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Las desdeñadas virtudes democráticas, económicas y ecológicas de una alta densidad urbana bien planificada.
Que en este momento la maldad que urden los villanos de dos de los programas de ficción del prime-time de la televisión abierta argentina consista en construir torres dice a las claras cómo ven muchos habitantes de Buenos Aires esta tipología arquitectónica. Poco importa que esos sujetos no sean ni arquitectos ni ingenieros sino abogados y hombres de negocios, ni que, en un caso, la torre vaya a ser construida sobre el territorio sagrado de un pueblo originario y, en el otro, sobre la fuente de trabajo de los protagonistas. La recurrencia en el objeto de conflicto nos confirma lo que los medios muestran casi a diario: numerosos porteños desprecian la torre como medio para construir nuestro hábitat. Esta forma de organizar el espacio y la materia se volvió para muchos algo a combatir y, de hecho, une consensualmente en la protesta a personas incapaces de movilizarse para luchar por cualquier otro derecho que se les esté cercenando.
Las torres son artefactos con un potencial simbólico tan poderoso como para atravesar no sólo la historia de la arquitectura sino la de la cultura en su conjunto. Aparecen en los mitos desde la Torre de Babel (mucho antes de que alguien imaginara y desarrollara los modos técnicos de construir en altura); en las Siete Maravillas de la Antigüedad, dos de las cuales –el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría– eran construcciones en las que la vertical prevalecía sobre las horizontales; y, finalmente, en uno de los modos más potentes en que en los últimos siglos personas e instituciones expresan su poder –desde las torres de las ciudades italianas del Medioevo hasta las corporativas del presente–; a esto deben sumarse las torres útiles a cultos religiosos, como los minaretes del islam o los macizos occidentales en las iglesias carolingias.
Y si el peso simbólico es uno de los elementos que las ha hecho más odiosas, debido especialmente a que siempre simbolizaron poder –religioso, político, militar, económico–, también las ha hecho fascinantes y memorables: muchas ciudades tienen, orgullosas, una torre como símbolo. La Torre Eiffel es símbolo de París, la torre de la Piazza dei Miracoli lo es de Pisa, entre muchas otras. Hasta la Revolución Rusa iba a tener su gran emblema en forma de torre con el Monumento a la Tercera Internacional, de Tatlin. Y como síntesis de toda esta colección de potencial simbólico, irrumpe el principal evento político-militar-mediático de nuestros tiempos: el atentado al World Trade Center –o Torres Gemelas– de Nueva York.
Pero si se ha empezado a ver las torres como artefactos útiles es porque en los últimos ciento treinta años se han vuelto, principalmente, más que un modo de erigir símbolos públicos, un modo técnico de organizar el espacio donde se desarrolla buena parte de nuestras vidas. Y es este proceso iniciado con los desarrollos técnicos del acero, primero, y después del hormigón armado como medios de sostén, y con la invención de los sistemas de ascenso vertical –llevados adelante a finales del siglo XIX–, el que hizo posible que las habitemos ya sea como residencia o como lugar de trabajo.
El resultado de esta conjunción que primero sirvió al desarrollo vertiginoso de las ciudades norteamericanas –el skyscraper o rascacielos– fue luego tomado por los arquitectos del autodenominado Movimiento Moderno (movimiento en primer término europeo) para desarrollar opciones para el que sería su leitmotiv: la construcción de la vivienda con condiciones de habitabilidad óptimas y en escala suficiente para cobijar a las nuevas masas urbanas surgidas a partir de la Revolución Industrial. Lo de la habitabilidad, por cierto, valdría tanto para el interior como para el exterior. Así, la mayor crítica de los arquitectos europeos (con Le Corbusier al frente) al rascacielos norteamericano sería su locación urbana y su conflictiva relación con la ciudad tradicional, ya que pronto se descubrió que las angostas calles de la ciudad tradicional no soportaban edificios de semejante altura sin condenarse a la oscuridad permanente. De ahí que esos críticos imaginaran que las torres deberían construirse en grandes espacios verdes; y de este modo las ideas de mejoramiento en las condiciones de habitabilidad olvidaron la ciudad tradicional y el probado funcionamiento de su sistema de espacios públicos.
Entonces tuvo lugar un profundo cambio de sentido. El objeto que fuera el gran símbolo de poder de unos pocos se convertiría en la solución de los problemas más cotidianos de muchos. Y con la atención a lo cotidiano llegó la banalidad. Si el rascacielos comenzó siendo la imagen de la vida metropolitana, pronto las torres pasaron a convertirse en el lugar que el Estado otorgaba a quienes no podían resolver su problema de vivienda por sí mismos, y durante una parte del siglo pasado fueron símbolo de vivienda social.
Sin embargo las torres aún tenían algo para dar a quienes sí podían resolver el problema de la vivienda: condiciones óptimas de vida en lo íntimo e imagen de poder en lo público. Así fue como en muchas ciudades (y la nuestra es una de ellas) recuperaron su potencia simbólica, especialmente después de que el Estado desapareciera como promotor y los nuevos pobres fueran tan pobres (y sobre todo estuvieran en condiciones de tal informalidad) que ya no podían sostener los costos de mantenimiento de esa clase de edificios. Más aún: lo que había sido una búsqueda de gobiernos socialistas (la construcción de grandes torres con servicios centrales múltiples, representadas en nuestro medio por los conjuntos del Hogar Obrero) se convirtió en otro signo de estatus: la torre con amenities. Lo que había sido una posibilidad de confort, deporte y facilidades para la emancipación de la mujer (representado en salas de reunión, gimnasios, lavaderos y guarderías) se convirtió en un emblema de distinción. Y lo que era una herramienta para mejorar la vida de las personas empezó a verse como un objeto perverso, en virtud del cual algunos ganan mucho dinero, otros pocos viven muy bien y muchos más salen perjudicados.
No obstante, frente al nuevo problema de la sostenibilidad energética y el calentamiento global, que tiene a nuestras ciudades como una de sus fuentes principales, la torre vuelve a presentarse como una herramienta de gran eficacia. Porque, si bien para que una torre funcione se requieren grandes cantidades de energía (tanto para su construcción como para su mantenimiento), el modelo de ciudad creado por la baja densidad implícita de las viviendas individuales está creando ya grandes problemas. La gran extensión de territorio que comienzan a afectar y las grandes cantidades de energía necesarias para desplazamientos que implican ciudades de estos tamaños llevaron a alguien tan poco sospechable de alentar la especulación inmobiliaria como el sociólogo Mike Davis a reclamar un incremento de la densidad urbana. Sucede que el modelo de baja densidad no es sólo el de la ciudad extendida que demanda grandes cantidades de energía para realizar los desplazamientos –además de la injusta pérdida de tiempo, que generalmente perjudica a las personas de menores recursos–. Podrá gustarnos la imagen de una familia viviendo en una casa chorizo reciclada –urbana, por supuesto– y parecernos que es el modo de vivir ideal tanto para nosotros como para nuestros hijos. Pero las consecuencias que este tipo de construcción acarrea en el modo de organización urbana son tan terribles como injustas. Muchas personas son condenadas a vivir en periferias cada vez más lejanas y desatendidas. Los costos de construcción, mantenimiento y sostenibilidad son tan elevados que sólo los sectores de recursos altos pueden pagarlos; lo curioso es que lo hacen compitiendo así por el único bien que permitía a los más pobres tener en nuestras ciudades algo parecido a una vivienda cuando el Estado los abandonó: el bajo costo del suelo rural. Mientras tanto, si el acceso a los bienes materiales y simbólicos que una ciudad ofrece se volvió móvil para los ricos, siguió siendo fijo para los pobres, a quienes, de esta manera, la única opción que les queda de acceder a estos bienes es estar cerca; cerca de los servicios de todo tipo –salud, educación, deportes, cultura, etc–. Por esto, para hacerse más justas, democráticas y sostenibles, nuestras ciudades tienen que ser más densas. E incluso para hacerse más ecológicas, porque nada es más destructivo para un territorio que los caseríos hiperextendidos.
Es aquí donde empieza el problema que se mencionaba al comienzo de este artículo: los vecinos de Buenos Aires situados en las franjas más beneficiadas –o sea, los barrios más apetecibles para quienes quieren mejorar su vida– rechazan la herramienta que permitiría el acceso de más personas a los bienes de que hablamos. Lo que no puede dejar de decirse, sin embargo, es que, más que rechazar las torres, rechazan a la población que estas traerían. Porque más allá de su potencia simbólica, las torres siguen siendo máquinas creadoras de densidad. Es esto lo que se odia: la obligación de compartir las ventajas de un sector de la ciudad con personas que vienen de otro. (Según el momento económico esta movilidad será ascendente o descendente, pero siempre indeseable para los primeros habitantes de los barrios.) Para rechazar el crecimiento de la densidad de un área, llegan aun a emplearse los índices de superficie de espacio verde por habitante (y ya hablar de espacio verde y no de espacio público muestra la degradación de estos conceptos). En vez de pedir más parques se pide que no venga más gente. Y basta ver cómo se diseñan ciertos espacios públicos para que quede claro el deseo de expulsar a los sujetos que no sean de los sitios hoy existentes en nuestra ciudad. Claros ejemplos de esto son la “plaza” –de alguna manera hay que llamarla– construida entre la avenida Bullrich y las vías en Pacífico, y el sistemático enrejado de espacios públicos durante la última década.
Cuando se afirma que el rechazo a las torres es el rechazo a sus futuros habitantes, hay que agregar que uno de los argumentos esgrimidos –la banalidad y falta de sentido de estos edificios– también es reaccionario. Y es que aquí puede detectarse una contradicción seria en la percepción de los artefactos culturales. Cualquiera que aspire a tener una comprensión progresista –es decir, justa, democrática, inclusiva– de la realidad en que vive no debería despreciar ciertos modos de producción que, al democratizar el acceso a estos bienes (ya sean materiales o simbólicos) no dejan de banalizarlos. Porque, dentro de una lógica en la que lo aristocrático es prestigioso y lo democrático, banal (al menos en la arquitectura), el momento aristocrático-prestigioso de los objetos no debería preferirse a su momento democrático-banalizado. O al menos debería comprenderse esta contradicción.
Al mismo tiempo es un tópico contraponer a las torres –a modo de crítica– la arquitectura neoclásica que construyó cierto sector de nuestra ciudad a principios del siglo XX. Porque, por cierto, ¿no era a raíz de esa arquitectura que Adolf Loos habló de la “Ciudad Potemkin” (en alusión al ministro de Catalina la Grande que creaba ciudades falsas para contentar a la zarina en sus visitas a su pueblo)? Según este criterio, la ornamentación y el carácter alcanzarían para otorgar sentido; pero ¿realmente es así? Está claro que no, que el problema es más profundo y quizá irresoluble. Quizá no soportemos la naturaleza exclusivamente instrumental de nuestro hábitat, pero ¿dónde está el sinsentido? ¿En las torres o en nuestras vidas? Porque, si el neoclasicismo fue el gran momento de la arquitectura en la Argentina, ¿qué obra de ese período supera en calidad arquitectónica al Teatro San Martín (finalmente una torre)? O al edificio Kavanagh, para el caso (¿debemos recordar a los desprevenidos a qué tradición pertenece?). ¿Se resolvería el problema de nuestra ciudad si sólo se construyeran grandes obras de arquitectura (cualquiera fuese el criterio para juzgarlas)?
Es obvio que una torre que exhibe guardias de seguridad es una grosería antiurbana, sin que importe su diseño. Es por eso que no se trata de eliminar un tipo de edificios sino de modificarlo. Es en el modo de articular los programas de uso donde nuestro hábitat comenzará a cobrar sentido; y esta no es una tarea sólo de los arquitectos.
Cuando las nuevas tipologías de vivienda desarrolladas en los principios del Movimiento Moderno fueron criticadas por monótonas, Hans Schmidt replicó que la monotonía no era un problema estético sino un problema social. Schmidt entendía perfectamente cuál era el nudo del problema. Tal vez lo que debamos empezar a cambiar no sean las torres, sino nuestras vidas.
Imagen [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Cenicero.
Lecturas. Deyan Sudjic, The Edifice Complex. How the Rich and Powerful –And Their Architects– Shape the World (Nueva York, Penguin Books, 2006). Iñaki Abalos y Juan Herreros, Técnica y arquitectura en la ciudad contemporánea (1950-2000) (Madrid, Nerea, 2000).
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