Inicio » Edición Impresa » MÁQUINABLANDA » Preparen los pañuelos

Preparen los pañuelos

MÁQUINABLANDA

 

En el Gatica de Leonardo Favio hay una imagen que insiste: es un primer plano de la cara del Mono, ya ensangrentada, en el momento exacto en que la desfigura el golpe enguantado de un rival. Clásico de la puesta en escena cinematográfica del boxeo, el plano aparece primero en su contexto “natural” –una pelea– y tiene el mismo valor deíctico, de acusación y subrayado, que podría tener un zoom. Poco a poco, sin embargo, a medida que el film progresa y los combates se multiplican, la imagen de ese rostro centrifugado por la brutalidad parece adquirir una extraña autonomía: sigue siendo el punto más álgido de una escena de pelea, pero su tempo ralentado y su repetición, que no tardan en estetizarlo, lo despegan de algún modo del contexto dramático y lo convierten en otra cosa, signo o complejo de signos que merece o más bien exige ser leído solo, en sí mismo, como si fuera menos un eslabón de esa cadena que es el film que la sinopsis, el logotipo, la alegoría del film entero y –quién sabe– de aquello de lo que el film habla: la argentinidad como goce en el martirio. Soberano y completo, privilegiado por una plenitud semántica que no comparte con ninguno de los otros planos que componen el film, ese plano de rostro martirizado, sinécdoque del calvario del ídolo popular, pasa a ser lo que Alain Badiou llamaba hace unos treinta años un “enunciado ideológicamente separable”: una “frase” que no depende de ninguna subjetividad, que significa por sí sola y que se presenta como una evidencia universal; es decir: como una verdad.

Nunca pensé tanto en ese plano de Gatica (y en Badiou) como el año pasado, entre agosto y noviembre, cuando descubrí que, más allá de las atracciones múltiples que abarrotaban los decorados, el elenco siempre cambiante de huéspedes, la diversidad de los materiales de archivo que se exhumaron y las “sorpresas” preparadas por la producción, los trece episodios de La noche del 10 –el programa con el que Maradona blanqueaba una condición perenne pero quizá nunca del todo explicitada: su carácter de telemártir y su papel crucial, por otro lado, en la consolidación de la alianza entre televisión y deporte que rige desde hace años cierta manera “espontánea” de “vivir” el “ser argentino”; en otras palabras: lo que seguimos condenados a llamar populismo– repetían una y otra vez, sin cansarse pero también sin alterarla, como si la sucesión de las semanas no sólo no pudiera aportarle alivio alguno sino ni siquiera afectarla, una misma escena: la escena del llanto. Carísimo, superproducido, con un despliegue de estudios tan fenomenal como anacrónico para la televisión contemporánea, La noche del 10, sin embargo, no invirtió en rubro alguno con la liberalidad y el ahínco y hasta la militancia con que invirtió en el rubro lágrimas. Jamás se vio llorar así en televisión.

La cosa era previsible en el programa inaugural, el 15 de agosto, cuando los moqueos de Maradona y sobre todo los de su padre, su madre y su séquito de familiares, ubicados en primera fila, lo más cerca posible del ídolo –como las profesionales napolitanas del llanto se ubicaban en los funerales siempre cerca del muerto–, funcionaban un poco como el resumen de lo publicado de los viejos folletines. Se lloraba por todos los infortunios del pasado (que el mero estreno del programa parecía archivar definitivamente en la historia): se lloraba por la cortada de piernas del Mundial 94, por cierto aguantadero drogón de Caballito, por los hijos naturales y el insomnio judicial, por los cortocircuitos con la prensa, por las hospitalizaciones, por la cocainomanía, por los cincuenta kilos de sobrepeso, etc. Dado que se llora siempre en general –lagrimear es lo contrario de pormenorizar–, llorar, en efecto, era en su caso hacer presente un pasado frondoso en infortunios pero al mismo tiempo era evitar precisarlo; era recuperar todo su valor contrastante (el Maradona que había estado ahí, al borde de la vergüenza, de la cárcel y de la muerte, ahora estaba acá, en el prime time del canal ABC1, agasajado con una opulencia de la que jamás gozaron las estrellas criadas en la televisión, un mundo, por otra parte, en el que Maradona irrumpía como un advenedizo y al que volvía, al mismo tiempo, como un hijo pródigo) pero también eludir sus reclamos de nitidez.

Pasaron los programas y Maradona demostró lo increíblemente rápido que la avidez, la curiosidad y la torpeza acomplejada del parvenu cedían en él a la soltura, el profesionalismo instantáneo y hasta la prepotencia del desterrado que vuelve a su elemento original para recuperar lo que siempre le perteneció. Pero por alguna razón todo el mundo seguía llorando. Incluido él, que a esa altura del partido sólo tenía motivos para relajarse. Todo cambiaba, todo rotaba –para decirlo en el idioma específico de la TV– y La noche del 10 amenazaba con ser el primer y único reality show que Endemol no había imaginado.

Después del abrazo bolivariano con Pelé, ¿quién no presintió todo lo que se venía, todo lo que por fin nos sería dado ver a medida que fuera sucediendo: el café de desagravio para el pobre Cyzterpiller, el piquito de la paz con Guillote, la recaída en el vicio blanco (con su previsible rehabilitación en cámara), la reconciliación definitiva con Claudia? Lo único que se mantenía intacto eran esas crispaciones, esas crisis, esas pequeñas catástrofes glandulares –el llanto– que, aunque indignas de la categoría de “escenas”, no carecían con todo de cierto esquema formal básico: el llanto maradoniano –como el logotipo de la víctima en el Gatica de Favio– sólo existía en primer plano.

Omnipresente pero gratuito, ya no era efecto de ninguna causa, no era dramáticamente funcional, no expresaba nada; terco como una redundancia, era una especie de cascote ejemplar, siempre flagrante y a la vez siempre imprevisto, que el programa ya podía darse el lujo de no programar pero con el que tropezaba fatalmente, como el compulsivo con su goce.

Y sin embargo, antes que ser un obstáculo, las lágrimas fluidificaban.

Lubricaban, fieles a su misión fisiológica original, la continuidad entre un número y el siguiente –clásico talón de Aquiles de las variedades televisivas–, aceitaban las articulaciones y optimizaban de algún modo un rendimiento que ni el autofanatismo extraordinario de Maradona ni el background de Goycochea en el arco o el slip modelling estaban todavía en condiciones de garantizar.

(Compulsividad, efecto optimizador: ¿y si llorar no era más que el sosías purificado de la cocaína, su versión húmeda, extrovertida, rentable: televisiva?) Al cabo de cinco o seis emisiones, cuando se hizo evidente que ya no quedaban razones adultas para pucherear y que Canal 13 sostendría el mito televisivo de la resurrección de Maradona a toda costa, incluso al precio –en caso de emergencia– de reemplazarlo por un doble, el llanto desnudó su verdadera importancia: como los planos de sadismo facial de Gatica, no era una parte del programa: era el único signo capaz de sustituirlo por completo, sin dejar resto, y el elemento verdadero –el único– en el que podía navegar sin hacer agua. De modo que era él, el llanto, y no Maradona ni Goycochea, el verdadero conductor, el hiperconductor –como se dice del océano o de las estepas– de La noche del 10. Y el llanto era (o es, porque la pesadilla, anuncian las gacetillas, no ha hecho más que comenzar) lisa y llanamente la emoción. No una emoción posible, historizable porque ligada a cierto afecto, cierto estímulo, ciertas coordenadas particulares, sino la emoción; o más bien el efecto macabro de una alquimia capaz de elevar a la categoría de emoción –es decir de experiencia vital– una convulsión facial, la mueca de un sufrimiento sobreactuado, una efusión de la carne que es muda pero elocuente, ciega pero enceguecedora, sorda pero hipersensible. Formateado por La noche del 10, el llanto era algo tan cercano a la idiocia como un trance o un éxtasis, y así también de radical y de inapelable. Porque la emoción, como nos recordó el Canal 13 a lo largo de esas trece noches de lunes, es lo que no se discute. De ahí la vergüenza, la sensación de absoluta vileza que no podía dejar de provocar la unanimidad celebratoria con que los medios, hechizados por los efectos del by-pass gástrico en la cintura de Maradona y el desfile de celebrities balbuceantes que convocó, recibieron el programa, no menos monolítica y cobarde que la obediencia que solían desplegar hace ahora treinta años, cuando lo que oprimía al país no era la dictadura de la emoción sino la del terror.

Lo irónico es que la patria desde la que nos llega esta dosis masiva de lloriqueos extorsivos es la misma patria viril que siempre despreció las “debilidades” del llorar y condenó a los varones que no querían o podían reprimirlas por el delito de traición al propio género; la misma que al menor tartamudeo, al menor asomo de enrojecimiento conjuntivo, despachaba a cualquier llorón inminente con una orden que ya es un clásico –dentro y fuera de las canchas de fútbol– de la gramática imperativa nacional: ¡a llorar a la iglesia! Es poco probable que la voz, todavía animada por un saludable anticlericalismo, sea reemplazada alguna vez por “¡a llorar a La noche del 10!” Nada sería más atinado. El programa de Maradona es exactamente eso: la mezcla perfecta de lloratorio y de iglesia donde se asilan para llorar los que antes humillaban a los llorones y desde donde predican ese fascismo emocional –híbrido nauseabundo de victimización, ejemplaridad de “número uno”, autocomplacencia y poder– que no sólo no tolera el menor disenso sino que llama a tomar las armas ante la mera distancia, el asombro o cualquier cosa que no sea la adhesión.

Macerada en el descreimiento, la compulsión a objetar sólo desde la perspectiva de la contrariedad individual y ese ersatz infantil de la crítica que es la indignación, “la gente” –ese gran sujeto “emocional” fundado por los medios– se jacta de ser implacable y desconfía de todo: clase política, instituciones, fuerzas de seguridad, partidos, bancos, sindicatos, cofradías profesionales, servicios de delivery, paseadores de perros, etc. De todo –menos de la cara tumefacta por las lágrimas de Maradona, que, según el himno de Rodrigo, “regó de gloria este suelo”, como Jesús “carga una cruz en los hombros por ser el mejor” y “por no venderse jamás al poder enfrentó”. (Pocas cosas me impresionaron tanto como ver a Maradona cantar esa canción en primera persona. Quiero decir: verlo a él, celebrado por su “humor” y su “ingenio verbal” aun por los que disparan contra la idolatría que despierta, cantarla sin la menor sombra de ironía. Gran cumbre solipsista, esa relación de creencia absoluta entre el ídolo y la exaltación musical que otro le había dedicado era el reflejo anticipado de la que la opinión pública establecería con su incontinencia lacrimal.) Desconfía de todo, menos de las máscaras sollozantes de don Diego y Tota. Y de todo, por supuesto, menos del medio que pone en escena ese gabinete de sollozos.

La iglesia argentina, tranquila: los afanes de aggiornamiento pueden quedar para otra ocasión. Ya hay una Iglesia Maradoniana: existe desde 2003 y hasta hoy tiene sesenta mil fieles inscriptos. Aunque la conexión no es oficial y acaso no lo sea nunca, su sede (a la vez su templo y su museo) es catódica y se llama La noche del 10.

Iglesia, club de fans: el fenómeno es banal. Lo que es menos banal es que este neofundamentalismo de la emoción, arraigado básicamente en la lógica maníaco-depresiva del deporte y el culto a la celebridad del show business, se convierta en el credo oficial de la Argentina. La sangre fue. El desastre armado de los años 70 (primero), la represión militar (después) y el sida (por fin) la borraron del elenco de secreciones candidatas a animar una posible semiótica de la patria. Su lugar lo ocupan ahora las lágrimas, a la vez prenda de crédito y chantaje, factor de unión y ultimátum, fiesta y amenaza. Treinta años atrás, el que no saltaba era holandés. Los términos no, pero la lógica –deportiva, emocional y conminativa, es decir: fascista– ha sobrevivido: ahora el que no llora no es argentino.

1 Mar, 2006
  • 0

    Libros invisibles. La clínica y la lectura

    Aquiles Cristiani
    1 Mar

    La plaza del ghetto se reduce a los límites del ghetto. Héctor Libertella, El árbol de Saussure. Una utopía.

  • 0

    Estado de la memoria

    Martín Rodríguez
    1 Sep

     

    El film El secreto de sus ojos consagró en 2010 otro “éxito de la memoria” y obtuvo el segundo Oscar nacional, lo que volvió a confirmar...

  • 0

    Spinetta y la liberación de las almas

    Abel Gilbert
    1 Jun

     

    Luis Alberto Spinetta se fue el 8 de febrero de 2012, a los 62 años. Tenía 23 años cuando grabó Artaud, ese disco irreductible a la...

  • Send this to friend