Eguren ya había publicado Simbólicas y La canción de las figuras, poemarios que le hubieron granjeado una reputación singular, digna del inquietante, tan lúcido como infantil (en el sentido más benévolo del adjetivo), tan extraño como nebuloso, programa de versificación simbolista al que dedicó su imaginación feérica. Ya había captado para sí el aprecio de sensibilidades tan disímiles como las de Vallejo, Valdelomar y González Prada. Encarnaba una opción radicalmente moderna en el marco de la poesía peruana de principios de siglo. Había establecido una distancia decisiva respecto al género de escritura modernista habitual en los volúmenes de Lugones y de Herrera y Reissig y, más localmente, de José Santos Chocano. Sus lectores habían comprendido que su universo, como ha escrito Aira, era el de la “fábula nocturna” y que sus procedimientos, si bien regulares en su derivación en arte menor de uno que otro resplandor parnasiano, indagaban una dimensión remota del idioma, en el que la dislocación sinestésica atraía la precisión del pesapalabras y la tribulación de quien vive un poco de espaldas a la Historia. De ahí que la aparición de algunos de los ensayos que escribió a inicios de los años treinta en revistas tan emblemáticas como Amauta, fundada por el Mariátegui de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, sugirieran algo así como el reverso de una paradoja o el desdoblamiento irónico del demonio de las bibliografías. Nada más lejos de la inquietud histórica, podría pensarse, que los ejercicios de prosa poética de un Eguren que hablaba de la belleza como “la santidad objetiva de los ojos, el éxtasis del movimiento” y del paisaje como “un misterio extensivo, un espíritu monótono que se aduerme en la fuente con el rumor del agua”. Y, sin embargo, en ellos se adivina el suplemento perfecto de la original opción poética de Eguren, deleitada por la intuición de lo microscópico y el encanto de todo lo sutil.
Eguren quiso reunir un subconjunto de esos textos con el título de Motivos estéticos, y así aparecieron editados a finales de los años cincuenta. La colección que hoy conocemos con el título de Motivos y que Blatt & Ríos vuelve venturosamente a editar comprende todos los ensayos que Eguren publicó a principios de los treinta, así como unos cuantos textos que permanecieron ocultos hasta décadas después, cuando se consolidó al fin la conciencia de que la prosa de Eguren testimoniaba un modo personalísimo de adentrarse en la cuestión estética, de inquirir los límites de una escritura para la que los motes de “simbolista” o “postmodernista” resultaban cada vez más imprecisos, para la que los nombres y las tesis de William James, Bergson o Panofsky constituían el aliciente idóneo de cara al hallazgo de que “son inagotables las voces de idiomas y dialectos conocidos, pues solamente de insectos hay veinte mil nombres vulgares”. Leer hoy los Motivos de Eguren equivale a redescubrir una postergada confianza en el lenguaje y su exactitud. Quiero decir, una cierta confianza para observarlo y nombrarlo todo desde la atalaya de la prosa que vuelve a encantar al mundo y a detenerse, entre otras cosas, en el problema de la memoria, de la relación entre línea, metáfora y creacionismo, de la esperanza, así como de la técnica fotográfica, de la que Eguren fue un adelantado, y cuyas hipótesis, que prefiguran la actual filosofía de la tecnología y la teoría de medios, esperan un examen a la medida de su innovación.
José María Eguren, Motivos, Blatt & Ríos, 2024, 152 págs.
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