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Las “proto-fotografías” de Oscar Muñoz: la fotografía antes y después de las imágenes.
La disolución de la autonomía del arte implica que cierta producción estética –alguna, mucha, la más importante, según el análisis que se haga del presente– sale de su espacio de circulación habitual –la galería o el museo– y se derrama en otros lugares como la calle, los clubes o las fiestas. En lugar de un creador o un sujeto de la sensibilidad que está más allá de lo cotidiano, el artista es el sujeto de una práctica que se mezcla con otros quehaceres de la vida: el ocio, el turismo, el placer, la política. Y justamente por eso el arte apuesta también a una recepción que ya no es la del lector solitario, sino la de alguien que participa en una experiencia que, idealmente, tendería a enlazarse con otras, no-estéticas. Incluso si sigue habiendo libros, fotografías o cuadros, lo que está en el horizonte de expectativas del arte ya no es la obra orgánica, el objeto producido con un marco claro y férreos límites compositivos. Se logre o no, la obra tiende –intenta, apuesta– a ser una experiencia más que una cosa; un marco para ver el mundo, más que un objeto-mundo en sí mismo.
La cuestión de la autonomía suscita una serie de preguntas que se debaten con insistencia, y hasta con fervor: ¿se trata de una marca histórica que caracteriza ciertos momentos de producción estética o de una ideología que puede afectar simultáneamente –o con temporalidades divergentes– a las distintas instancias y actores involucrados en los circuitos del arte? ¿Es un atributo de los objetos y las prácticas o una forma de leerlos? ¿De qué manera impacta sobre los modos de dar sentido y atribuir valor? Ni las preguntas ni el debate mismo son nuevos; aparecen cada vez que interrogamos la relación del arte con el “afuera”. Lo novedoso es la forma en que la cuestión se articula, de manera distinta, con las discusiones y los debates de cada presente. Lo peculiar es la relación entre los procesos de autonomización y desautonomización de lo estético y, por ejemplo, su vínculo con la globalización, el neoconservadurismo y las formas de autogestión frente a las crisis económicas periódicas. Lo distintivo es el modo en que estos procesos se conectan de manera específica con las escrituras del yo, el testimonio, las luchas por la identidad y la memoria, con las nuevas formas de asociación civil y participación en el espacio público, o con las reflexiones sobre las políticas destinadas a la gestión de lo viviente.
Todo el trabajo de Oscar Muñoz participa de esta serie de debates y, de hecho, cuenta con ellos como parte de las condiciones de posibilidad de su existencia. Las setenta piezas que integran Protografías –la retrospectiva que se exhibió en el Museo de Arte del Banco de la República en Bogotá, el Museo de Arte de Antioquia en Medellín y el Malba de Buenos Aires y que estará hasta junio en el MALi de Lima– recorren cuarenta años de trayectoria, para hacer explícita la centralidad que tiene la pregunta por la naturaleza de la imagen y sus modos de territorializar y desterritorializar el campo estético, en la práctica del artista colombiano. Instalaciones, dibujos, objetos, proyectos, videos y fotos pivotan alrededor de la fotografía –esa práctica a partir de la cual, según Walter Benjamin, la autonomía del arte estaba terminada– para interrogar los modos de circulación de la visualidad dentro y fuera de los circuitos estéticos; la tensión entre la invitación a experiencias visuales y la producción de una imagen-objeto; el vínculo que la técnica establece entre imagen y tiempo, entre visualidad y territorio.
En el corredor que antecede a la primera sala hay doce fotografías distribuidas en tres columnas. En cada imagen hay una mano –probablemente la del artista– sosteniendo una foto carnet con el rostro de Oscar Muñoz. Las fotos carnet originales fueron cortadas en tiras que se mezclaron y entretejieron para lograr imágenes nuevas. El gesto de ofrecer la propia imagen evoca, entre muchas otras, la conmovedora foto de Vera Lenz elegida como tapa del catálogo de la muestra Yuayanapac (para recordar) que se presentó en el Museo Nacional de Perú en 2010. Sin embargo, aquí la mano no guarda el vestigio de alguien que no está, sino del sujeto ominipresente en toda la muestra: Oscar Muñoz. El guiño tiene un humor leve: la fotografía menos aurática de nuestro tiempo se cobija y exhibe con respeto y devoción. Esa foto carnet en la que siempre salimos horribles y que sólo nos tomamos para cumplir con algún mandato burocrático, ha sido alterada –eludiendo y convocando por omisión a la tecnología digital– para convertirse en un collage artesanal y distintivo. La foto ha perdido su carácter identificatorio, pero colocada a la entrada de la muestra nos permite reconocer al artista, que entrega una imagen un poco monstruosa de sí mismo, como quien firma su trabajo y a la vez sabe que el gesto autoral contemporáneo por excelencia consiste en esconderse y dejarse encontrar en las aristas de la propia práctica.
Para entrar a la exposición hay que pasar por Cali. Hay que caminar literalmente sobre una imagen de Cali. Se trata de una vista aérea de la ciudad tomada por el Instituto Geográfico sobre la cual se ha colocado un vidrio de seguridad. El visitante camina sobre ese vidrio, partiéndolo a cada paso. La imagen de la ciudad se vuelve turbia a medida que el vidrio estalla; deja de ser imagen, deja de ser algo para ser visto. Los sentidos se desplazan y lo que prima es el oído y el tacto: sentimos el vidrio quebrarse bajo nuestros pies, oímos el ruido que produce al astillarse. La pieza se llama Ambulatorio y funciona como tal. Es un umbral, un zaguán de entrada a la obra de Muñoz. Se ingresa a ella, entonces, a través de la Cali de fines de los ochenta y comienzos de los noventa, pasando por esa ciudad fracturada por la guerra del narcotráfico. Es, al mismo tiempo, una Cali que se recompone y se destruye bajo el peso de los visitantes de las diferentes ciudades que ha recorrido la obra.
El collage con las fotos carnet de Muñoz y la toma aérea de la ciudad subrayan los usos centrales –y primeros– de la tecnología fotográfica: el retrato y el paisaje. El contínuum de la naturaleza intervenido por la técnica que lo fragmenta y lo detiene en el marco de una foto, y el rostro humano que atesora algún rastro aurático en una visualidad marcada por la reproducción mecánica se deslizan hacia las formas contemporáneas del control de cuerpos y territorios. Mirar las ciudades desde muy lejos, observar a los sujetos desde muy cerca produce un efecto similar, abocado a la administración y vigilancia de sujetos, prácticas y mercancías. Ambas imágenes sitúan las contradicciones de un fin de siglo marcado por la libre circulación de mercancías y el refuerzo de fronteras para los migrantes, el tráfico vertiginoso de información y la inmovilidad de un paisaje de desigualdades cada vez más marcadas, los nuevos modos de intervención política conviviendo con los viejos modos de la violencia urbana, la aceleración de los viajes y la masificación del turismo, pero también de los exilios y los viajes forzosos. La foto de identificación y el mapa urbano evocan, también, el espacio ambiguo del arte contemporáneo latinoamericano, marcadamente local y, a la vez, deslocalizado: una práctica que emerge entre lugares y viajes, diseñada por artistas que habitan la región pero se desplazan con asiduidad, convocados por bienales y ferias, becas y programas, o tal vez sólo simbólicamente, porque participan en un diálogo estético que es profundamente global, a veces incluso sin perder su fuerte coloración nacional.
El retrato y el paisaje, la foto 4×4 y la gigantografía aérea, la imagen burocrática y la científica, la foto duplicada mecánicamente y aquella intervenida de manera casi artesanal, una visualidad que se preserva y se contempla y otra que se deshace desgastada por el tiempo o las diferentes acciones humanas trazan recorridos de lectura y modos de entrar y salir de las Protografías de Oscar Muñoz. A fin de cuentas, en el trabajo de Muñoz lo que retorna, diferente y repetido, es la pregunta por la naturaleza de la imagen. ¿Qué es la fotografía? La pregunta es sumamente contemporánea y, a la vez, levemente demodé, como ocurre con la contemporaneidad. La respuesta de Muñoz escapa a la idea efectista de que el lenguaje de la fotografía itinera y así todo se vuelve fotografía. Su trabajo no le saca el cuerpo al interrogante y se aboca a una búsqueda ontológica o barthesiana: preguntarse qué hace de una fotografía una fotografía y qué dice ese elemento, esa marca o rasgo definitorio, sobre los modos de la visualidad. En el centro irreductible de lo fotográfico ¿está la reproducción mecánica, la multiplicación técnica o la posibilidad de fijar la imagen?, ¿la habilidad de capturar un segundo o más bien la de eternizar cualquier cosa capturada por la máquina?
La muestra que reúne el trabajo de Muñoz se titula Protografías. El título subraya el interés por un momento de la imagen: justo antes de que se cristalice como tal. Ese estado de la imagen “se podría considerar como una fotografía en potencia, una fotografía incipiente: una proto-fotografía”, dice el curador José Roca. Nos ubicamos, entonces, en la antesala, en el umbral de la imagen. En ese lugar, en ese momento, en ese estado de lo visual, esperamos que algo, lo que sea que la defina como tal –su fijeza, su serialidad, su carácter efímero o eterno–, se haga presente. Particularmente significativo es, en este sentido, Narciso, un video de dos minutos realizado en 2001 –Muñoz empieza en este momento a trabajar con la videoinstalación, en un recorrido que continuará con Biografía, de 2002–. El video muestra un lavamanos tomado desde arriba; es una cubeta de loza blanca con una canilla en el medio de la que salen dos llaves, una para regular el agua caliente y la otra para la fría. En el lavamanos propiamente dicho, Muñoz dibujó su retrato con algo que parece carbonilla. Las líneas negras que lo componen proyectan una sombra tenue que duplica con suavidad el boceto principal. El grifo está apenas abierto, se escucha el correr del agua. De hecho, es justamente el agua, en la que están apenas suspendidos los trazos del dibujo, la que provoca la sombra de la imagen, es decir, su duplicación y también su deterioro lento y persistente. Pasados más de dos minutos en los que vemos cómo la imagen flota, se deforma y se deshace, todo se escurre por el desagüe. Lo que queda es el material en bruto, sin forma y sin sentido: restos de carbonilla o tinta, manchas negras sobre la superficie blanca de un lavamanos.
El ruido del agua nos advierte lo que sabíamos o temíamos: que las imágenes están destinadas a desfigurarse y desaparecer o incluso más, que aquello que las multiplica las hace perecer. Todo el trabajo de Muñoz puede leerse como canto fúnebre; hay en él cierto lamento, contenido y serio, por el destino funesto de la imagen. Hay también una mirada severa que recorta el rostro humano en general y, en particular, el propio rostro –el del sujeto de la experiencia estética, ya sea el artista o el público–. Lo implacable de lo que se da a ver reside justamente en el destino de este Narciso moderno, que ya ni siquiera se hunde en un elegante estanque, sino en el mucho más prosaico desagote de un lavamanos.
Sin embargo, Narciso es también una reverencia a la fotografía, una celebración de ese lenguaje que detiene la fugacidad perceptiva, de esa técnica que confronta lo perecedero del universo visual. Es, además, una obra que remarca la compulsión a la imagen, la manía por hacerla aparecer en cualquier lado. Uno puede imaginar ese instante ocioso en el que alguien se lava las manos, se mira al espejo y, efecto de la soledad o de cierto resabio infantil, hace un dibujo con el vapor que quedó en el espejo, con los restos de maquillaje o de cualquier otra cosa que haya quedado en el lavamanos. Esa compulsión a la imagen está presente también en Intervalos (mientras respiro), de 2004, y Paístiempo, de 2007. Ambos son pirograbados sobre papel; ambos están hechos con la misma técnica: la trama de puntos que inmediatamente convoca el universo de la prensa gráfica, la historieta y lo mediático, antes de la era digital (una técnica que recuerda también, en segundo grado, a Roy Lichtenstein y la tradición pictórica del pop). Paístiempo consiste en un cuadernillo de papel de diario en el que se reproduce, punto por punto, la primera página de El País –periódico de Cali– y otro cuadernillo en el que se reproduce, de igual manera, El Tiempo –periódico de Bogotá–. No sólo la obra reproduce la portada de un diario real, sino que “reproducir” acá significa también que la portada se reproduce literalmente y se repite, duplicada, cada vez con menos precisión y menos fuerza –es decir, con puntos/agujeros más débiles– a medida que se van pasando las páginas. Intervalos también recupera este momento de la técnica y su connotación mediática, pero el orificio del pirograbado tiene el diámetro de un cigarrillo o fue hecho con un cigarrillo. Se trata de una serie de autorretratos de artista fumando, hechos con un cigarrillo mientras fumaba –más allá de la empiria de estos dos últimos hechos–. Además de la coincidencia entre sujeto y objeto y de la evocación simultánea de los métodos de composición mecánica de la imagen y de lo absolutamente manual, la obra vuelve una vez más sobre la compulsión visual. Si en Paístiempo se reproduce la reproducción, aquí cada instante y cada objeto se usa para posibilitar la emergencia de una imagen. El periódico y el retrato remarcan la dimensión manual de la reproductibilidad técnica, la omnipresencia de la imagen, incluso cuando una página del diario debilite a la siguiente o cuando lo que se usa para dibujar sea tan volátil como el humo o se consuma tan rápidamente como un cigarrillo. En los intervalos, cuando no tengo el cigarrillo en la boca –parece decir la obra de 2004–, juego con él y lo uso para dibujar. Dibujar, hacer aparecer imágenes, en los intervalos: mientras respiro, como quien dice, mientras vivo. La temporalidad dislocada o intersticial de la imagen.
Ocurre que, en realidad, el trabajo de Muñoz no sólo es proto-fotográfico sino también post-fotográfico: está menos interesado en un objeto –la imagen, y por lo tanto el museo, y por lo tanto el autor, el público, su vínculo o no con lo que sea que trace su “afuera”– que en ese conjunto de métodos, técnicas, hipótesis y prácticas que estarían en el origen de la visualidad, anticipándola y definiéndola pero todavía sin participar de ella. Está menos interesado en un objeto visual o estético que en aquello que viene un poco después, cuando la imagen ya empieza a convertirse en otra cosa: un fetiche amoroso, una pieza de colección o intercambio, un elemento de la memoria individual o colectiva, un objeto frágil y perecedero, a merced del tiempo y de la destrucción inevitable. Inminencia y archivo, reproductibilidad y fijeza, arte y vida no son esferas autónomas o elementos que se separan o se ponen en contacto, sino efectos de un desfasaje espacial y temporal que, según Giorgio Agamben, define lo contemporáneo pero, nos advierte Muñoz, también da en el centro mismo de lo visual. La condición de las imágenes está en ese lugar o en ese tiempo: un poco antes, un poco después, un poco más afuera, un poco más adentro de la imagen misma. Como si una fotografía fuera siempre algo por venir, algo que amenaza con aparecer y nos pone a esperarla. Pero llegamos tarde, la vemos un instante y ya pasó, ya se convirtió en un desecho visual. Instalado en ese tiempo descarrilado o en ese espacio móvil, el trabajo de Oscar Muñoz parece recordarnos que la imagen es justamente lo que señala una disyunción del tiempo y del espacio consigo mismo. Es lo que está ahí, relampagueando en ese instante, entre lo que está a punto de venir y lo que ya va desintegrándose en el pasado.
Imágenes [en la edición impresa]. Oscar Muñoz, El juego de las probabilidades, 2007, fotografía, 47 x 40 cm c/u, p. 33; Ambulatorio, 1994, fotografía aérea encapsulada en vidrio de seguridad (36 módulos), p. 34; Paistiempo e Intervalos (mientras respiro), vista de la instalación en Malba; Paistiempo, 2007, pirograbados sobre papel periódico, 18 periódicos con 10 páginas c/u, detalle; Línea del destino, 2006, video monocanal, 2 min., p. 36; Sedimentaciones, 2007, videoinstalación; Cortinas de baño, 1985-1986, acrílico sobre plástico, 190 x 140 cm, p. 37; Intervalos (mientras respiro), 2004, dibujo con cigarrillo sobre papel, 6 dibujos, p. 38. Cortesía Malba.
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