El Encuentro Federal de la Palabra, que se desarrolló en Tecnópolis, planteó un interesante programa de conciertos bajo el título de Cruces. Su principio es sencillo y efectivo: dos artistas suben a un mismo escenario, yuxtaponiendo sus repertorios y eventualmente haciendo alguna colaboración. La idea de díptico, con sus contrastes, oposiciones o similitudes, produce un efecto diferente que un escenario múltiple, de festival.
El sábado 21 de marzo se cruzaron Leny Andrade y Carlos Aguirre. Por un lado, una voz clásica de la bossa nova, una artista consolidada en un estilo establecido, una performer profesional y refinada del espectáculo de la canción. Por otro lado, el folclorista buscador, renovador, intimista, referente indiscutido en un micromundo que, a su vez, permanece afuera del mainstream comercial del folclore-pop.
La producción de Carlos Aguirre interesa desde hace ya muchos años. Si quisiéramos expresar en palabras lo más logrado de su música, quizá tengamos que referirnos al sutil equilibrio entre los elementos que la componen y su orgánica interacción. O al manejo de las formas tradicionales (forma como hoja de ruta, como senda y no como molde), a la poesía trabajada, la línea melódica lúcida, la interpretación vocal sutil y a la vez cerebral de los dos elementos anteriores, la armonía profundamente detallada (tanto en la elección de sus pilares como en la sutileza de alguna voz fantasmal), el desarrollo de su escritura pianística (sostén e interlocutor), en fin, un todo mayor a la suma de las partes. En el escenario, solo con su piano, Aguirre revisitó algunas de sus composiciones clásicas, dispuestas en arreglos nuevos que se orientaron hacia la rarefacción de la armonía y la melodía.
Leny Andrade, en cambio, puso en escena un cuarteto de músicos profesionales, arreglos correctos, efectivos, y un plan de vuelo orientado en parte hacia la nostalgia de épocas doradas, pero llevó consigo su voz. Y el contraste en el momento del cruce fue notorio. La brasileña se alejó del lenguaje como si la voz despegara los pies del suelo, convirtiéndola en timbre, en forma curva, en superficie.
El canto de Aguirre, por su parte, remite a una manera de ser y hacer en esta tierra. La introspección, la soledad creadora, el valor de la palabra como signo antes de su valor fónico, la lucidez templada de las frases que no escapan de sus rieles, aunque en ese trayecto claro recorran microespacios plagados de sutilezas y perfiles casi imperceptibles. Leny Andrade, en cambio, montó su voz sobre un escenario musical sólido pero sin sorpresas, para hacerla viajar, en un constante ida y vuelta entre el sentido y el sonido.
Ambos pusieron la palabra en diálogo con la no palabra. Aguirre la contrapone a la armonía, con sus tensiones intrínsecas y su puja con la melodía. Andrade la convierte en timbre una y otra vez.
El misterio de la música del lenguaje podría no tener solución. Para todos existe una música imposible: el sonido de nuestra propia lengua madre, desvestida de significados. Podemos describir la música de la lengua polaca, de la china, pero la música de nuestro idioma queda en la oscuridad cuando nos encandila el significado al que remite. El canto funciona como un ritual que nos ayuda a sobrellevar esa castración, propiciando la alucinación de la palabra que es música pura.
Leny Andrade y Carlos Aguirre, Encuentro Federal de la Palabra, Tecnópolis, Villa Martelli, 21 de marzo de 2015.
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