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Resulta extraño que Paul Virilio no haya incluido la obra de John Duncan en la serie de “casos” que acumula en los penosos panfletos contra el arte contemporáneo contenidos en su libro El procedimiento silencio (Paidós, 2001). Quizás se deba a que –pese a haber ido casi tan lejos como los accionistas vieneses en los campos de las performances, el action y el body art– este artista nacido en Wichita, Kansas, en 1953, y formado en el California Institute of Arts con Allan Kaprow, mantiene su condición subterránea y no está tan a mano. Una lástima, porque su obra le habría servido a Virilio bastante mejor que la de varios de los New British Artists para la operación de homologar el arte actual con el terrorismo, denuncia esta un poco tardía si recordamos, entre tantos otros enragés, a Lautréamont, Arthur Cravan,William Burroughs, los situacionistas o la invitación de Breton a salir a disparar al azar sobre la multitud.
En 1980, Duncan realizó una obra violenta, autodestructiva y desesperada, Blind Date, para la que viajó a Tijuana, México, donde alquiló el cadáver de una mujer para tener con él relaciones sexuales. El acto fue grabado en audio. Luego, de regreso en Los Ángeles, Duncan se hizo practicar una vasectomía que documentó fotográficamente, bastante antes de que Orlan comenzara con sus obras quirúrgicas. Con ese material, en una galería, llevó a cabo una performance privada consistente en una conferencia y la escucha del material de audio obtenido en México. Su propósito, como explicó entonces, era el autocastigo, y asegurarse de que su última y más potente semilla se hubiera gastado en un cadáver. La experiencia, de un “malestar indescriptiblemente intenso”, estaba dirigida a “mostrar lo que puede ocurrir con personas entrenadas para ignorar sus propias emociones”, al costo de un daño psicológico terminal. “Puse en peligro la capacidad de aceptarme a mí mismo. La capacidad de tener una vida sexual… y la capacidad de amar”, explicó entonces el artista.
Blind Date le valió un repudio inmediato en el campo artístico estadounidense. Para completar el aislamiento que se había ganado, Duncan se autoexilió en Tokio, donde permaneció diez años. Allí, entre otras obras, realizó intervenciones clandestinas en la frecuencia de la cadena televisiva NHK: utilizando un equipo portátil, emitía video collages hechos con fragmentos de películas de porno duro y textos suyos. Su trabajo actual se centra en el terreno del sound art, que es común al campo de la música y al de las artes visuales y contra el cual también despotrica Virilio en El procedimiento silencio.
El libro muestra a un pensador que fue original, penetrante, en el momento en que su lógica apocalíptica –su “anarquismo cristiano”– se cierra sobre sí misma para convertirlo en un neoludita exasperado y reaccionario, defensor a ultranza de la “democracia representativa”, como si ésta existiera hoy en alguna parte y no fuera, junto con la economía, el principal mecanismo de dominio planetario. Como si el estado de cosas en el mundo fuera responsabilidad del arte contemporáneo, y no del capitalismo y su voluntad de cegar la historia. El acusador Virilio se apresura además a equiparar la representación en arte con la representación en política, asunto que daría para un largo debate aparte, y, en su alerta “temprana” sobre los “peligros” de lo presentativo, nos advierte que todo esto terminará en la “democracia virtual” y el voto a través de encuestas de opinión, situación de la que acaso nos habríamos librado de no haber aparecido la diabólica abstracción, que secuestró el mundo reconocible de la superficie de la pintura.
Virilio mezcla y simplifica todo; llevado por el casus belli contra el arte contemporáneo, reinterpreta la historia de acuerdo con su argumento principal, porque la recepción que espera, que crea a través de un estilo repleto de mayúsculas y signos de admiración, y que busca a gritos, es la de los espíritus sencillos, que tal vez se sentirían igualmente interpelados al ver la execración espectacular y sin subtextos de la última “locura” del arte en un noticiero televisivo o en la prensa amarilla.
En esa simplificación, malentiende intencionalmente la célebre frase de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. Porque, entre otras cosas, lo que formuló Adorno fue una defensa del arte –en ese momento, moderno– y sus procedimientos, frente a quienes, como Virilio ahora, pretendían retrotraerlo a zonas menos inquietantes. Para que no quepan dudas, Virilio lo dice con todas las letras: volvamos al impresionismo, a la buena forma, al arte sacro, y olvidemos las vanguardias, partidarias de la muerte y la iconoclastia terrorista.
Hay otro aspecto que Virilio ataca con encono –y no equivoca el blanco, porque atañe a uno de los rasgos centrales del arte contemporáneo y cuestionarlo es crucial para la convocatoria al linchamiento. Se trata del persistente proceso de convergencia entre géneros y disciplinas artísticas, del borramiento de las divisorias, de la aparición de lo verbivocovisual (Joyce): eso que Adorno denominó “desflecamiento”, y Dick Higgins, intermedia. La pena es que una vez más la denuncia llega demasiado tarde. Dice Virilio: “Mañana, está cantado, gracias a lo digital, la música electroacústica se convertirá en un generador de nuevas formas de arte plástico”. Ese “mañana” que él execra, sin embargo, es el que ya detectó Adorno hace casi cuarenta años. La convergencia se produjo cuando la espacialidad reemplazó a la temporalidad o empezó a alternar con ella en la música contemporánea, cuando Fluxus inició sus experimentos de Fluxus, cuando primero Cage y más tarde Max Neuhaus reactualizaron la musique d’ameublement de Erik Satie. Se produjo con la caída de límites entre las especificidades de lo sonoro y lo visual en las obras site-specific, algo que en modo alguno significó un regreso de la Gesamtkunstwerk wagneriana, porque en estas obras, lejos de pureza, hay pura contaminación. Para Virilio, la contaminación mutua entre lo visual y lo sonoro se despliega como una conspiración que él vincula con el silencio (de los “corderos”, de los “inocentes”) de los campos de exterminio: lo que denomina, la “estética de Auschwitz”. Sin embargo, como demostró Susan Sontag en The Aesthetics of Silence, el silencio, y sus múltiples significaciones, es una marca del arte contemporáneo –desde el viaje de Rimbaud a África, hasta 4’ 33’’ o el silencio de Duchamp– y calificarlo como impotencia o resignación es demasiado primario.
Todo es añoranza de la inmanencia perdida. Virilio no admite que las nuevas tecnologías o el cuerpo puedan utilizarse de un modo subversivo o crítico, y nos anuncia el inminente advenimiento de “un arte oficialmente terrorista”, sin imágenes, “pura presencia”. Premonitoriamente, en 1988 Guy Debord, a quien Virilio desprecia y que ya había creado un arte –un cine– sin imágenes, advirtió sobre la extensión y el multiuso ubicuo que el término “terrorista” tendría en los años por venir, los que estamos atravesando: “Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo, el terrorismo. En efecto, prefiere que se la juzgue por sus enemigos más que por sus resultados. La historia del terrorismo la escribe el Estado; por tanto, es educativa. Las poblaciones espectadoras no pueden, por cierto, saberlo todo acerca del terrorismo, pero siempre pueden saber lo bastante como para dejarse persuadir de que, en comparación con ese terrorismo, todo lo demás les habrá de parecer más bien aceptable o, en todo caso, más racional y más democrático”.
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