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El médium indefenso

MÁQUINABLANDA

 

Corrían los setenta y todos conocíamos las andanzas de Don Juan, el brujo mexicano. En sus relatos, Carlos Castaneda lo consideraba “un hombre de conocimiento”. Siempre me gustó el tono abierto y evasivo, también encantatorio, del joven antropólogo convertido en sujeto del objeto mismo de su gesta. Podríamos reciclar aquel epíteto para calificar cierta tendencia nacida de un empeño que muchos se niegan a aceptar como una ocupación recomendable: la de quienes usan su cuerpo como útil de conocimiento. Un logro así se puede enunciar diversamente: ¿es sabiduría o entendimiento?; ¿luz, como quería Dante?; ¿experiencia?; ¿es quietud pascaliana?; ¿es conciencia expandida?; ¿éxtasis de placer?; ¿es trance hiperkinético?; ¿es ciencia?; ¿denuncia?; ¿es arte terapéutico? Por ahora digamos que, en tiempos y lugares distantes, una serie de gente (bastante marginal y out-of-school) insistió en hacer suya la divisa nietzscheana: “la vida es un experimento del hombre que busca conocer”. En tales casos, veremos, conocer equivale a conocer-con-el-propio-cuerpo. Conocer es poner el cuerpo, haciendo de médium.

En el mercado abigarrado de la cultura contemporánea, hay ofertas de todo tipo. Desde teorías abstractas en forma de libros vacando en la mesa de luz, hasta prácticas ciegas guiadas por los popes del consumo (en el cajón de la mesita ocultamos las compras que nos dan vergüenza: pornografía satinada, Calory Mate, consoladores o sedantes). Pero en un shopping hay de todo. Y entremezclados aparecen quioscos alternativos.

A veces se actualiza gente del pasado. De allí procede Diógenes de Sinope, quien certifica con su cuerpo la satisfacción de vivir a la intemperie y descubrir su naturaleza profunda en la superficialidad de un ser semidesnudo, mal comido, pernoctante encogido en su tonel. O aquellos sadhus de la India, renuentes a cualquier beneficio, posesión o perspectiva material, buscando el mayor de los tesoros, una sabiduría pirograbada en sus baqueteados cuerpos. Ya tenemos un primer tipo de “experimento con la verdad”, para hablar como hacíamos en tiempos de Swami Sivananda (aunque ahora disfrutamos de un remake tejido en el delicado telar de Peter Slöterdijk): la vía de quienes dejan todo lo personal para incorporar lo cósmico.

Cínicos helenísticos, gimnosofistas hindúes, sabios chinos del ch’an, japoneses del zen, anacoretas del desierto de Siria, seguidores de Ichazo en la pampa del Tamarugal: todos le van restando al cuerpo incluso lo necesario, a fin de merecer otras necesidades, más internas, descubiertas al desprenderse la epidermis adiposa.

También existe otro camino: el de los que le embuten al cuerpo algo superfluo (no digo silicona, digo droga), a fin de abrirse a un conocimiento que, partiendo del soporte corporal, quiere asumirlo hasta anularlo o trascenderlo. A Juan Matus y a Antonin Artaud los ayudó el peyote. El Pai de Santo de la Umbanda se sirve cachaça. Artistas y deportistas viajan en ancas de los estimulantes. En el caso de ciertos rockeros podemos servirnos del tópico hinduista: la energía circula cuando tiene un “vehículo”. El imponente y amigable Ganesh, dios elefante, sólo se pone en movimiento cuando se empina en su soporte, un ratoncito inteligente. Es que la energía del cuerpo precisa un catalizador a la medida de su ambición por conocer.

Médium, decía, es quien investiga con su cuerpo. Lejos de teorías académicas, tampoco quiere limitarse a admirarse el ombligo. Pretende ser observador de otras personas y empieza haciéndose experimentador de corporalidades comunes. La investigación médica proporciona ejemplos de investigaciones sobre la persona que transforma lo ajeno en propio, tomando como foco de uno la enfermedad de los demás. Samuel Hahnemann, creador de la homeopatía, afirmaba que un médico sólo puede conocer la enfermedad intoxicándose a sí mismo con lo que, habiendo ocasionado la dolencia, aplicado en dosis oportunas acabará siendo pequeñas grageas curativas. Siguiendo idéntica pista, Edward Bach descubrió el principio activo de las Flores que hoy llevan su nombre, a base de aplicárserlas él mismo y observar los resultados. Necesitando descubrir las propiedades analgésicas y anestésicas de la cocaína, Sigmund Freud la consumió a destajo, como uno sospecha leyendo La interpretación de los sueños. “Quien quiera ser médico necesita previamente ser cobaya”, anota sagazmente Slöterdijk, mentando el caso Hahnemann. La cobaya más reciente que conozco es Morgan Spurlock, director y protagonista del docudrama Super Size Me. El médium sale aquí del recinto amurallado de la argumentación (aunque la suya sea tan crítica como la de Michael Moore) y da batalla en campo abierto, transformándose en sujeto de una paradójica experiencia “médica”: inocularse fuertes dosis de comidas y bebidas McDonald’s (en régimen exclusivo) durante un mes entero, mientras registraba con su cámara los devastadores resultados de una experiencia de autodenigración física, moral y social.

Otras veces los “experimentos con uno mismo” (título de un libro de Slöterdijk) persiguen un conocimiento más certero de la vida social, entendida y revistada desde la experiencia personal, mediante la adopción clandestina de identidades correspondientes a estilos de vida “enfermos”. Recordemos a Günter Wallraff, periodista alemán de los ochenta: convertido durante dos años en Alí el Turco, realizó un espléndido reportaje sobre las penosas condiciones laborales de los inmigrantes turcos de posguerra. Dos décadas antes, Satoshi Kamata, sociólogo japonés, se transformó en obrero raso de la cadena automotriz Toyota, en una factoría de Aichi, Japón, a fin de sentar acta fidedigna de un sistema medieval que recuerda a la amarga parodia de Chaplin en Tiempos modernos. El médium como actor.

Desde el linyera que hace asanas en el Ganges hasta el hombre hamburguesa, ciertos rasgos comunes definen a los miembros de la tribu variopinta de los médiums, buscadores de conocimiento en/por su cuerpo. Algunos podrán aclarar el título de este breve comentario.

Todo conocimiento que aspira a consumarse en una práctica consiste en mediación e intermediación. Las cosas son lo que son a través de sus relaciones con otras cosas, promete la dialéctica. El gesto de conocer arranca de la sospecha de que existe, o podría existir, una interrelación entre fenómenos. Al mismo tiempo, nada de lo que existe deja de ser construcción humana. El conocimiento es algo que transita por el hombre. Él mismo se transforma en intermediario de un proceso que lo atraviesa. Si sólo puede aceptar como real lo que comprende, tampoco puede entender lo que no ocurra en su cuerpo. Así, el cuerpo del hombre constituye el territorio en que acontece su conocimiento.

Sin embargo, la construcción corporal de un conocimiento no transforma automáticamente al médium en hombre sabio. La cosa sería demasiado sencilla. Quien experimenta consigo mismo para obtener alguna verdad es más bien un aprendiz y un relativo ignorante. Un intermediario que conecta mundos independientes, sólo porque a su juicio merecen conectarse: Oriente y Occidente, cielo e infierno, fresco y batata. El médium aprende por el tosco sistema del ensayo y error. Pero en su debilidad no deja de ser un intermediario insustituible ya que, desde su lógica, que es la de la experiencia, no hay conocimiento que le resulte ajeno. El médium es alguien que se transforma en cable a tierra de lo que lleva razonando y que, abonado en palabras, transforma el decir en hacer, y el hacer en decir. La opción que se le plantea al médium es radical: establecer nuevas reglas de validación de lo real, mediante la ejecutoria de su cuerpo.

El médium quiere vivir en su cuerpo las enfermedades de su tiempo, a fin de transformarse en su médico. Lo razona Robert Musil: dejando libre curso a su ambición de conocimiento, ese vivisector que es todo médium quiere abarcar en sí mismo la vida de todos, quiere contribuir en algo a instaurar “otro estado” de cosas, una “segunda dimensión” del pensamiento que modifique el sentido de la existencia y del trabajo que nos tomamos para existir. Su pensamiento busca el escrutinio de una práctica que en nada es ajena al cuerpo. El pensamiento busca ser preparación para una práctica que lo llama a gritos. La práctica le concede continua ocasión de crear su propio estilo de saber: un profundo pensamiento ad hoc.

Llevado por esta dinámica torrencial, el médium se siente arrastrado hacia una comprensión de la realidad que supera lo metafórico. Pensando en Nietzsche, Slöterdijk afirma tajante: “el autor tiene la obligación de pensar peligrosamente”. A Wallraff no le basta dominar las estadísticas sobre la pobreza: quiere sentir en sus carnes el dolor y la angustia de ser un turquito en Alemania. Dôgen no se da por contento con las “palabras muertas” de deslumbrantes informes sobre el satori. Las busca “vivas”, para dejar constancia de lo que ocurrió en su cuerpo: “iluminado” como un Buda, aunque “devuelto” a la condición vulgar en forma de Bodhidarma, santón que no renuncia a ser antena corpórea por la que desciende la energía celeste y da vida al corazón y movimiento a piernas y brazos. Todo lo anterior pone en peligro al médium: peligro de sufrir en demasía, de no resistir, de mentir, de equivocarse, de aburrir.

El sanador homeopático o el protagonista de un trance (mecánica o químicamente estimulado) no actúan como simples voceros de experiencias ajenas. No se jactan de ser cuerpos sanos que, movidos por sentimientos encomiables, “atienden” en un territorio enfermo, poblado con cuerpos ajenos al suyo. El médium del que hablo se enferma de verdad, a conciencia, de una enfermedad a la que ya era adicto: su investigación incluye cierto pathos autobiográfico. El médico se descubre enfermo de sí mismo. Quiere explorar lo que le fascina. El carácter homeopático de su búsqueda ahora no es otra cosa que una aceptación/vivisección/superación de sus contenidos de conciencia, en conexión más o menos fluida con los de aquellos a quienes investiga. Eso es zazen.

El médium sigue siendo un aprendiz, no olvidemos. Su investigación es una aventura cuyo final desconoce. El aventurero no espía el final de su propio film de suspenso. El médium (que se dejó inocular morbos ajenos, ahora también suyos) ya no quiere retornar al equilibrio anterior. La metáfora homeopática no le alcanza. Ahora su gesto es trascender el lugar en que se encuentra. Si está de pie encima de una columna, como el famoso personaje del koan, le toca dar un paso al frente. La homeopatía le queda corta, porque ella busca en buenas cuentas el equilibrio de lo sido, o un nuevo orden sistémico, como esos regímenes estrictos que suceden al caos provisorio de las revoluciones. Al contrario, el médium se interna en la transgresión, “pasando a través” de su propia materialidad y su propia identidad. Transgresando, como diría que decían los antiguos.

Suavemente arribamos al concepto al que me dirigía desde el comienzo: el médium, hombre que conoce con su cuerpo, comete transgresión. El pensamiento desde el cuerpo es transgresor porque no le basta conocerse a él mismo. No le alcanza con percibir sus límites. Quiere de alguna forma “arrancarse a sí mismo”, como dijera Foucault, ir más allá de lo que lo limita, sobrevolarse sin dejar de observarse, ponerse en un margen desde el que mirar otra vez hacia el centro, sabiéndose en el centro sin decirlo. Por eso, transgresión es varias cosas:

–algo que relaciona la idea de trascendencia con el exceso, con lo desproporcionado;

–algo que reordena la acostumbrada red de conexiones entre subsistemas de la realidad a nuestro alcance;

–y algo que se desprende de lo pensado una vez pensado, a fin de no lastrar en exceso la vida.

En tales condiciones, el médium vive en situación comprometida: intensa y absorbente, nadie duda; pero indefenso ante el exceso consentido de “pensar peligrosamente”. Asumiendo los riesgos, con suerte se evade del serrallo protector de las teorías aceptables. Para eso, dejando libre curso a su ambición, tiene que construir una hipótesis enteramente digna de ser discutida. Ahora bien, si su hipótesis de verdad es discutible, como él tanto desea, puede incurrir en un fracaso. O porque no sea considerada falsable y se acabe transformando en algo literalmente in-significante. O porque, al contrario, se vea “falsada” y sus errores la arrojen a las tinieblas exteriores, fuera del mercado intelectual, por improcedente, o por incompetente.

Pero el médium no tiene alternativa y sigue viaje. Se descubre rehén de una red de problemas que lo arrastran hacia zonas más profundas del mismo mar de barro. Su esfuerzo a lo sumo podrá recabar una legitimidad insegura. A veces será capaz de producir una teoría ficcional dotada de algún encanto retórico. Otras señalará pistas para indicar hacia dónde avanza la corriente. En ambos casos, el médium conseguirá celebrar la módica “actualidad” de un pensamiento que sigue siendo contemporáneo cuando evita el estado endurecido de lo que tiene “autoridad” y sigue mirándose de frente como lo que simplemente es, máquinablanda.

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