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Enamorado

CRÍTICA

 

Sobre las luminosas lecturas críticas de Pablo Sicardi.

 

En el paisaje desleído de nuestra prensa cultural relumbran dos veces al mes, ocasionalmente tres, las reseñas críticas de Pablo Sicardi en el semanario Diagonal. Cuando ya nos resignábamos a dar por extinguida la especie, brilla por fin un crítico capaz de librar al lector de las trampas de la mercadotecnia y orientarlo en el popurrí de las librerías. En dos páginas formato tabloide, ocasionalmente tres, Sicardi se explaya a gusto sobre sus últimas lecturas, un espectro muy variado de novedades que no descarta el ensayo ni la poesía pero prefiere la ficción, y en el que la narrativa argentina o americana se mezcla borgeana y despreocupadamente con la europea o la oriental. Para desvelo de todo lector voraz, Sicardi parece leerlo todo, pero es apenas un efecto de su perspicacia en la selección. Aunque su curiosidad es infinita y está humanamente al día con los escritores argentinos y los latinoamericanos, admira hasta la idolatría a algunos centroeuropeos, a tres o cuatro franceses, a un par de italianos y a algún español, tiene debilidad inocultable por los anglosajones. Salvo raras excepciones (un largo ensayo sobre la obra del director taiwanés Tsai Ming-liang y otro sobre el austríaco Michael Haneke, por ejemplo) solo comenta libros, pero sus filosas referencias al cine y al arte contemporáneo dejan ver que no concibe la miopía forzada del especialista y piensa el “arte en general”. No es la amplitud del espectro, sin embargo, lo que más sorprende en sus lecturas. Los acopiadores de páginas, ristras de autores y títulos abundan entre los críticos, pero lo que lo vuelve único en el espacio vital que media “entre los reseñadores ramplones de los diarios y los recolectores de polvo de la academia” (la ironía, citada en una de sus reseñas, es del británico Clive James) es una mezcla de rigor y efervescencia, inteligencia y gusto, densidad y transparencia. Sicardi lee como quien sale de viaje a un país desconocido y vuelve del paseo transformado: comparte con el lector el arrebato frente al hallazgo, contagia entusiasmo a medida que avanza en el comentario, plantea buenas preguntas, las responde, ilumina la generalización con ejemplos, no descansa hasta encontrar una formulación precisa para una peculiaridad poética y es un portento de claridad y sutileza. No hace alardes de estilo que competirían en vano con el del autor u opacarían la limpidez del argumento, pero escribe sobre literatura, entre otras cosas, porque aprecia la buena prosa; no le alcanza con la mera redacción instrumental y cultiva una lengua precisa, suelta, rica, graciosa. En poco menos de dos años, digámoslo de una vez sin temor a exagerar, ha compuesto sin proponérselo (editores, atención!) una antología del mejor ensayo crítico que se ha escrito entre nosotros en los últimos tiempos, en cualquier género y medio. Habida cuenta de la proeza y considerando su edad (es sorprendentemente joven), cabe preguntarse: ¿cómo lo hace?

El espacio, para empezar, no es un detalle menor librado al azar. Que para revitalizar el género Sicardi haya preferido las páginas de un semanario de actualidad heterodoxo como Diagonal, con una sección de cultura muy nutrida pero despareja, es su primer y más enfático enunciado sobre la crítica en los medios. Sabe que la elección soberana del libro, el plazo holgado, la extensión generosa, la certeza de integridad y la estricta periodicidad de los artículos son requisitos no negociables para garantizar la necesidad, el ímpetu y el rigor crítico con los que ir afianzando una voz propia –confiable, simpática, adictiva incluso– que el lector pueda reconocer, acompañar y hasta esperar. (Cuando los suplementos de los grandes diarios reconozcan por fin esos principios básicos del funcionamiento de la crítica en la prensa cultural, aceptarán encantados sus condiciones y todos ganarán lectores: Sicardi, la literatura y los suplementos.)

Saber y gusto, claro, son también indispensables en el ejercicio solvente del género. Sicardi no se entrega a las jergas metalúrgicas del textualismo, ni al mero sociologismo, ni al historicismo árido, ni al abuso de la théorie que atrofia mucha producción crítica (y ocupa, de hecho, un lugar muy marginal en la carrera de Letras), pero tiene sin duda una formación sólida que ha ganado en la academia. Su enciclopedia es una combinación personal de estudio sistemático y deriva caprichosa por la literatura del mundo, dosis considerables de ensayo y filosofía, mucha curiosidad y sobre todo desprejuicio. La docencia lo estimula (se intuye en la vena pedagógica de sus lecturas) y sabe que hay en la universidad más contracción al estudio, más concentración y pensamiento riguroso, pero es probable que nunca avance demasiado en la carrera de obstáculos de los claustros y termine abandonándolos. La comprensión cabal de las tramas institucionales, la elaboración de enjundiosos papers (partes de “un trabajo mayor” que nunca se completa) y el globetrotting de los congresos, todos requisitos indispensables para hacerse un lugar en la academia, le robarían preciosas horas de lectura disfrutable que no negocia a ningún precio.

Pero hablamos también de gusto. Sicardi sólo escribe sobre libros que lo deslumbran, lo inquietan, lo perturban o le disparan preguntas, autores con los que contrae inmediatamente una deuda de gratitud que la lectura intenta saldar, o en los que encuentra una constelación luminosa de atributos nunca vista, un artefacto curioso, una forma, un uso de la lengua o de los géneros, una vía insospechada de pensamiento o acceso al mundo, que inmediatamente se siente desafiado a nombrar, caracterizar y compartir. Ese primer e indefectible estímulo para escribir sus lecturas lo separa claramente de una fauna muy variada que ha reemplazado a la especie genuina del crítico: los burócratas que cumplen con las exigencias del género a reglamento (campeones del estereotipo, los arabescos inconducentes y la dilatación de las solapas), los mandarines que anteponen el dogma a la lectura y dictaminan qué y qué no hay que leer, los arribistas a los que abrir juicio (sobre todo negativo) les da un cosquilleo de poder, los sádicos que destrozan deportivamente libros malos y los resentidos que sólo señalan fallas de los buenos, los tecnócratas que describen “operaciones”, “construcciones”, “mapas” y “sistemas”, los venales que sólo intercambian favores o comentan libros de sus amigos, los eternos jóvenes (obligados a entrar en la órbita del último cínico, el último excéntrico o el último marginal por miedo a perder el tren), los dinosaurios, los oscuros, los sencillamente ágrafos. El nervio de sus argumentos podría acercarlo a los bloggers y sus debates virtuales, pero el tiempo (y las lecturas y relecturas) que invierte en cada reseña transforma los comentarios repentistas y livianos de la web en virtual hojarasca. Sicardi no es un detractor de la crítica en la red pero detesta (lo ha dicho entre líneas en varios de sus artículos) sus inflexiones autóctonas: las compulsas de opinión, los rankings, la ligereza, la frivolidad sobreactuada, el narcisismo, el anonimato cobarde y la violencia salvaje. No comparte, es evidente, una idea de la política de la cultura que deja muy poco espacio para la admiración razonada y el disfrute, alejados del poder y la autopromoción.

Pero el centro medular de su revitalización del género, en realidad, reside en el ejercicio mismo de la lectura crítica. Porque ¿qué lee Sicardi cuando lee? ¿Qué escribe después? Para empezar, tiene un talento imponderable para presentar el argumento de una ficción, el plan de una obra, su tema central o su materia. Las síntesis son ya una versión microscópica de la lectura, labrada en la filigrana de los adjetivos con los que califica a los personajes o los procedimientos, en el modo en que anuda causalmente los motivos o los sucesos, en las fórmulas económicas (aforísticas casi) con las que, interesada y estratégicamente, condensa líneas que luego la crítica despliega y crean en el lector la urgencia incontenible del libro. A veces señala allí mismo genealogías, distancias, aires de familia. No alardea con referencias decorativas a otros autores y otros libros, sino que compara y contrasta para acercarse más a la singularidad del que está leyendo. Porque lo que lo desvela a Sicardi de ahí en más es arbitrar todos los recursos disponibles para caracterizar con precisión esa molécula que define al escritor, esa combinación propia de lecturas, materia y procedimientos que lo distingue (“eso que descubrió por sí solo”, según la fórmula feliz de otro británico, James Wood, o el clarísimo “La inventó” de nuestro David Viñas), para decirnos después qué aparece detrás de esa forma nueva. Véase por ejemplo el comienzo de uno de sus primeros artículos: “Afanosa, audaz, extrema, callada, solo una ristra de adjetivos que se anulan puede aproximarse a la agitada densidad de la escritura de W.G. Sebald. Cuando apareció su libro Los emigrados recordamos inmediatamente el comentario de Walter Benjamin sobre Proust: todas las grandes obras fundan un nuevo género o disuelven uno anterior. Nos enfrentábamos al primer escritor contemporáneo desde Beckett que había encontrado la forma de oponerse al buen gobierno de la forma novelística convencional, y empujar al realismo al autoexamen”. A veces puede describir una peculiaridad formal o una visión del mundo de la obra en una frase (“La novela es tan pertinentemente concreta, tan atenta al retratar las minucias del mundo imaginario, que su dimensión alegórica no nos afecta sino como un eco, o un fármaco que se disuelve lentamente en nuestro metabolismo”, escribió sobre Nunca me abandones de Ishiguro) y a veces le basta con un adjetivo (la ambición “tentacular” de Don DeLillo, “la prosa libre, pragmática, aparentemente desanoticiada de sus efectos literarios” de Philip Roth). Pero no solo cuentan sus certezas, sino también, y quizás más, el teatro de sus vacilaciones frente a la extrañeza de lo que ha leído, que la lectura pone en escena como un bastidor transparente del juicio. No se enamora de sus ideas ni las suelta cual oráculos sellados que paralizan el pensamiento del otro, sino que avanza y retrocede, siembra dudas e invita al diálogo. Véase si no en este breve catálogo extraído de sus últimas lecturas: “Hacia el final, descubrimos que, como cualquier ser humano, Ravel se nos ha escapado. Pero ¿no es precisamente eso lo que nos lo ha acercado?” (“Ravel de Jean Echenoz”). “Esa sencillez cortante distingue a sus poemas más hondos. ¿O es la economía? ¿O la respiración?” (“El salmón de Fabián Casas, reeditado”). “¿No bastaba con esa audacia para el intimismo y el sentimiento trágico, vertida en una prosa inspirada, incomparablemente suelta (y, si se me permite, verdadera), única en nuestra literatura reciente? ¿La alegoría social no es innecesaria? Quizás no” (“El desperdicio de Matilde Sánchez”). (Porque digamos al pasar que, a diferencia de la mayoría de sus pares hombres, Sicardi lee también a las mujeres, no por cumplir políticamente con la cuota, sino porque, frente al inclaudicable machismo que reina incluso entre nuestros varones más progresistas, no reduce el género femenino a las extravagantes tiempo completo, las sobreactuadamente tontas, las fálicas y las locas.)

Como se desprende de los ejemplos, Sicardi ha recuperado para la crítica la discusión sobre la intención y el valor, pero el juicio se desprende naturalmente de la lectura y no del corolario forzado de dos o tres adjetivos salpicados en el cierre. Sabe además que el estilo no es ornamento del pensar sino su misma sustancia y hace de la claridad un estandarte: escribe con gracia pero nunca se monta en la ola de su prosa, reduciendo a pura espuma el argumento. Con una oportuna constricción del yo, equilibra idea y goce con una lengua precisa (la claridad es enemiga del autoengaño) que se permite la deriva, sí, pero nunca pierde el rumbo del pensamiento; lo indignan por igual la mediocridad y la inteligencia autoindulgente. No hace mucho, en un desliz catártico sobre el estado de la crítica, citó estas gemas de algunos de sus colegas, que colecciona sin firma: “Siempre con la misma coherencia ideológica e inteligencia aguda, sus libros son siempre sorprendentes en cuanto a lo literario”. “A pesar de asentarse en la mirada de su protagonista, la novela logra hacer ingresar la diversidad y la mezcla, aunque en todas las historias habita por igual un trasfondo sórdido, que, en cierto punto, también está en simbiosis con ese espacio de la ciudad.” “Novela de acción, Springfield contagia su ritmo en cada capítulo y logra el objetivo de entretener y pasar un buen rato. Al fin y al cabo, algo similar a lo que todos buscan cuando se encuentran entre amigos.” Sicardi se preguntaba con razón: ¿cómo confiar en el juicio literario de gente que piensa y escribe tan mal?

En este panorama desolador sus críticas descollarían sin demasiado esfuerzo. Pero no. Artículo a artículo, Sicardi intenta leer más despojado de prejuicios y mejor. Sólo cabe esperar, entonces, que no se desanime y haga escuela. Y algo más. Nadie le pide que pierda tiempo con el furor antológico del marketing juvenil ni que se inmole en el “compre nacional”, pero bien podría leer un poco más a los compatriotas de su edad. Y todavía algo más. Algunos artículos ganarían en fluidez con menos profusión de citas. Aunque pensándolo bien, entre tanta medianía y narcisismo, cómo no perdonarle que copie abundantemente, cual enamorado rendido, esa voz que lo cautiva.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Campo (2003), p. 31.

Lecturas. Los artículos de Pablo Sicardi citados fueron publicados sin excepción en la revista Diagonal, entre octubre de 2005 y setiembre de 2007. La cita de Clive James pertenece a Cultural Amnesia (Nueva York, W.W. Norton, 2007), seguramente en la biblioteca de Sicardi, junto con The Broken State (Nueva York, Cape, 2000) y The Irresponsible Self (Picador, Nueva York, 2005), de James Wood, Ensayos críticos, de Roland Barthes (Barcelona, Seix Barral, 1983), La Argentina en pedazos, de Ricardo Piglia (Buenos Aires, Ediciones de la Urraca, 1993) y Escritos sobre literatura argentina, de Beatriz Sarlo (Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2007). La sintonía de su “Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro” con “Ishiguro. Estado de suspensión”, de Martín Schifino (Otra Parte 6, invierno de 2005) es notable.

1 Ene, 2008
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