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Genio y figura de un blogger.
Que me preguntaran por qué administro un blog sería como si me preguntaran por qué escribo, por qué empecé a escribir. Naturalmente, empecé a escribir por presión (o demanda) institucional. No sólo ejercicios escolares del tipo “Sonia asea la sala” sino también, como conté en La clausura de febrero y otros poemas malos, poemas para festividades escolares (a cambio de los cuales obtenía “privilegios”). A partir de ahí, todo fue experimentación. Cuando las “escrituras on-line” se desparramaban por el mundo como una epidemia viral (y al mismo tiempo que las epidemias virales) yo estaba entusiasmado en pensar la relación entre escritura y nuevas tecnologías (en la estela benjaminiana, naturalmente). En Brasil, donde los blogs se siguen como telenovelas desde mucho antes que en la Argentina, interesaron mis hipótesis (“Orbis Tertius, La obra de arte en la época de su reproductibilidad digital”) y allí me hicieron conocer la “blogger revolution”, que fue el pan nuestro de cada día durante algunos años.
Cuando me enteré de que un representante de la más rancia cultura letrada como Guillermo Piro tenía un blog me decidí a inaugurar el mío, sobre todo porque ligaba bien con la ética de la literatura (como experiencia) que yo venía sosteniendo: diarios, o fragmentos más o menos falsos de diarios, ya había publicado varios. ¿Por qué no hacerlo on-line?
Empecé, pues, con un diario de viaje (siempre es más cómodo remitir a los amigos a una dirección electrónica que andar contando en cada correo las mismas nimiedades). Vuelto de ese viaje más o menos mágico (en realidad, fue un viaje de trabajo, pero entre la magia y el trabajo yo no sé bien qué diferencias hay), Andy Nachon, que había venido siguiendo mis peripecias italianas, me pidió el texto para la instalación Algún jueves, un domingo. Usted está aquí que estaba preparando. Como me parecía poco serio republicar algo ya leído (al menos, en mi imaginación) por todo el mundo, le propuse a Sebastián Freire (conocido como “Esteban” entre la comunidad polaca residente en Nueva York) que armáramos un libro en conjunto y así surgió Diario de un reciencasado, que fue expuesto primero junto con el grupo Suscripción y después en la Feria de Libros de Fotografía del Espacio Ecléctico. Alberto Goldenstein tuvo la generosidad suficiente como para ver en ese libro una muestra para la Fotogalería del Rojas, que dirige. Allí fuimos. Entre unas cosas y otras (mis cursos en la UBA, el suplemento que dirigí hasta su desaparición, la publicación de mi segunda novela), no tuve muchas energías para seguir alimentando el blog. Cuando resultó que tuve un poco más de tiempo, una vez más, fue Piro quien me puso ideas en la cabeza y me esclavizó a Blogolandia (decir “blogosfera” me resulta, todavía, un poco petulante). Me pareció que el medio se prestaba bien para ensayar la forma folletín, hoy tan abandonada, y fui publicando como entradas de diario los capítulos de Montserrat, que después alcanzó la noble forma libro (primero en Buenos Aires y, ahora, en Barcelona).
Hace unos días, una lectora fiel me felicitaba y se asombraba por mi productividad diaria. En verdad, debo confesar que lo que hago casi siempre es republicar (con pequeñas variaciones) los textos que ya salieron en diferentes medios pero que, por una razón o por la otra, no están en la red. Agrego, cada tanto, cosas nuevas (después de todo, no he dejado de vivir, ni de leer, ni de escribir, ni de complicarme la vida con proyectos que, siempre, siento que están fuera del alcance de mis fuerzas y mis posibilidades). Sí, hago del blog una “central de operaciones”, un “motor” de escritura.
Naturalmente, mi curiosidad me ha llevado a descubrir sitios, prosas, problemas y (tal vez) autores que ligan bien con mis preocupaciones. Otro lector se refiere a este espacio como “La casa del gran agitador”. Sea. En todo caso, la ventaja de un blog respecto de otros medios (los diarios, las revistas) es que uno puede agitarse como loco sin tener que responder a compromisos ajenos (espurios). Un poco por eso (y porque realmente me fastidia la incompetencia y la mala fe de nuestros gobernantes) es que suelo agitarme contra el alcalde, sus secuaces y las figuras regias que adoramos aun cuando no podamos comprenderlas.
Experimento, investigo, curioseo. Como le pasa siempre a quienes escriben diarios, mientras tanto me transformo. Después de todo, la primera etapa de mi bitácora fue un diario de viaje que sólo cuando se transformó en libro adoptó un título (Diario de un reciencasado) que me obligó a responder al significante. Antes del blog, podría decirse, yo era una máquina si no célibe, al menos soltera.
Mme. Oswalda, la madama del prostíbulo cultural, me recrimina que confundo lo público y lo privado. Tiene razón, salvo en un punto: la confusión no es mía, sino de la época.
Meses atrás, un panel de especialistas reflexionaba (actividad que hasta los niños y los psicóticos desarrollan, de tanto en tanto) sobre la irremediable decadencia del blog, con el mismo tono de los viejos chotos quejándose de la “música moderna”: Facebook y Twitter arruinaron Blogolandia (decían), ya no hay comentaristas (plañían), los usuarios han migrado a otras formas de la felicidad y del snobismo. Sea. El más grande teórico antiblogs (que no es Feinmann) estaba en la sala y al finalizar el deslucido debate me acerqué a él para saludarlo y decirle que había pensado en responder sus hipótesis últimas sobre las bitácoras on-line pero que, luego de lo visto y oído, tal vez tuviera que darle la razón in toto: mis ilusiones metodológicas y mi entusiasmo por las formas de apophthegmata debían ser revisadas (justo cuando el blog que administro acababa de cumplir seis años y yo estaba a punto de atravesar la curva de mi cincuentenario).
Por fortuna, cuando ya la melancolía helada agarraba con su zarpa infame mi corazón amedrentado (merde!), recordé unas observaciones de sobremesa de Ricardo Piglia, que nos regalaba una teoría porque el guiso de lentejas se le había quemado un poco.
Piglia respondía, aquella noche, aquellas reflexiones mías que titulé con calculada pompa “Orbis Tertius (la obra de arte en la época de su reproductibilidad digital)”, sobre las que yo tenía que volver a pedido de un grupo de cineastas-surfistas de Brasil que me habían pedido una palestra sobre cine y nuevas tecnologías. Débil como soy al encanto combinado de las imágenes y los equilibrios acuáticos, acepté la encomienda sin sospechar que debería pensar todo de nuevo. Vuelvo a Piglia, que construía su teoría a partir de Benjamin y sus ya clásicas observaciones sobre arte y técnica. Cada vez que aparecen nuevas técnicas (y consiguientemente, nuevas utopías estéticas), decía Piglia, las artes “previas” se transforman (si no en su ontología, al menos en la consideración que de ellas tiene el público). Le pasó a la novela que, cuando apareció el cine, se volvió (literalmente) loca y experimental. Le pasó al cine que, hasta la aparición de la televisión, fue una porquería y sólo entonces pudo transformarse en un “arte noble” (Cahiers du Cinéma, nouvelle vague, lo que se quiera). Le pasó a la televisión, que se volvió “de culto” en el instante mismo en que las audiencias comenzaban a migrar a la Internet naciente (Twin Peaks) y que hoy (Los Soprano vs. Lost) organiza las pasiones estéticas (todas ellas) y el que no quiere darse cuenta de eso, en fin, vive en el pasado.
Pareciera que, liberado el medio (el medio es el masaje) de la presión insoportable de las audiencias, su “categoría”, lejos de estabilizarse, encuentra un umbral de transformación, un nicho cult: desencadenado de la persecución de lo moderno (la mitad baudelairiana del arte), el medio se consolida en una dirección que en su momento de mayor popularidad habría sido inconcebible: gracias al cine (mudo), la novela pegó un salto que le permitió alcanzar un cielo; gracias a la televisión, el cine (sonoro) pegó un salto hacia delante y, gracias a Internet y sus desvaríos, la televisión empezó a comprender la época de una forma totalmente inesperada. Hasta allí, Piglia (a cuyas palabras espero haber sido suficientemente fiel). Agrego ahora: gracias a Facebook y a Twitter los blogs se vacían de toda la histeria y el narcisismo que alguna vez sus enemigos le achacaron y las chillonerías suceden en otra parte, lejos, en páginas que ni bajo seudónimo (lo juramos) frecuentaremos nunca, y las bitácoras adquieren la coloratura de los “cuadernos de tapas marrones” que tanto amamos.
En pocas palabras: todo tiene un límite. Y ese límite es un umbral de transformación. Investigar esos umbrales (esos pasajes) es nuestra condena.
Pero, por supuesto, conviene tener en cuenta la crisis de las audiencias que el excelentísimo panel al que ya me referí había deplorado.
Me levanto por la mañana, por lo general solo (antes esperaba el desayuno en la cama, pero con la edad y su característica creciente atención a las cosas nimias que la jornada me depara, he perdido la paciencia y por lo tanto la capacidad de disfrutar de ese intervalo).
Después de las abluciones de rigor, preparo mi desayuno (invariablemente, café, jugo, algunas galletitas con queso, alguna fruta si hay) y me instalo frente a la computadora, una mac que ninguna persona que se dedique a asuntos visuales aceptaría, pero que a mí me sirve en un ciento por ciento.
Lo primero es atender el correo electrónico, donde nunca hay demasiados mensajes del día sino más bien mensajes que quedaron sin leer desde la noche anterior. Entre las diferentes categorías de mensajes encuentro algunos a los que les tengo cierta aprensión: los comentarios que quienes visitan mi blog (ese sujeto llamado troll) dejan en relación con mis “ocurrencias” diarias.
Como los comentarios a mi blog están moderados, debo decidir si publico o no cada uno de ellos. En los últimos meses se viene desarrollando en Internet (pero también en los periódicos) una polémica sobre los comentarios que leemos: ¿hay que publicarlo todo? ¿Hay que establecer algún tipo de moderación? Mis reglas son sencillas: nunca publico spam (vínculos a cualquier otra página, sin relación alguna con la entrada en la que el comentario va a aparecer) y nunca publico comentarios que me obliguen a una respuesta (por ejemplo, aquellos que atacan a mis amigos), salvo que yo tenga ganas de dar esa respuesta. Sucede pocas veces.
Pocos comentarios son interesantes: la mayoría son sandeces incomprensibles cuyo único interés radica en el modo en que recortan al “lector implícito” del blog y sus resentimientos de época. Algunos amigos míos escriben con seudónimo (o desde el anonimato) comentarios no siempre halagüeños hacia mi persona. Identifico a unos pocos, y a otros no.
El correo matutino puede llevarme media hora (incluida la gestión de los comentarios). Si he decidido publicar alguno que me demandará un esfuerzo de escritura (porque no tengo nada más interesante para publicar), lo dejo para más tarde.
Luego leo los diarios. Un poco porque me interesa saber qué está pasando en el mundo, quiénes opinan qué y esas cosas de las que ya difícilmente podamos prescindir porque sabemos que el horizonte de la imaginación es un mar embravecido atravesado por corrientes contradictorias que modifican el paisaje día a día. Y otro poco porque necesito temas para las columnas semanales de opinión que escribo para un diario y los ensayos mensuales que escribo para un suplemento, a los que suelo dedicar una tarde semanal (durante la cual, en la medida de lo posible, “adelanto” también entradas para mi bitácora, que se publican automáticamente el día y la hora previstos).
El blog, donde republico todas las cosas que aparecen con mi firma en los medios (aunque el blog y la persona que firman en los medios no tienen la misma “identidad”), se alimenta también de algunos pretextos: republico viejos textos míos, pero también noticias, retitulo artículos que leo, inscribo una subjetividad variable (depende del humor cotidiano) en lo que leo.
Adoro ciertos días densos en discurso, durante los cuales puedo programar varias entradas consecutivas del blog (semanas completas, en el mejor de los casos).
Por lo general, trato de cumplir con la ley tácita de una entrada por día, pero sólo escribo dos entradas por semana. Como una de ellas es mi columna semanal, la otra suele tomar como objeto algún tema más banal (la televisión, el cine). Es muy probable que mis investigaciones académicas o mis intereses novelísticos me arrastren hacia zonas del archivo digital que, muchas veces, cuelgo de mi blog (sé que los encontraré, allí, fácilmente, cuando los necesite: películas de Guy Debord, fragmentos de Copi, esas cosas).
Después del mediodía, por lo general me dedico a escribir o a estudiar. Cada tanto controlo el correo donde, invariablemente, habrá nuevos comentarios (aparentemente, los blogs son seguidos mayoritariamente desde las oficinas donde trabajan los trolls).
Si he sido suficientemente astuto (o descuidado), es probable que los comentaristas comiencen a desarrollar una polémica entre ellos (creo que ya saben que yo rara vez contesto) y terminan en las agresiones más primarias. Llegado ese punto, dejo de publicar las intervenciones. Después de todo, mi blog es como mi casa, y a uno no le gusta que los invitados vengan a gritarse.
Pocas son las personas que saben cómo es quien publica entradas en Linkillo (cosas mías), sujeto ambiguo que es caracterizado (basta leer los comentarios últimos) con los más contradictorios predicados. Yo no hago caso. Sé que el rumor de la época es el equívoco y soy capaz, todavía, de sostener el “Qué importa quién habla”.
Escribo para mí, y ni yo soy capaz de comprender cabalmente lo que hago. La única verdad es esa falla.
Imágenes [en la edición impresa]. Entre medio, Malba, Buenos Aires; anticuario de libros, Rosario.
Lecturas. El blog de Daniel Link, Linkillo (cosas mías), puede leerse en http://linkillo.blogspot.com/.
Daniel Link (Buenos Aires, 1959) es escritor, crítico literario y profesor universitario. Sus últimos libro publicados son La mafia rusa (Buenos Aires, Emecé, 2008) y Fantasmas. Imaginación y sociedad (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009). Actualmente trabaja en un libro que lleva por título La lógica de Copi.
Sentido fuera de foco en los medios periodísticos y el discurso político.
En septiembre de 2002, el escritor John Berger publicó en el...
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