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Las piezas de Angélica, el disco más reciente de Ulises Conti, han sido parte de su formación artística, una suerte de matriz fundacional, el lugar de la largada; de ahí que el título, Angélica, que es el nombre de la madre y a quien Conti dedica el álbum, reponga datos de una autobiografía que la involucra a ella y que vuelven significativa la aparición del disco hoy.
Podemos imaginar, en efecto, a la madre de Conti —ella es la nombrada— en el origen de esos descubrimientos musicales, o bien escuchando a su hijo tocar el piano vertical en una casa de clase media en 2002. Las grabaciones datan en rigor de esa fecha y fueron hechas de manera espontánea y natural. Quien desde siempre se decidió por la composición, o por rumbos que no incluyen el contacto directo con el instrumento, nos devuelve aquí de su pasado al intérprete que nunca fue, pero en el que bien podría haberse convertido, en vistas de lo que escuchamos hoy.
Músico multifacético y expansivo, artista en el sentido más total del término, Conti nos tiene acostumbrados a la experimentación y al desvío, y cuenta en su haber con conferencias performáticas, audio tours, apuestas por el silencio y archivos de sonidos ambientales. ¿Qué se trae entre manos con este disco? ¿Es esta una jugada de la melancolía? A juzgar por el repertorio, sí, puesto que el piano registra ese último momento de la música occidental antes de que las vanguardias vinieran a rediseñar los paisajes de la mente y de la percepción: Ravel, Brahms, Debussy, Scriabin, Saint-Saëns, Ives, Poulenc y Ligeti. Como vemos, hay un claro predominio de la música finisecular francesa, cierto impresionismo ensoñado, aunque también brille un Brahms tardío y rodajas de la ambiciosa sonata de Charles Ives.
Las elecciones tienen el sentido de refrescar al artista lo sido y el camino andado, de iluminarnos al respecto a los que seguimos su trayectoria, y de retrotraernos a una materia previa a las sucesivas rupturas en el marco de la historia en general. Pero además, y puesto que estas interpretaciones no fueron pensadas para hacerse públicas, funcionan como gemas de amateur. Una vez más, su naturaleza silvestre contribuye a sacarles el polvo a las solemnidades y a la tradición, gesto al que Conti nos ha habituado; sus incorrecciones, sin embargo, destilan más ternura que provocación.
En todo caso, porque encontrarles una vuelta a estas grabaciones es reformular un diamante ya cristalizado y al alcance de su autor, combinan estos rescates con otras obras suyas que giran alrededor del hallazgo como condición sine qua non de la tarea artística. Así en Persona 5, el documental que viera la luz en 2019, cuyas sucesivas tomas conforman la obra póstuma del jovencísimo Hikaru, “el muchacho que brilla con luz propia y cautiva a la gente”, muerto en plena pubertad. Como Cide Hamete Benengeli en el Quijote, Hikaru es el autor al comienzo oculto de los materiales rudimentarios y caseros en el origen de ese cortometraje. Objet trouvé de una chica para el joven que en secreto la amó, Persona 5 es el souvenir de un cineasta que no fue y el dulce homenaje a un amor de la niñez. Los adolescentes que Conti ha filmado allí son adictos a la música del videojuego; esa es la cantera para su desarrollo primero, mientras Conti ha tenido en su haber la música clásica, base ineludible para un artista de su generación. Pero en ambas apuestas, en Angélica, en Persona 5 y hasta en los poemas que escribe y publica el autor, está el afán por hacer pie en una etapa que no es la completa adultez, el aprecio por lo que no resulta del artificio ni de la premeditación, y la idea de que las emociones son la brújula para los oficios que practicamos con devoción.
Nunca seremos del todo profesionales, parece decirnos Conti, ni romperemos del todo con lo heredado, ni podremos controlarlo todo. Menos que menos el amor.
Ulises Conti, Angélica, Metamúsica, 2025.
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