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Hacer tiempo

FILOSOFÍA

 

O del fin que decide su final.

 

La idea de un final ineludible (motorizado por el dato masivo de la muerte) explica la persistencia (y la limitación) de buena parte del pensamiento occidental sobre este espinoso asunto. De Aristóteles a Hegel (pintando con brocha gorda), llamamos final (sustantivo y adjetivo) al término de una acción o al hecho de agostarse y consumirse su objetivo o motivo (su fin), evento que angustia al hombre y lo devasta. La metafísica ofrece un sedante: desde hace milenios, el pensamiento especulativo da apariencia perenne a lo efímero o circunstancial. Acumula razonamientos especiosos que intervienen la noción de tiempo y distorsionan nuestra relación con él. Vista desde su término, la metafísica dibuja una engañosa temporalidad a posteriori: da trazos continuos a la vida e incluye un guión con comienzo, desarrollo y final. Da a entender que la historia personal repite un camino que nos empuja siempre más allá. Con igual lógica unidireccional, la ciencia (nacida al rescoldo de la metafísica) retoma la noción de curso, de vector orientado al futuro. Como vuela una flecha, todo proceso natural se proyecta hacia el frente, elevándose al cielo hasta que, parábola de lo inevitable, decae y se hunde en el abismo de su aciago desenlace.

Pero la metafísica perece, a manos de las ciencias naturales que ayudó a engendrar. Su ordenancismo le pone puertas al campo, sin concretar resultados. ¿Será que esa metafísica se volvió falsable? Buscando desmontar los argumentos del progreso indefinido, la filosofía moderna remplaza a la antigua metafísica y reviste nueva imagen: el círculo del retorno continuo, la repetición. De apariencia contraria, la figuración circular acaba, ¡ay!, tropezando en piedras parecidas al esquema anterior: sitúa al hombre en un tiempo (lo hace caer en el tiempo, sostuvo Émile Cioran); al tiempo en un espacio congruente (perfectamente esférico, pretende Peter Slöterdijk); y a ambos en un cosmos pensable a fuerza de abstracción (la metafísica tradicional no tiene fecha de caducidad: sigue apuntalando la argumentación de mucha gente del siglo XXI).

Ambos tiempos (el de la filosofía perenne y el del racionalismo en sus múltiples versiones) son similares, pero también distintos. Porque si la circunferencia expresa el carácter estático del tiempo mitológico, la flecha se muestra afín al pensamiento histórico. Por tomar un solo ejemplo, existen religiones repetitivas, con peregrinaciones circulares como la del budismo Shingon en la isla Shikoku de Japón, cultos conformistas, quietistas, pesimistas, poco amigos del cambio. Por contraste aparecen religiones dinámicas, históricas, con peregrinaciones lineales (a Roma, La Meca o Tierra Santa), credos críticos, animosos, demandantes. La antropología colonialista británica hizo su agosto oponiendo mito e historia (asimilados a otros pares de opuestos: religión/laicismo, pasado/presente, tradición/modernidad y, por supuesto, Oriente/Occidente) y elaborando teorías pegajosas que sólo hoy día, gracias a Claude Lévi-Strauss y Jacques Derrida, empiezan a ser consideradas simple mitología blanca. Cuando Occidente, defendiendo la idea de religión verdadera, abogaba (y luchaba, y mataba) contra las orientales (Oriente, acota el palestino Edward Said, ya arranca en Siria y Turquía), lo que hacía era optar por una concepción de tiempo, de hombre en el tiempo y de Dios en la historia de un hombre sumido en el tiempo. Sin embargo, y pese a tanto esfuerzo posmoderno, el sentido común (occidental) sigue concibiendo la temporalidad dentro del cauce de aquella antropología optimista (y teñida de metafísica) de la época colonial. Postula una escisión entre: sincronía/diacronía, instante/duración, simultaneidad/sucesión, muerte/vida. Es dualista.

Ahora bien: ¿qué pasa si, saliendo de una visión partida, entendemos al hombre no como ser-sumido-en-el-tiempo (ser y tiempo) sino, más bien, como ser-creador-de-tiempo (ser/tiempo)? ¿Qué ocurre si abandonamos tanto la figuración moderna (recordemos la obsesión baudelairiana por lo nuevo, signo de progreso, de El pintor de la vida moderna) como la posmoderna, resumida en la impactante pecera del poema de Fogwill Lo dado? Habría que usar metáforas espacio-temporales diferentes: el tornado, la espiral o la elipse, aludo al pasar. El hombre podría descubrirse con ellas como fuente surgente y conductor de un tiempo que no avizora final.

Lo planteado se compendia en una proposición: el enigma de la existencia sólo se devela a quien se interna en la experiencia de invención-abolición de su propio tiempo. El empeño de construcción/disolución del tiempo vivido es tarea crucial de todo pensar nuevo. Cuando somos dóciles al sentido común de la tribu (¡vaya si lo somos!: adquirido por ósmosis, luego lo adornamos con oropeles de cultura o con llevaderos discursos de moda), la tesis parece absurda o chocante, extremada. En cambio, cuando andamos despiertos, la dinámica vital generada (háiresis) nos lleva a transgredir, en ocasiones subvertir, ese común sentir. Vayamos por pasos.

 

La existencia es un enigma. Si bien tenemos al alcance de la mano los datos de la vida, su sentido se nos escapa, agua entre los dedos. Lo que somos-en-lo-íntimo sin descanso pugna por salir, chorrear, dilapidarse. Si pedimos ayuda a Georges Bataille, podemos llamarlo fuerza, pasión, deseo, todo expresado en flujos de energía que, mientras lata el corazón, no cesan. Pero ocurre que su efusión se obstruye, por el miedo que produce su incitante promesa: temor, en el fondo, de nuestro propio fondo, que nos lleva a desterrar materia viva en escondite abstruso, donde se acaba pudriendo. En sentido inverso, y para contrarrestar el terror que nos causa vivir, nos dedicamos a explicitar nuestra energía, prueba de que somos (y estamos) vivos. Lo que nos aterra no es tanto la evidencia del final del tiempo (la muerte) sino, por el contrario, la in-certeza sobre lo que impulsa y justifica el lapso que nos fue concedido (la vida). Eso explica que el tema del hombre no sea otro que el tema del tiempo. No comprendemos los movimientos de eso que nos habita: una y otra vez, los tenues discursos que urdimos para explicar la situación vital se nos escapan.

 

La vida es la experiencia del hombre que busca conocer. El río vierte en otro río, un lago o el mar: el agua deja constancia de su condición por el hecho de ser, simplemente, agua en el agua. El hombre, en cambio, es conciencia. La antigua escritura budista Avatamsaka Sutra llega a decir que todo lo que existe está en la mente. Existe en tanto pasa por el registro humano, el cual acredita todo lo demás. Para esclarecer su misteriosa entraña, el hombre sopesa su humanidad al tamiz de la biografía, entendida como biología y como antropología. Así, entender lo que ya se es compromete la totalidad de la vida. Es ese el sentido de la divisa nietzscheana. La vida es el decurso de quien intenta conocer-se en su tiempo concreto, acortando distancias entre pensamiento y acción. Pensar es el gesto, una y otra vez repetido, de formar con las manos un cuenco que intenta que el agua surgente se pare un instante y poder contemplar su vertiginosa transparencia, su brillo extraño. Quien así procede acaso está a punto de cambiar de vida.

 

El pensamiento capaz de cambiarnos la vida surge de experiencias. Es compleja la tarea del hombre. No se limita a la espontaneidad, la naturalidad, el vigor o la terquedad de un existir inevitable (propio de animal). Tampoco basta con que al puesto de comando lo rija una razón especulativa que toma al cuerpo como mero apéndice. La auténtica experiencia es algo distinto: mediante práctica sostenida por un estilo de vida (háiresis), la mente es capaz de buscar (y con suerte encontrar) un discurso que da cuenta de lo que la persona, in toto, experimenta. Porque la persona no es alma y cuerpo, mente y biología sino (como con perspicacia ha explicado desde hace milenios la fisiología del yoga y del zen) OM/AH/HUM: cuerpo-habla-mente, sin fisura, figurados en puntos situados en frente, laringe y corazón. Nótense tres hechos cruciales.

-Desde el centro de la frente, lo que el cerebro comanda es el funcionamiento biológico animal.

-Luego, y de forma que contraría nuestro hábito taxonómico, la mente halla su ámbito en la zona torácica, junto a lo que nos mantiene en vida: el trasiego del aire en los pulmones y el latir del corazón.

-Finalmente, la laringe retoma su derecho a poner palabras a la vida: no hay experiencia fuera de la narración, informe o relato, que vocean (dice Dôgen) sus protagonistas. Lo inefable acaba pereciendo, a manos de discursos asombrados, vacilantes, nuevos.

El triángulo formado por esos puntos dibuja el ámbito dinámico de la experiencia, una que busca trascender el discurso dualista de la crónica usual. Es de una experiencia así que surgen cambios en lo personal: una donde el pensamiento se enlaza con la práctica corporal, donde (sin caer en alucinación o fantasías) la razón expande sus límites y donde el individuo no se queda (más que a ratitos) en un silencio absorto, necesitado como está de forjar palabras nuevas (dice Lacan) o vivas (replica Dôgen), testimonio fiel de un evento singular y al mismo tiempo transferible.

 

Ciertas experiencias modifican nuestra relación con el fin y el final. La experiencia no sólo modifica nuestras coordenadas espaciales (el espacio es la investigación de la prajna, afirma Dôgen) sino también las temporales. Subvirtiendo el ámbito del tiempo lógico (Lacan), el zazen (práctica de meditación de la rama Soto) se dirige a la disolución del tiempo (como afirman avisados neurólogos). Lo que aquí se plantea a más de uno puede parecerle literatura, alucinación o teología. Entonces, y dado que resulta ajeno al cauce principal de la ciencia normal de Occidente, situemos la reflexión en un modo de razonar que no resulte chocante. Partamos de las neurologías más firmes con las que contamos, las de Paul Chauchard, Eileen Luders y, sobre todo, James Austin. Mis notas sólo sirven ahora para introducir dos preguntas:

-¿Cómo la mente construye el tiempo?

-¿Cómo el zazen lo des-construye?

 

Construcción del tiempo. El tiempo es un constructum, algo que la mente elabora. Tiempo vivido, lo llamaban Maurice Merleau-Ponty y la Gestalt. La mente construye y reconstruye todo lo que registra. Nuestra experiencia del tiempo depende de cómo refaccionemos un hecho pasado y de cómo imaginemos un hecho futuro. Lo hacemos combinando dos aspectos:

-la consideración de una forma o estructura, vivida como sincronía (aludiendo a Bataille y a Dôgen, se me ocurre llamarla instante silencioso);

-la explicitación de un proceso o sentido, nuestro hilo diacrónico (aunando a Lacan de nuevo con Dôgen, llamémoslo proceso parlante).

Ya que dependiente de nuestra mente, el tiempo resulta elástico, variable. Para el niño que juega, el tiempo se comprime en un instante. Una persona deprimida siente, en cambio, que el reloj se detiene. Si reconstruimos el tiempo río arriba, establecemos un pasado (por ejemplo: el de la disciplina histórica, abstracta, aunque sujeta a continuas revisiones). Si proyectamos el tiempo río abajo, imaginamos un futuro (el ámbito psicológico y también sociológico del todavía no, pero posible algún día). La rememoración y la proyectomanía por costumbre aprietan el ahora, reducen al mínimo su ámbito, anulan la percepción de lo que, para nosotros, es de hecho el único tiempo observable. La mente deja de focalizar el presente y se dedica a excursionar por recuerdos y temores. De modo que vive repleta de pensamientos intrusos. En el plano del humor, por así decir, el tráfico es tan intenso que no nos deja centrarnos en el momento presente y, en consecuencia, constatarnos plenamente vivos.

 

Des-construcción del tiempo. En el plano del razonamiento vulgar (en el sentido de Gaston Bachelard: no guiado por una pauta metódica), nuestra mente tiende a equiparar (a poner en ecuación) el tiempo (concebido como secuencias, por ejemplo: pasado/presente/futuro) con el espacio (medido según la distancia): un viaje en avión ilustra lo que quiero decir. Ahora bien, ¿qué pasa cuando secuencias y distancias se atenúan hasta minimizarse? Desde el punto de vista neurológico, sostiene James Austin, el tiempo tiende a evaporarse y a desaparecer de la mente. Agrego que todos conocemos experiencias donde ocurre algo parecido. Mencioné el juego del niño (o de artistas-hechos-niños) como sistema de disolución del tiempo: el crío llega a la luna con la mente, vive la duración como un instante. Según investigué en Brasil hace años, el trance afrobrasileño de la umbanda logra parecida performance, mediante danza, música y cachaça: la conciencia abarca otros espacios (incorporación de almas, en lugares distintos de tiempos idos) y no registra el paso de las horas, según declaración generalizada de los pais-de-santos al referir su trance. Finalmente, así también se explican los resultados de la ingesta de ciertas drogas psicotrópicas.

En similar contexto, el zazen, meditación sentada del zen, se presenta como una práctica destinada a desmantelar progresivamente nuestro sentido del tiempo, o sea la estructura mental que sostiene el pensamiento secuencial, y a reconstruir nuestra experiencia en base a un discurso distinto. ¿Qué pasa con el tiempo durante el zazen? La pregunta no sólo se refiere a estadios de meditación avanzados como kensho –absorción– o satori –conocimiento intuitivo–, sino a la práctica habitual de sentarse enfocando la nariz, la respiración y la cavidad torácica: eso sería zazen, en pocas palabras. Veamos la secuencia de una sesión de treinta a cuarenta y cinco minutos.

-El hecho simple de sentarse adoptando una posición física relajada encoge el cálculo intuitivo del tiempo. Si pasaron treinta segundos, la persona declara haber pasado veintiséis segundos, explica el doctor Austin tras quince años de experimentos. El sedente siente que es poco, que le falta tiempo.

-En cambio, sentarse en zazen (postura de loto o semiloto) expande o amplía el cálculo del tiempo. Si pasaron treinta segundos, el meditante declara treinta y siete. El tiempo se le pasa más rápido que lo habitual.

-Según avanza la sesión, la respiración se va atenuando, hasta llegar al mínimo, mientras el arco respiratorio (tiempo de una inspiración y expiración completas) se expande a diecisiete-veinte segundos (hago notar: la métrica de un poema haiku persigue igual ritmo). Pero la estimación alcanza, sigue Austin, aproximadamente el doble.

-De forma paralela, mirarse una y otra vez la nariz (foco de atención de ojos casi cerrados) –y por ella la respiración– afila la atención. Lo que miro ES AHORA. La densidad y amplitud que adquiere ese momento (actualizado con cada inspiración) achica y confunde el largo del pasado (recuerdos) y del futuro (planes).

 

Ya que imaginamos el espacio con más facilidad que el tiempo, podremos expresar lo anterior de otro modo:

-Somos nuestra mente.

-La respiración absorbe (aspira) los pensamientos, enroscados en el torrente respiratorio.

Eso que somos ingresa en un espacio cada vez más silencioso, cada vez más vasto, más vacío.

-Percibo que ESTOY AQUÍ. La densidad y amplitud de este aquí agranda y difumina la sensación de distancia respecto a lo que miro y respecto al lugar en que me encuentro.

 

Entonces, ¿qué le pasa a la mente? Los contenidos mentales (pensamiento, sensación, percepción, emoción) a un tiempo se ralentizan y adelgazan.

-La mente se adecua al ritmo (cada vez más pausado) de la respiración: es experiencia común del meditante, incluso en el inicio. El tiempo suspende su ritmo secuencial: los latidos son más espaciados, recuerdos y proyectos se hacen tenues, no sabemos decir cuánto tiempo pasó.

-A su vez, la conciencia se difumina en el vacío torácico. El espacio suspende su capacidad de discriminar la distancia. ¿Estoy dentro o fuera? ¿Cuán pequeño o grande es el lugar en donde estoy? ¿Parece que estoy flotando?

 

Experiencias, cuestiones que reclaman un distinto tratamiento discursivo del tiempo, plenamente diferenciado de lo que, decía más arriba, algunos por descuido llaman religión, patología o mera (aunque benéfica) gimnasia. Tratamiento que contribuye a la elaboración de un pensar nuevo sobre nuestra vida en el tiempo. Somos hombres haciendo tiempo, haciéndonos amos (constructores, destructores) de nuestro tiempo.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Totloop (2003), film 16 mm.

Lecturas. La doctrina zen sobre el tiempo se desarrolla en el Shobogenzo de Eihei Dôgen (versión inglesa de Gudo Nishijima y Chodo Cross, Saitama, Windbell Publications, 1994, 4 vols.). Surge una vertiente comparativa a partir del pensamiento de Martin Heidegger, en particular su obra Ser y tiempo (versión española de Jorge Rivera, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1997). Ambos pensadores obviamente no cruzaron lecturas aunque sí lectores recientes, entre los que aquí se citan el filósofo Carl Olson (Zen and the Art of Postmodern Philosophy, Nueva York, State University of NY Press, 2000) y el neurólogo James Austin (Zen and the Brain, Boston, MIT Press, 1998).

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