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Corea del Norte y el ciclo de la arquitectura moderna.
Cuando a principios de la década de los treinta Le Corbusier le escribió una carta a Stalin para quejarse por el fallo del concurso para el Palacio de los Soviets, las vanguardias arquitectónicas europeas se convencieron de que el país que hasta entonces cifraba las esperanzas para el desarrollo de la nueva arquitectura –y especialmente el desarrollo de su habitante ideal: el Hombre Nuevo– había elegido otro camino. El “ingeniero de almas” (la metáfora industrial no sólo estaba presente en el mismo nombre de Stalin) ya había optado por el realismo socialista y este se convirtió en el nuevo enemigo de los miembros del movimiento moderno (aún no teníamos a Boris Groys para plantear las continuidades entre las vanguardias artísticas y el realismo socialista; de todos modos nadie quería reconocerlas ni estaba preparado para eso).
Pero lo que los miembros del movimiento moderno no podían prever era hasta qué punto sus postulados y los del realismo socialista llegarían a confluir en el futuro. Y de qué modo la definición de Le Corbusier del futuro ideal para nuestras ciudades –“un solo arquitecto trazará toda una calle: unidad, grandeza, dignidad, economía”–, una de las más extremas intenciones del programa moderno en arquitectura, sería llevada adelante por el más consecuente y duradero aprendiz de Stalin.
Cuando al final de la guerra de Corea, se confirmó la separación en dos Estados iniciada después de la Segunda Guerra, el líder del sector norte -la comunista República Popular Democrática de Corea- Kim Il Sung, se erigió no solo como Gran Líder, Presidente Eterno, creador de la filosofía oficial del Estado (el Concepto Juché, una combinación de creencias locales con filosofía marxista) y algunos otros títulos (además de que su año de nacimiento habría de convertirse en el Año Uno del Calendario Juché y su cumpleaños en una festividad nacional), sino también en el arquitecto total de la reconstrucción de la devastada Pyongyang.
De modo que la reconstrucción de esa capital, obviamente según la versión oficial, se llevó adelante de acuerdo con el proyecto del presidente Kim (tras cuya muerte en 1994 él sería Presidente Eterno, y el cargo de presidente se suprimiría). Se trataba de una combinación de ideas del urbanismo moderno vistas a través de la lente soviética. Y sobre estos trazados, que iban a regir por completo el desarrollo de la futura ciudad, se construirían los nuevos edificios, para los que se tomaría como ejemplo una extraña combinación de obras tradicionales coreanas con otras del modernismo más ortodoxo. Así Pyongyang aparece como una verdadera Ciudad Frankenstein, construida en base a cruces inverosímiles entre concepciones de la arquitectura absolutamente disímiles, que tal vez no resultarían extrañas a un observador occidental acostumbrado a ciertas obras si no fuera porque en Pyongyang se dan en un contexto en el que el conflicto ha sido absolutamente suprimido. Así, si nuestras ciudades aparecen como el manifiesto físico de nuestra historia urbana, en Norcorea esos edificios se encuentran en un vacío fantasmagórico. Vacío humano, dado que los espacios públicos son inmensos y la movilidad de sus habitantes mínima, y vacío histórico, porque hasta en la arquitectura doméstica el Estado es la única presencia.
Al finalizar la Segunda Guerra, la arquitectura moderna había encontrado en las sociedades occidentales tanto su campo de desarrollo como su vacío de sentido. Forzada a abandonar la construcción de su habitante ideal –las sociedades capitalistas triunfantes en la guerra no estaban muy dispuestas a compartir el modelado de sus ciudadanos– comenzó a cerrarse sobre sí misma hasta perder toda potencia política.
Fue así que el único uso político posible de la arquitectura pasó a ser decretar su muerte. El joven crítico inglés Charles Jencks, en El lenguaje de la arquitectura post–moderna (1978), aprovechó la ocasión para plantear que la demolición de un conjunto de vivienda social llevado adelante en los Estados Unidos en 1972 (casualmente el mismo año de la presentación del Concepto Juché) decretaba la fecha de muerte del movimiento moderno. El conjunto en cuestión era Pruitt-Igoe, un grupo de monoblocs construido por Minoru Yamasaki (el proyectista del World Trade Center, cuya caída es vista por algunos historiadores como el principio del siglo XXI; la manía de los finales sólo compite con la de los inicios), y poco importaba que su fracaso se debiera a las condiciones socioeconómicas en las que vivían sus habitantes (mayormente pertenecientes a la comunidad negra). El caso –y su lectura– fue aprovechado por muchos políticos, y no pocos arquitectos, para olvidarse de las responsabilidades del Estado en el desarrollo de la vivienda para los sectores de menores recursos.
Y cuando la vivienda social, al fin y al cabo el tema central del movimiento moderno, dejó de importarles a casi todos, lo único que quedó fue el ego. Surgió entonces un culto a la personalidad tan extraño como algunas de las obras que los arquitectos estrella se abocaron a producir. Algunas publicaciones de arquitectura abandonaron incluso para sus portadas los dibujos o fotos de obras, con los que buscaban atraer al público, y comenzaron a poner fotos de estas figuras.
Y al sinsentido lo siguió el tamaño. Volvió la vieja pugna por construir el edificio más alto, que la cultura arquitectónica casi había abandonado como problema desde el concurso del Chicago Tribune, y el interés de los medios –y del gran capital y de los Estados también, hay que decirlo– se reencontró con el interés de los arquitectos. Hoy casi no pasa un año sin que nos enteremos de que se acaba de inaugurar el nuevo edificio más alto del mundo, incluso el último de reciente inauguración que casi no se sabe si va a poder funcionar. La extravagancia y el tamaño –alternadas o en conjunto– pasaron a ocupar el centro de la escena arquitectónica.
Corea del Norte siguió su camino. Muerto Stalin, caído el muro, se encontró prácticamente sola en el mundo: China había elegido otros rumbos; Cuba nunca se le pareció. Como no habían leído a Jencks, siguieron construyendo grandes monoblocs de vivienda social –toda la vivienda en Corea del Norte es social– y grandes monumentos. El más notable de estos es la Torre de la Idea Juché, el único monumento que existe en homenaje a una corriente filosófica. Y si en la Unión Soviética se dio un debate muy intenso ante la decisión de construir el mausoleo de Lenin (“es cosa de asiáticos”, “ritos salvajes, indignos de marxistas”, fueron algunos de los comentarios a su construcción), en Corea del Norte se asumieron como asiáticos y no sólo construyen grandes monumentos en tamaño y cantidad inusitados, sino que al pasar frente a alguno de ellos es obligatorio inclinarse (me refiero aquí al mausoleo de Kim Il Sung, que casualmente tiene como inspiración al proyecto ganador del referido concurso para el Palacio de los Soviets). Porque el proyecto de diseño total fue llevado hasta las últimas consecuencias. No sólo un único arquitecto diseñó una calle; también determinó la vida que tiene lugar en ella. Si las calles de Pyongyang impactan por su vacío, los espectáculos públicos impactan por su coreografía; y no solamente en la arena: el público entero participa en las tribunas de manera diseñada y ensayada previamente. De hecho este es uno de los entretenimientos más populares: participar del ensayo de alguna festividad. El Gran Líder y el Estado controlan la construcción de la ciudad y también cómo se la vive.
Cuando empresarios de Corea del Sur anunciaron que construirían el hotel más alto del mundo, Kim, contrariado, decidió superarlos y encarar la que sería la quimera de los tiempos contemporáneos: el Hotel Ryugyong. Es una estructura demencial de 360.000 metros cuadrados y 330 metros de altura, que se empezó a construir en 1985 con aspiraciones de convertirse en el orgullo nacional, y que por causa de problemas técnicos y financieros debió suspenderse durante casi veinte años (recientemente se reemprendió su construcción). Los habitantes de Pyongyang debían remarcar a los extranjeros su valía; pero al detenerse la obra se dio la orden de que, ante cualquier pregunta por la identidad de esa estructura tan vacía como omnipresente, la respuesta debía ser “no lo sé, nunca la había visto”. Lo más notable es que este hotel en nada difiere en su organización de algunos hoteles de Las Vegas (de hecho su estructura de planta no difiere mucho del Conrad de Punta del Este), excepto en que fue construido en un país que no recibe más de dos mil turistas anuales.
Si el ideal de estos tiempos es la suma del tamaño y la extravagancia, Kim Il Sung, con el Hotel Ryugyong, se consagró como el más contemporáneo de los arquitectos. Porque ¿sería tan diferente lo que se produce en Corea del Norte de ciertas obras llevadas adelante por nuestras estrellas de la arquitectura? ¿Las Torres Petronas de César Pelli no calificarían acaso como obra Juché? Corea del Norte no es el único lugar donde se construyen edificios sin que sean necesarios; muchas de las obras que se nos presentaron en los últimos tiempos aspiraban a crear su necesidad por sí mismas. Algunas como el Guggenheim de Bilbao lo lograron. Pero ¿y el resto? Hoy vemos estadios, museos, centros culturales que se construyen sin que se sepa a quiénes están destinados, aspirando a crear sus propios usuarios, que muchas veces encuentran únicamente en la inauguración.
El Hotel Ryugyong y toda Pyongyang dejan de ser una quimera para ser otra señal del círculo trazado por la arquitectura moderna. La cual demuestra así que, lejos de haber muerto como quiso Jencks, ha vuelto, como en cierto modo lo plantea Hal Foster, al momento previo a su nacimiento.
Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Lenf (1998/2008), dibujo, impresión sobre papel, medidas variables.
Lecturas. Kim Jong Il, La filosofía Juché es una original filosofía revolucionaria (Pyongyang, 1996); Boris Groys, Obra de arte total Stalin (Valencia, Pre-Textos, 2008) y el filme de Jim Finn The Juche Idea (2008).
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