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Apuntes sobre la posible utilidad de las historias inútiles.
No termino de salir del sueño cuando la conciencia profana el amanecer con su monodia de planificaciones y reproches. Esto se agrava con las horas. A las tres de la tarde, el puesto de un florista reluce de colorido y un hombre de traje beige compra un ramito de fresias, las huele y lagrimea. Un enjambre de asociaciones se precipita a aumentar la realidad del instante, o su vacío de significado, pero en eso llega el colectivo y la conciencia ya se apura a evaluar el interior, y calcula cómo hacerme con un asiento, cuánto puedo leer en el trayecto, dónde conviene comprar el pollo, cuándo examinar lo que me propuso GM, y la eventual revelación se ha desvanecido, y con ella la posibilidad de contacto con lo que hay. Siempre es lo mismo. Somos anti-joyces: las epifanías de lo ordinario se dispersan al viento de las necesidades.
Básicamente el pensamiento funciona de dos modos. El paradigmático procura crear sistemas de descripción y explicación, generaliza, atiende a los asuntos prácticos cotidianos. El modo narrativo se ocupa de las intenciones y acciones y encadena las vicisitudes con sus consecuencias. Se supone que las historias que contamos o nos contamos se encargan del acontecimiento: de relacionar los cambios con la fugacidad de la persona y darles un punto de vista. Agrupan imágenes por analogía, por semejanza, y las enfilan en el lenguaje simulando causalidad o coincidencia. Sin embargo, ya se sabe que el lenguaje es rápido para hablar por nosotros. El lenguaje es la cárcel del pensamiento y el instrumento preponderante de control; sobre todo ahora que el usuario de una lengua se confunde con el consumidor de mercancías, entre ellas la mercancía sentimental y la política. El sujeto escuálido de palabras, incapacitado de usar subordinadas que expresen algo complejo o matizado, y por lo tanto de pensarlo, luego de sentirlo, piensa y siente con las historias que le endosan.
No hay vida común ni supervivencia sin relatos, pero no hay vida falta de acontecimiento. No hay verdadera vida común cuando el acontecimiento queda neutralizado por un menú de historias que la conciencia ya tiene implantadas, todas con sus formas sistemáticas. No sólo las de uso masivo –eslóganes, posts confesionales, mitos de la pantalla, tuits, taxonomías del periodismo– sino también las del palacio de la Literatura. El lenguaje distinguido, la abundancia de nexos psicológicos o sociales, la ética formal del punto de vista, la tipificación de caracteres, las ineludibles pizcas de misterio, morbo, proeza y moralidad, las reglas de equilibrio y vividez, todo el aparato de tensión, reposo, expectativa y absorción sensible que derivó del realismo y luego se perfeccionó con aportes del cine y robos a los experimentos vanguardistas, han convertido una y otra vez la novela en calmante estético para el malestar y útil de colaboración con el abarcador sistema formal de las oposiciones complementarias, por muy altruista que fuera el mensaje.
Pero en casi igual medida ha persistido el deseo de abrir las formas a los esplendores y amenazas del desorden. La dialéctica entre un principio de realidad hegemónico y el anhelo de un orden lábil, y hasta de un caos, movió a la literatura desde el romanticismo hasta hoy en la búsqueda de formas cognitivas, perceptuales y lingüísticas para la experiencia (social, sensual, sexual, mental). Negación, contra o antidiscursos técnicos y científicos, repudio del canon digerido por los sistemas, transgresión, ironía, irrisión, acción política: el legado de los escritores insatisfechos es una enciclopedia de procedimientos para rasgar la ilusión, disipar el engaño y, mientras el mundo de la conquista se aplica a aniquilarse, ensanchar la percepción de lo real con mundos posibles, dolorosos o desopilantes: una estética amplificada.
Para William Burroughs la palabra era literalmente un organismo vírico, un agente físico de reproducción de contenidos. El virus se expresaba en el sujeto huésped en forma de dependencia de las líneas, un fenómeno medular, comparable a la adicción a la heroína, que afectaba a toda la civilización y a cada conciencia. Burroughs detectó la relación íntima entre la narrativa lineal de nudos y desenlaces, la serie aguja-droga-vena y la serie del tipo Dios-País-Clan-Familia-Matrimonio-Yo, que cristalizaba en el gran relato de la consumación de la Historia, cristiana o revolucionaria. De modo que rehízo la novela como arma para reventar la conciencia, derramarla en múltiples planos e incorporar a la mente todo lo que el automatismo de la línea le impide experimentar. El dispositivo clave de la operación es el hoy famoso cut-up, un sistema de corte del párrafo o la página para pegar los fragmentos en otro orden, luego enriquecido con pedazos de textos de todo tipo, propios, citados o robados, una suerte de collage verbal, y más tarde practicado con cintas de grabador. El párrafo poliédrico dispondría la conciencia a captar los planos múltiples y cruzados de cada situación; reemplazar la sucesión por la sincronía. Burroughs se proponía nada menos que suplantar la rigidez del tiempo por la heterogeneidad del espacio. En la novela-instalación que puso a punto y haría escuela caben el ensayo telegráfico y una mitología del humor sedicioso: la Máquina Blanda, los gángsters galácticos, el Chico Subliminal, la Interzona.
La consigna era: ¡Corten las líneas! Huelga hablar del florecimiento de los métodos de Burroughs en el mundo de los remix, la copia, el sampler, el powerpoint y la celebridad de lo amorfo. Pero él creía que esos métodos podían servir para la acción sediciosa concreta, como probablemente sucedió alguna vez, y hoy uno se pregunta si la dispersión de la conciencia en astillas, la rotura y la recomposición en forma de cut and paste, las prótesis sonoras y visuales no son ya los dispositivos corrientes mediante los cuales el ciudadano concentracionario ofrece inmediatamente sucesivos planos de su cara. La imaginación del tecnoprimitivo actual depende de apresurados reordenamientos de historias ofrecidas por el periodismo de sucesos, los mitos del espectáculo, la chismografía de Internet y el reciclado terminal del gran archivo de la novela. El estilo distintivo del malcriado sujeto de exhibición es lo novelesco. Pero como todos ya conocen las historias, resulta que nadie las escucha, y al fin nadie se distingue.
La maestría de las series de televisión dio la patada definitiva a la flaca idea de que para un narrador sólo se trata de contar bien una historia. Es evidente que en literatura se trata de algo más denso. Pero la más respetada idea de que sólo nos liberan de la dependencia las novelas sin historia también está quedando caduca. Para abrir la vida al caos hay que acabar con la etiqueta de la Literatura: en esto dio la política de la palabra, y es muy justificable. Sin embargo, no hay muchas vías más eficaces que los relatos para sacudir el condicionamiento, poner en crisis el examen que cada cual hace de sí y modificar la percepción, el entendimiento de cómo funciona el mundo y los caminos de la acción. Claro que si algo hace la literatura con la rebeldía es no hipotecar los sueños al sentido, como hacen los relatos de la revolución. La literatura recela de su influencia. Una buena historia nunca está concebida de cabo a rabo. Su pieza sustancial es el enigma. Su ánimo, un sigiloso distanciamiento del discurso social.
El discurso social según Marc Angenot: “Todo lo que se dice y se escribe en un estado de sociedad, todo lo que se imprime, se habla o se representa en los medios electrónicos. Todo lo que se narra y se argumenta, si se considera que narrar y argumentar son los dos grandes modos de puesta en discurso”. O bien, más que esa cacofonía, los sistemas genéricos, los diversos repertorios tópicos, las reglas de enunciación que organizan todo lo decible, los factores de poder, los grupúsculos disidentes, las doctrinas, los eslóganes, la búsqueda estética, la doxa trivial. “En un momento dado, todos esos discursos están provistos de aceptabilidad y encanto”, dice Angenot. Pero hay un encanto que la Ilustración expulsó del mundo y espera palabras.
En un momento dado. Lo repito para recordarme que esto no es un manifiesto sino un surtido de apuntes coyunturales. Por cierto, la cuestión de los caminos de la narrativa se ha estabilizado bastante. Hay narradores que dan por sentado que consideraciones como estas no atañen a su obra y escriben competente, traduciblemente con la memoria puesta en la tradición central y la voluntad en el agónico avatar contemporáneo del lector común. Otros profundizan la gran tradición asimilando experimentos y rupturas, con resultados superiores en algunas novelas y con eventual riesgo, por gordura retórica, de colapsar en argumentos vencidos. Hay narradores que eluden el argumento en favor de la deriva, un mandato poético, a veces casi existencial, que redunda en paseos por jirones de muchas historias, en constelaciones de anécdotas y asociaciones mentales, y a veces, a fuerza de no contar nada, en la apertura de una dimensión sin medidas. Están los que socavan, desmontan y saquean el fabuloso banco de la literatura, y otros bancos, y se valen de las piezas para reensamblarlas en estructuras insólitas, de deliberada falta de solidez, que vuelven la literatura sobre sí misma en una exasperación del procedimiento que es una promesa de autarquía. Hay narradores que, confiados en la invención, en la mirada que no sabe, tiran de una imagen germinal, por extravagante que parezca, en busca de las peripecias que contiene, de hallazgos y hasta del conocimiento, sin temerle al retorno de lo sobrenatural. Están los grandes recreadores del realismo satírico, necesariamente elocuentes, mordaces, y un realismo lírico, parvo y como resucitado, y hay todo tipo de intervenciones genéricas. A menudo dos o más de estas especies aparecen hibridadas, en el continuo de una historia que antes nunca habíamos leído.
Contar es una búsqueda de contacto. Ah, piensa uno en su voluble ansia de verdad, si pudiera contar como canta el pájaro, porque es su naturaleza; pero no: el trino también sirve para llamar a la pareja, para marcar territorio; o para que Keats escriba un soneto. Mundo, en mi opinión filosóficamente tosca, es lo que hacemos con lo real. Todas las ficciones hacen mundo, lo componen; pueden helarlo o abrirlo. Yo pienso que para abrirlo hacen falta argumentos originales. Ilación, por qué no.
El estilo fragmentario es lo que manda la subjetividad de esta época. La confesión paratáctica del chatter, el siervo del facebook, el entrevistado y la movilera rebosan de rodajas de emoción, de certezas, de deseo de decir que no dice nada. Uno se pregunta qué lenguaje puede distanciarse de esa banalidad belicosa sin negarla y sin conmiserarse. Da la impresión de que el uso extenso ha limado el poder ofensivo del cut-up. Saqueo, clasificación, copia, recontextualización son la tecnología primaria que, sin destreza ni consideraciones, se aplica cándidamente sobre el bastidor de uno mismo (o el amigo) para producir relatos estándar con patrones a mano. Autómatas o saboteadores, todos somos collagistas. El manejo general de las palabras es más bien atropellado. Una polisemia del adjetivo muy Humpty Dumpty facilita la comprensión inmediata de lo que de todos modos se sobreentiende. Y ahora, como medita el severo Benjamin Buchloh, la excepcional profecía de Warhol sobre los minutos de estrellato está saturando el espectáculo concentracionario sin que el arte atine a despegarse. La negatividad es número fijo en los festivales de literatura.
La inmediatez de la red, los posts, el tuit y el mensaje de texto dan impagables oportunidades a las poéticas de la constricción. Perec estaría encantado: folletines, autobiografías, historias alimentadas de casos tomados del venero web, de curso marcado en gran parte por las leyes del medio. Lo que hace el relato cuando topa con una regla, sin embargo, depende de la imaginación y los recursos verbales. Esto sólo lo tienen en cuenta algunos escritores: Tuten, Bellatin, Vila-Matas. Hace rato que sabemos que toda historia se alza sobre otras y toda frase es una reelaboración. Más: hemos comprobado que de la simple contigüidad de dos términos heterogéneos surge un tercero, un espécimen emergente que, no por encarnar acaso el eterno retorno de lo mismo, deja de tener una apariencia flamante. Así es como los poetas del ready made lanzan contra sí mismas partes del fragor de la web o la prensa, las cambian de contexto, las alternan con versos memorables o las componen en ritmos, como Charles Bernstein o Charly Gradin. Son la vanguardia: renuevan el acuerdo entre los medios expresivos y los conocimientos de una época. Creen que la salida de la asfixia es hacia dentro, hacia abajo, donde habría suficiente aire. Sus obras son irónicas, casi denuncialistas, y como toda ironía, además de una súbita lucidez dejan a su pesar una pregunta entristecida: ¿y entonces qué?
No importa cuál es el medio. La memoria, la imaginación y la lectura suceden en la mente. Son virtuales. Sólo importa que la historia, que el medio no determina del todo, abra en la mente la forma verbal de una realidad más amplia que la que la reducción del mundo tiende a obrar. Importa la inventiva.
De modo que además necesitamos argumentos. Vías de salida hacia fuera. Necesitamos condiciones para propiciar el desarrollo y el alcance del argumento. Necesitamos cerrar la tramposa falla entre razonamiento e imaginación. Van dos ejemplos caprichosamente tomados de distintos puntos del campo abierto de la literatura. Uno: es el Eoceno inferior y una yegüita manchada se pierde en una tormenta; con el corazón agitado, se debate, cae y muere; se descompone, es pasto de las bacterias y se regenera en petróleo, que un día al fin es nafta, que viaja en un coche que expulsa CO2, cuyos vahos ascienden e invaden los pulmones de una norteamericana que –después de muchas vicisitudes y la fortuita aventura con un inmigrante ruso que conoció al levantarlo cuando él hacía dedo, un poeta que perdió un brazo en un accidente de trabajo– se ha asomado al balcón, y en cuyo cuerpo se transforman en un cáncer que la lleva a recurrir a un vecino que está superando una depresión y la escucha, y que, con lo que ella le ha contado, se cuenta a sí mismo una historia de cientos de siglos, pródiga en conocimientos minuciosos, inacabablemente regida por el azar (Machine, de Peter Adolphsen). Dos: un lumpen simiesco, repositor de supermercado y bulímico del sexo, descubre la poesía y, por el conjuro amoral del don de lenguaje, transforma el barrio más canalla de una ciudad cicatera en una Broadway de la cumbia y el goce en bruto (Cosa de negros, de Washington Cucurto). Crítica de las causas. Parodia de la novela de arribismo social. Sí, pero ¿qué está pasando? Lo mismo que cuando el narrador imagina que un hombre se despierta convertido en un insecto monstruoso. No se pregunta si vale la pena seguir adelante. La realidad todavía no contiene nada parecido. No quiere dejar de escribirlo, pero tampoco darle una silueta que lo asimile a historias que ya conoce. Ese narrador quiere salir del Arte, de la repetición. En general, quiere salir de él mismo, que carga con todo lo demás.
Que existen pocos temas, amor, muerte, poder, hibris, fortuna (o sus combinaciones), es un supuesto discutible debido al crédito de las filosofías de la profundidad, sean platonismo, cierto psicoanálisis o estructuralismo marxista. Lubomir Dolezel sostiene que todavía está por escribirse una historia de los mundos ficcionales, que pese a su soberanía son macroestructuras temáticas; la temática es la membrana a través de la cual las preocupaciones y los problemas de una comunidad influyen en la evolución inmanente de las ficciones. Y no porque todas las ficciones estén pendientes del mundo real: “La imaginación ficcional es activa, constructora más que descriptora; nunca cesa de crear nuevos mundos que orbitan como satélites alrededor de la realidad”, dice Dolezel. Si algunos leen para aprender sobre sus problemas, hay quien lee para expandir la vida. Y no hay pocos argumentos. En cuanto se atiende a los saltos y desvíos de cualquier historia personal, a la fluctuación constante de los saberes y las actitudes, a la danza de las apariencias y sus relaciones, a lo contingente, lo transitorio, de las relaciones nacen objetos nuevos y la gama de acontecimientos se ensancha. La burocracia jurídica no era un tema hasta que Dickens la pintó como infierno en vida en Casa desolada, y después Kafka lo llevó a alegoría de la Ley, y de la Falta, y lo desenvolvió como aventura asfixiante. No hablemos del Lager, del Gulag; de la velocidad hasta que aparecieron los trenes; del ciberespacio hasta que lo noveló William Gibson antes de que proliferasen los hackers. Cambian el trabajo y el amor; las prótesis y la programación genética de la carne cambian el cuerpo, las afecciones y los vectores del deseo. Hace décadas que la hibridación de mundos ficcionales abre zonas donde diversos mundos posibles fragmentarios coexisten en espacios imposibles. Lo sobrenatural, que la tecnología desterró al país del chiste y el gore, vuelve como venganza. (Como en Los electrocutados, de J.P. Zooey, donde un convincente profesor se empeña en captar la frase que el Sistema Solar tiene reservada a los humanos). En la literatura esos cambios se adecúan a los medios expresivos de la época. De ahí la evolución de las formas.
La rapidez es la forma y el motivo de los relatos de Martín Rejtman: drásticas situaciones de vida hilvanadas por una causalidad que no surge de la decisión, el carácter o la Historia, sino del patente paisaje contemporáneo, de las terapias espirituales a las llamadas de celular, del díler de marihuana a la especulación inmobiliaria, el consumo antojadizo, la facilidad del viaje y la violencia monomaníaca. Es como si las imágenes urdieran el destino; al son de la exterioridad y el desapego, el deseo diverge y a cada rato, con cada implausible incidente y con gran sobriedad de medios, salen al paso terrenos de realidad que otras historias eclipsaron. En el párrafo-secuencia de Rejtman la manifestación de un mundo responde a una puntuación expertamente administrada.
Gombrowicz nos precavió para siempre contra la potencia mutiladora de la Forma y la falacia de la madurez. Así que acatamos el llamado libertario a la digresión, a renunciar a la secuencialidad, a no someter lo real al yugo del suspenso y el alivio y la etiqueta de competencias que compran la atención del lector. No queremos lectores subyugados. Pero queremos transporte, y el argumento es un vehículo nada sumiso si uno se atiene a las figuras que entrevé en la experiencia, que presiente o maquina, a lo que llega de improviso en un momento de atención entregada, un momento por lo tanto de indefensión, y sólo se preservará en una forma embebida de ese encuentro. Así mirado, el argumento es una hipótesis de funcionamiento, una diversificación de los usos, asignaciones y espectros de las palabras y su disposición en el discurso: es una ampliación de la conciencia. El mundo es una cierta posibilidad de significado, de circulación de significados, dice Jean-Luc Nancy; cada forma argumental abre una posibilidad nueva entre las significaciones elementales de la vida de supervivencia. Las historias son prendas de intercambio, respuestas a la tribulación, la curiosidad o la duda y, con suerte, cada una es umbral de una historia más. El ideal de la novela es ser la base de una economía política no restringida. Hablo de argumento como síntesis plausible o latente de un relato e incluso como ovillo que se devana en anécdotas. Pero también del desarrollo de un razonamiento que no necesariamente acepta lo que se tiene por una verdad; es decir como hecho retórico. Prefiero no obviar esto en un período en que, mientras merman la competencia verbal y la capacidad de figuración, crece la insipidez de los contenidos, el detallismo repetitivo, y el bestialismo interjectivo reemplaza a la persuasión. Hasta las injurias son plúmbeas. La retórica estuvo desacreditada durante mucho tiempo, desde que en el siglo xvi resignó su vínculo con el razonamiento dialéctico para ocuparse de las figuras y los tropos del lenguaje, los adornos, el “bien decir”. La gran tradición metafísica occidental siempre opuso la investigación de la verdad a las técnicas de los retóricos, que se contentaban con hacer admitir opiniones variadas y engañosas. Por eso siempre buscó fundamentos sólidos e indiscutibles, intuiciones evidentes. Pero una argumentación no persigue la evidencia; la argumentación sólo es del caso cuando se trata de discutir la evidencia. Paul Ricoeur dice que en filosofía hay verdades metafóricas que no pueden valerse de una evidencia de base porque proponen una reestructuración de lo real. Me parece, oportunista de mí, una defensa muy apropiada del argumento narrativo. Contra el universalismo de la lógica formal, una historia original manifiesta lo no evidente; es una insurgencia contra la persuasión ordenadora. El argumento es un viaje exploratorio desde una situación determinada en busca de aquello que la originó y de las consecuencias que acarrea. En la novela ese periplo lo puede guiar la imaginación, que suele obrar antes de traducirse en escritura, o en el curso mismo de la escritura, dado un módico abandono y una atención despierta al horizonte que cada frase abre a las siguientes. La imaginación rastrea, teje, sintetiza: forma; de golpe. Es de la dependencia de la disposición previa, de la trama como equilibrio mobiliario –e incluso como representación escrupulosa de uno u otro desorden– de lo que hay que reponerse. No del argumento. Un argumento se alza del vaho multicolor, plural, que una revelación de lo real dejó a su paso por una red de neuronas.
Necesitamos argumentos para hablar de lo que podría hacerse; frases que no sean las que produjeron este mamarracho letal y lo reproducen; una prosa que se corrija a sí misma a medida que avanza; historias que produzcan más futuro que indignación. Contra los mitos de la necesidad necesitamos contramitos, con sus héroes opacos, resueltos, indecisos, aplomados, tambaleantes, no performativos. Queremos nuevos Josefkás, Bouvard&Pecuchets, Orlandos, Funes, MollyBlooms, Molloys. No hay que aliviar la tensión, cierto; pero no hay por qué fomentarla. Necesitamos evadirnos de la monotonía del sentido. Más que transporte, traslado.
La broma infinita es una novela monstruosa. Cuesta decidir si el superdotado Foster Wallace ignoraba que podía llegar a hartar o se propuso transmitir la vivencia del hartazgo. Como sin embargo uno sigue leyendo, hechizado, con un narcotizado interés por la exuberancia de conocimientos específicos y vida patente, llega al final habiendo entendido que las dos cosas son ciertas. La acción transcurre en un futuro cercano totalmente comercializado. Estados Unidos se ha federado con México y Canadá. Nueva Inglaterra es un gran basurero de desechos tóxicos endosado a los canadienses. Obtusos terroristas quebequeses, todos lisiados, rondan el país en busca de una posible arma de destrucción masiva: la película del director experimental y suicida James Incadenza, La broma infinita, que atrapa de tal manera que el que la ve una vez muere sin dejar de mirarla. La trama se reparte entre una fantástica academia fascistoide de formación de tenistas y un realista centro de recuperación de alcohólicos y drogadictos; va de los anómalos, desesperados hijos de Incadenza, uno de ellos talento del tenis, a las reuniones de na; del estoico guardián de los drogadictos, un ex ladrón del prusianismo deportivo, al callejón donde se acuchillan los yonquis; de los modos de colocar un drive a las neuro y psicopatologías, y cada cosa puede abarcar páginas y cada personaje está entero; es cruel, violenta, reflexiva, repleta de disfunciones, miseria, intrigas, formas del sufrimiento psíquico y físico y desvelos por superarlas sin ironía ni patetismo, de conflictos entre padres e hijos, trastornos de la percepción y presencias de otro mundo. El argumento –alguien busca una zona anímica liberada de adicciones, es decir de tensión y alivio inducidos– se interna en cada situación que envuelve a los muchos personajes mientras los tiempos se solapan en una insólita eternidad. La búsqueda es interminable y la novela también, pero mientras la imaginaba, Foster Wallace pudo razonar que la enfermedad capital de su país es el entretenimiento, y el síntoma una desgana tan vasta que da cabida a todas las ruindades. Si uno participa del periplo hasta la última página y termina con la visión modificada, es por el voltaje de la prosa y porque una cuerda lo lleva, sin que sepa adónde, y sin cesar se deshilacha.
Esta infinitud está también en Los muertos, de Jorge Carrión, pero implícita o más bien interiorizada, como si el argumento, en vez de un camino hacia lo que no se deja decir, fuera un artefacto de movimiento perpetuo. Y es que la novela aúna las dos clases de argumentación. Una como relato de una serie televisiva: en un mundo reconocible, individuos con cuerpo maduro y memoria difusa, al parecer muertos, resucitan de pronto en alguna calle; qué los envió de nuevo y por qué –complot, deseo propio o ajeno o fuerza empática– es el enigma que mueve la historia, una golosina ideal para el devoto del género. La otra, como dos ensayos académicos que debaten los efectos sociales de la serie, analizan la producción, identifican las referencias, interpretan el dédalo de la trama y la evalúan como metáfora del exterminio. Los muertos no es una “metaficción”. La suma de una historia extravagante y una polémica ficticia apoyada en teorías críticas reales se resuelve en un vórtice que se traga las interpretaciones no bien se atisban. Lo que queda a flote es una elegía trémula por la vida de los personajes cuando la ficción termina.
Los cortes, los pasajes de plano, la continuidad secuencial y en paralelo, las variaciones rítmicas, la mirada forzosamente exterior, la sugerencia del estado anímico por el gesto y el diálogo, la escenografía urbana y las señas de una época: todo esto, una simulación técnica de las ficciones de masas más prósperas de hoy, no podría hacerse sin un arte de la frase, confianza en la insospechada elasticidad de la gramática y un paso sostenido en la puntuación. Tampoco Wallace podría aglomerar saberes de tantas disciplinas y tantos niveles de vida real y futuro en el zigzagueo por un mundo posible e inacabado sin un virtuosismo de la subordinada y la nominal, el tropo, el enlace, la captación fílmica del pormenor fugaz y la panorámica de grupo, la figuración de la máquina y el edificio hipotéticos, la penetración en las sensaciones. La cualidad de aplicar sin sobresaltos muchos recursos se llama virtuosismo. Es una de las que permiten abandonarse a la necesaria duración de una historia sin subordinarse a una dirección única. Lubrica la capacidad de improvisar. Da felicidad. Tiene poder político.
Por desgracia, ni el argumento más anfractuoso nos redime de las líneas. Ni la gramática más lábil puede captar el fluir de lo inmediato. Pero es palmario que la verborrea espasmódica del ambiente traduce un fracaso por desatascar las conciencias repletas; y pienso que el collage añade una tendencia a llenar los huecos. También creo que una historia original siempre suspendida o provisoriamente acabada, el parpadeo de los episodios y las descripciones, el aliento originario de la puntuación, los silencios, hiatos, sorpresas y dilaciones del argumento, pueden hacer sensible la pulsación de la vida, y la lejanía continua del sentido, más que la disipación del sentido común en la pura deriva narrativa. El que cuenta una historia para saber por qué se le ocurrió anhela una realización conjunta con el lector.
Es muy modesto, y mejor si poco conspicuo, lo que pueden hacer las ficciones. A un plazo muy largo. Apunta a los otros pero depende de móviles oprobiosamente personales. Yo, al menos, desde que empecé estas notas no dejo de tirar de la imagen del hombre que lloraba oliendo un ramito de fresias. Así que para suspenderlas, y en homenaje a la improvisación musical, voy a recordar una canción que (en un concierto en vivo) David Byrne canta a voz en cuello en paulatino estado de euforia: We’re on a Road to Nowhere. Bueno, no es tan poco. “Vamos hacia ninguna parte”. ¿Nos acompañan?
Imágenes [en la edición impresa]. Fernanda Laguna, No confíes en lo que ves, 2000, técnica mixta, 85 x 120 cm, p. 20; Five Pieces, 1999-2000, vista parcial de la instalación, p. 25; La merienda, 2000, técnica mixta sobre tela, 32 x 46 cm, p. 26. Cortesía Galería Nora Fisch.
Lecturas. Ejemplos de imaginación argumental contemporánea pueden encontrarse en las obras de Jean Echenoz, César Aira, Vladimir Sorokin, Kelly Link, Rodrigo Fresán, M. John Harrison, Hebe Uhart, Rupert Thompson, Svetislav Basara, Liudmila Petrushévskaia, Sérgio Sant’Anna, entre otros, y por sólo nombrar escritores vivos. Desde luego, en los de Thomas Pynchon. Entre las últimas innovaciones formales en castellano y en papel: Matías Celedón, La filial (Santiago de Chile, Arcadia, 2012), una fantasmagoría político-burocrática compuesta enteramente por párrafos estampados en la página con un sello de tipos removibles; Juan Terranova, Pablo Katchadjian, Lola Arias, Leonardo Oyola e Iván Moiseef, Mental Movies (Buenos Aires, Clase Turista, 2010), relatos de cinco escritores, en diez mil caracteres, de las películas que “filmarían si tuviesen todo el presupuesto de Hollywood”, impresos en los respectivos pósters y musicalizados. En este artículo se mencionan: Peter Adolphsen, Brummstein / Machine (Madrid, Lengua de Trapo, 2011, traducción de Blanca Ortiz Ostalé); Washington Cucurto, Cosa de negros (Buenos Aires, Interzona, 2003); Jorge Carrión, Los muertos (Barcelona, Mondadori, 2011); J.P. Zooey, Los electrocutados (Barcelona, Alpha Decay, 2011); David Foster Wallace, La broma infinita (Barcelona, Mondadori, 2011, traducción de Marcelo Covián); Martín Rejtman, Tres cuentos (Buenos Aires, Mondadori, 2012).
La escritura inmaterial y los efectos de realidad.
La escritura inmaterial (representada idealmente en la pantalla del procesador) postula una fricción entre inmutabilidad...
El temerario Willy McKey prueba que el clásico espíritu del vanguardismo también puede regenerarse.
La lectura de Paisajeno me ha llevado a preguntarme:...
Fernando Vallejo: cumbres del lenguaje para el elogio de la extinción.
Con el desparpajo de quien va a su propio velorio para darse...
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