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I. En el otoño de 2004, con llamativa repercusión, se estrenó en Londres la ópera Destino manifiesto, de Keith Burstein. Burstein es un orgulloso compositor anacrónico. Para él, la modernidad se ha inscrito en clave de una ruidosa “catástrofe” en el mundo de la música clásica y dejó un lastre de obras “sin melodías, discordantes y arrítmicas”. Por eso desprecia al “establishment atonal” que “controla la cultura”. Con Destino manifiesto, Burstein quiso darle al “público” lo que cree que más le gusta: un espectro romanticón y discernible. La curiosidad que despertó la ópera no tuvo que ver con sus retornos al pasado sino con los guiños que hacía al presente el libreto de Dick Edward.
“Al-Qaeda´s love story”, la llamó el diario The Observer. Destino manifiesto cuenta la vida y posterior inmolación de Leila. Es una poeta musulmana y vive en Londres con Daniel, un judío liberal que es compositor y con el que está escribiendo una ópera. El estado del mundo después del 11 de septiembre de 2001 la perturba tanto que decide unirse a la red de Osama Bin Laden. Daniel se desespera y queda ciego. Lo que Leila no ve al llegar a Cercano Oriente es el signo de la traición. Mohamed, uno de sus compañeros, la delata a los soldados norteamericanos. Convertido en colaborador de la CIA, va luego a buscarla a la base naval de Guantánamo, donde ella se encuentra cautiva. Mohamed es desenmascarado y sometido a torturas. Por un marine, sabrá luego que Leila se ha suicidado. Ese mismo soldado le entrega el libreto que ella terminó de componer. Cuando Mohamed es liberado, se lo lleva a Daniel. El músico ha vuelto a ver y así reconoce el título de la obra.
II. Burstein ha dicho que con esta ópera dentro de la ópera quiso diseccionar la vida y las emociones de un terrorista y traducir a los ojos de los occidentales lo que “está más allá de nuestra sociedad”. En aquel abril de 2004, mientras le daba los últimos toques a Destino manifiesto, los límites entre realidad y representación se disolvían “más allá” de la partitura. Los gritos de los torturados en las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib eran, a esas alturas, indisimulables. El ruido del dolor sólo se puede “silenciar” con más ruido. El ejército y los marines norteamericanos se proponían constatarlo por esos días probando su nuevo hallazgo tecnológico en Fallujah, el centro de la resistencia iraquí.
El Long Range Acoustic Device (LRAD, dispositivo acústico de largo alcance) tiene forma de satélite y es capaz de emitir altas frecuencias de decibeles “insoportables” a más de 500 metros de distancia. El coronel retirado Peter Dotto lo ha considerado útil para dispersar manifestaciones hostiles y protegerse de otras potenciales acciones enemigas. Según Woody Norris, de la American Technology Corporation (ATC) –los fabricantes del LRAD–, su fuente sonora puede provocar pánico y fuertes migrañas. Richard Salvi, director del Centro para la Escucha y la Sordera de la Universidad de Buffalo, advirtió que quienes quedaran expuestos a esas emisiones podrían perder la audición. “La compañía proyecta una situación en que, tras habérselos sometido a un ataque con sonidos de altos decibeles, los terroristas de Al-Qaeda salen corriendo de las cuevas tapándose las orejas con las manos. Pero en Bagdad u otras ciudades iraquíes donde hay edificios y multitudes, enfermos y viejos, además de niños, es probable que también todos ellos se encuentren al alcance del arma”, advirtió por su parte el diario Los Angeles Times. El aparato funciona asimismo como un poderoso megáfono al que se le adosa un Phraselator; de esta manera propaga voces de “advertencia” en tiempo real que pueden ser traducidas a 53 lenguas diferentes. El LRAD, además de variar las frecuencias que emite al campo enemigo, lee archivos MP3.
En el teatro de operaciones de Cercano Oriente, donde hasta los tanques norteamericanos tienen reproductores de CD, la música realiza los sueños soñados en el umbral de otros desastres.
III. Noventa años antes de que existiera el LRAD, Luigi Russolo estrenaba en Milán su primer concierto para el “entonarruidos”, un aparato diseñado al calor de las alucinaciones futuristas. Aquel 24 de abril, el Teatro Dal Verme funcionó como el primer tester de lo que Russolo ya había sistematizado en El arte de los ruidos. La música, se leía en ese manifiesto, evolucionaba junto con las máquinas y estaba en condiciones de “amalgamar los sonidos más disonantes, más extraños y más ásperos para el oído”. La novedad técnica permitía “disfrutar mucho más combinando idealmente los ruidos de tren, de motores de explosión, de carrozas y de muchedumbres vociferantes, que volviendo a escuchar, por ejemplo, la Heroica o la Pastoral”.
Russolo no olvidaba los sonidos de la guerra moderna, por supuesto, y glosaba en su escrito una carta que Filippo Tommaso Marinetti le había enviado desde las trincheras de Adrianópolis: “cada cinco segundos cañones de asedio destripar espacio con un acorde ZANG-TUMB-TUUUMB amotinamiento de 500 ecos para roerlo, desmenuzarlo, desparramarlo hasta el infinito… Violencia ferocidad regularidad esta baja grave cadencia de los extraños artefactos agitadísimos agudos de la batalla Furia afán orejas ojos narices ¡abiertas! ¡Cuidado! ¡Adelante! qué alegría ver oír olfatear todo todo tarratatatatá de las ametralladoras chillar hasta quedarse sin aliento”.
Había que enriquecer a los hombres “con una nueva voluptuosidad insospechada” y, para eso, “apartarse progresivamente del sonido puro” hasta alcanzar el “sonido-ruido”. Una vez hallado el “principio mecánico” que lo produce, imaginaba Russolo, se podría “modificarle el tono partiendo de las propias leyes generales de la acústica”.
IV. “Cuando Cage, permaneciendo inmóvil ante su piano, deja que el público se impaciente, haga ruido, está devolviendo una palabra que el otro no quiere tomar. Anuncia la desaparición del vínculo comercial de la música: ni en un templo, ni en la sala, sino en todas partes, allí donde es producible, como cada uno quiere verla, por todos los que quieren disfrutarla”, escribe Jacques Attali acerca de 4´33 (en Ruidos, ensayo sobre la economía política de la música). 4´33 no sólo destruye el concepto de obra y demuestra que el silencio absoluto es una quimera. Cage reivindicó con ella la posibilidad de tomar de la realidad materiales cualesquiera y encontrarles una nueva jerarquía sonora. Todo puede articular un discurso: el crepitar de una hoja o una respiración, pero también el grito que avizora la catástrofe.
Como poseído por el fantasma de Marinetti, Karlheinz Stockhausen –alguna vez miembro dilecto del “establishment atonal”– encontró en la misma catástrofe los fundamentos de una obra jamás escrita al estetizar el derrumbe de las Torres Gemelas. “Lo que sucedió es la mayor obra de arte que ha habido nunca… Comparado con esto, como compositores nosotros no somos nada.” György Ligeti respondió: “Si interpreta ese asesinato de masas a traición como una obra de arte, lamentablemente debo decir que habría que encerrarlo en una clínica psiquiátrica”. Nadie se atrevió a escuchar más allá del estruendo.
El ruido no sólo es el síntoma de que la música se separa cada vez más de la sociedad (¿hay acaso melodías que remeden la fractura?): ha quedado inscrito como la guerra que se organiza en la ciudad y el campo de batalla por otros medios. El ruido es un arma cargada de futuro, el destino que se manifiesta en 200 decibeles.
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