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Una endemoniada falta de matices

MÁQUINABLANDA

 

En los últimos meses, Argentina ha sido escenario de un conflicto político de alta intensidad. Si uno pretende, como pocos de los que escriben sobre estos sucesos, mirarlos sin argumentar a favor o en contra de quien-se-quiera, la paradoja es que, si bien el paisaje está repleto de matices, justamente son los matices lo que está ausente en los protagonistas. En una de las tesis sociohistóricas más extraordinarias y menos conocidas, Norbert Elias señaló que la historia de la formación de un Estado nacional deja sedimentos en los modos de percibir, vivenciar, significar, imaginar, sentir y actuar de las personas que lo habitan. País especialmente discontinuo en esa historia, la Argentina contrasta desde el siglo XIX, así como en el XX, no con Francia e Inglaterra (lo que es obvio), sino con algunos de sus vecinos, como Brasil, donde para bien y para mal la continuidad domina la historia. Aquí, las rupturas atraviesan los momentos clave y aparece una serie de homologías: ese tiempo de crisis cíclicas presenta la misma forma que la escisión espacial fundante y persistente entre Capital e Interior (recurrente incluso en las disputas ligadas a la aduana central), y esas oposiciones se proyectan hacia otros universos simbólicos.

Los argentinos no solo hemos practicado la soberbia nacional del granero del mundo y el enclave europeo, fuente de fama global. También, y muy cotidianamente, tendemos a creer que vivimos en el peor de los países posibles. Si los matices se ausentaron de nuestro tiempo, de nuestro espacio y de nuestros sentimientos hacia la idea de nación, en realidad resultaría sorprendente que se hicieran presentes en el universo de las ideas y las prácticas políticas. Se trata, en cierto sentido, de una sorpresa que sería necesaria en el sentido de Elias: solo desde ese universo, que es el que construye hoy el Estado nación, podrían transformarse lentamente nuestros modos de significar y actuar en el tiempo y el espacio, es decir, generarse nuevos procesos que a su vez sedimenten en el habitus de los argentinos.

En el conflicto entre “el Gobierno” y “el campo” se lee la persistencia de la discontinuidad como modo de constituir lo político. La dicotomización de los diversos actores, que en más de una escenificación enunciaron al otro como enemigo, es imposible de anclar en una racionalidad económica y debe ser referida a una racionalidad política de extrema peculiaridad. Si de racionalidad económica pura se hubiera tratado, convocando la antigua hipótesis de base y superestructura, el Gobierno habría perdido en varios aspectos y el enlace de la Mesa se habría aflojado antes si otros fines e intereses no hubiesen sido decisivos. Si la racionalidad política se encuentra constituida culturalmente, la que nos ofrece una perspectiva de interpretación es la tesis de Elias.

El Gobierno tuvo un logro categórico: ha unido a pequeños y grandes, a cerealeros y ganaderos, a los norteños y los pampeanos. Consiguió renovar la energía de una identidad poderosa: el campo. Al tratar como igual lo desigual, el porcentaje homogéneo de retenciones para productores heterogéneos obtiene una correspondencia con lo discursivo y lo simbólico: ayudó a generar identidad en oposición a lo que se vivencia como desconocimiento.

El resto lo hicieron una memoria reactivada e intereses corporativos muy profundos. El desconocimiento actualizó la retórica interiorana, y por ese camino a las personas que estaban en las rutas les cuesta analizar matices tanto como al Gobierno. ¿Estarían acaso de acuerdo en promulgar una ley que autorizara los cortes de ruta? ¿Alguno de ellos criticó años atrás a los desocupados? ¿Estarían dispuestos a medirse con la vara con la que miden?

¿Cuáles son algunos de los matices que el binarismo impide analizar? La cuestión de la distribución de la riqueza es sin duda decisiva en la Argentina, y alude al tipo de sociedad que se pretende constituir. Hay países, como Chile, que en las últimas décadas redujeron fuertemente la pobreza y la indigencia, pero no han modificado la desigualdad entre ciudadanos de distintas capas –o “magnitudes”–. Eso mismo, con reducción de la desocupación, fue lo que sucedió aquí entre 2003 y 2007, aunque posiblemente en el último año la pobreza haya vuelto a crecer a causa de la inflación.

La inexistencia de estadísticas hace difícil tener certezas de estado. Reducir la desigualdad sin producir efectos contrarios a los buscados es bastante complejo y no se limita ni a la soja ni al campo.

Más allá de si esa fue o no la intención de la medida del 11 de marzo, no es necesaria una perspectiva compleja para entender que la improvisación, la ausencia de análisis, la falta de debate interno, la imprevisibilidad acerca de las consecuencias políticas y económicas estuvieron presentes en la medida. Para alguien que se pregunta “¿Y después qué?” y observa con cierto temor la emergencia de otra mesa de enlace, política en este caso, con gobernadores de la vieja guardia, el problema más grave es saber si desde el poder actual ha habido una renuncia al intento de construir hegemonía. Esto es, de construir consensos, de atraer hacia sí a sectores medios, de no pretender que la legitimidad emerja exclusivamente de la legalidad.

Del otro lado, resulta claro que aquellas sedimentaciones estaban también muy activas. Entre los miles que se han manifestado en calles, rutas y plazas, ha habido temerosos y temerarios, desahuciados y suntuosos, angustiados y voraces, peticionantes e insaciables. Otros pasados, de los cuales los argentinos hablamos menos que del 76, se han tornado en ese proceso muy presentes. Retóricas que aluden a temas clásicos requieren como el agua de la presencia de esos fantasmas de la raza, la barbarie y la ausencia de convicción republicana. Ninguno de estos elementos puede emplearse seriamente como adjetivo para “la protesta del campo”. A la vez, la dicotomización hizo que no se oyeran de los protagonistas “del campo” críticas implacables a los colegas suyos que invitaron a la escena pública esos tropos tan persistentes como preformativos.

Es sabido que el binarismo constituye en buenos para mis ojos los argumentos de mi campo y en malditos los del campo vecino. Al convertir cualquier idea en mero instrumento de una batalla que ya no es de ideas, los argumentos acerca de los procedimientos, la distribución, la calidad, la exportación, se amontonan produciendo, ora un efecto de incoherencia, ora un efecto de inverosimilitud. Posiblemente, el modo en que intervino y la dificultad para comprender los sucesos, a diferencia de lo que había sucedido con Blumberg y con las reelecciones después de Misiones, socavó credibilidad al discurso gubernamental. La Biblia y el calefón parecían en el otro campo en el que nunca hubo monocultivo ideológico de argumentos y en el cual cosechas de lo más dispares eran bienvenidas.

Los que no estaban alineados desde antes se enfrentaron con dos opciones. Una, más cercana a la Realpolitik, parte del principio “así es la política en la Argentina”. Entonces, a veces con amargura, asume críticamente alguna de las dos banderas. Cuando se acerca al Gobierno, generalmente lo hace por una genuina creencia en la redistribución, incluso si esta aún no ha sido auténtica. Cuando se acerca a la oposición, es generalmente por una convicción sincera de que al fin y al cabo el Estado tiene la mayor de las responsabilidades o incluso toda la responsabilidad. Se apela así a una antigua tradición que exculpa siempre y en todo a las “víctimas”, autorizando moralmente a la irresponsabilidad, que en este caso se verificó en el extremo de la acción tanto como en la defensa pública de prácticas muy arraigadas de economía y trabajo informal que tienen otras víctimas.

No por estar demasiado alerta puede uno prever que, en aquellas sedimentaciones, cualquier mirada acerca de la dicotomía corre el riesgo de ser simplificada rápidamente como reedición de la teoría de los dos demonios. Teoría que tuvo pretensiones políticas y jurídicas respecto de la cuestión de los derechos humanos y cuya crítica proyectada a todos los casos donde emerja una dicotomización deviene un verdadero obstáculo epistemológico. El binarismo de nuestra cultura política es ciertamente endemoniado, pero el problema radica en que no se trata de demonios, sino –justamente– de gobernantes y gobernados que perciben, significan, imaginan y actúan a partir de formas constitutivas que no consiguen desarmar ni desnaturalizar. Y cuando uno pierde la posibilidad de tomar distancia de su propia práctica, de pensarla como cultura contingente, esa estructura impensada pasa a gobernar nuestras prácticas de manera naturalizada.

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