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Cajas llenas de información

MEDIOS

 

Sentido fuera de foco en los medios periodísticos y el discurso político.

 

En septiembre de 2002, el escritor John Berger publicó en el periódico mensual Le Monde diplomatique un artículo titulado “De Hiroshima a las Twin Towers”. Un año después de los atentados del 11 de septiembre, ese título, publicado en un diario conocido por su línea editorial de izquierda antiimperialista, resonaba como una prueba de coherencia histórica, según la cual las bombas norteamericanas volvían bajo la forma de un atentado terrorista. Hiroshima y las Torres Gemelas representan aquí los dos extremos de un mismo ciclo. La pregunta que quiero plantear ahora es la siguiente: ¿qué tuvo que pasar en los discursos sociales y en las palabras para que dos nombres propios (Hiroshima, Twin Towers) terminaran convirtiéndose en argumento político? Lejos de ser un fenómeno aislado, el discurso de información está poblado de esos vocablos cargados de memoria histórica.

Pensemos en expresiones como la crisis o el campo, que no remiten a su definición de diccionario sino a problemas públicos; o en Fukushima, la intifada o el tsunami, que hacen referencia a acontecimientos situados en el tiempo y en el espacio. Pensemos en las fechas, que se convierten con gran facilidad en denominaciones de acontecimientos, como el 11 de marzo o el 8-n. Pensemos, también, en denominaciones históricas como la Shoah o el Muro (de Berlín), que hacen circular saberes del pasado; en la vaca loca y el maradonagate, que duran lo que dura el escándalo y salen rápidamente de circulación. Sea como sea, esas expresiones son cápsulas que resumen situaciones sociales complejas y que todos entendemos, pero cuyo contenido puede variar de un enunciador a otro.

De hecho, que las reconozcamos no significa que les demos un contenido, ni que podamos ubicar sus coordenadas (¿dónde y cuándo tuvieron lugar el tsunami o el Watergate?). Algunas denominaciones transportan las coordenadas temporales o geográficas del acontecimiento: por su sonoridad, Chernobyl nos remite a la Unión Soviética (aunque no necesariamente a Ucrania, donde estaba la central nuclear), como Tiananmen nos remite a China. Otras, como las fechas, tienen la ventaja de instaurar su propio aniversario, mientras que algunas son semánticamente más transparentes porque incluyen una categorización (guerra, conflicto, manifestación, escándalo…). Algunas más, poco frecuentes, acumulan tal carga de significados sociales que se convierten en tests proyectivos vaciados de contenido semántico: pasa con Sabra y Chatila y, en general, con muchos conflictos que oponen radicalmente a dos comunidades.

Pero en última instancia ubicar los referentes históricos, los discursos que han construido esas denominaciones, depende de la edad, la historia y la memoria (individual, familiar, colectiva) de cada uno. Para mí, que sé que Tiananmen es una plaza que fue testigo de una importante oposición al régimen comunista chino, el nombre dispara inmediatamente la imagen del hombre tanque.

Esas expresiones banales, que a menudo nacen en la prensa (pero no sólo: también las crean los militares y los institutos meteorológicos), pasan rápidamente a la conversación cotidiana y pueblan los imaginarios de los públicos mediáticos. Para los argentinos, el campo, la AMIA y el 7-D son cajas llenas de información, de imágenes, de argumentos. Son palabras cargadas de memoria que anticipan respuestas y debates; son eslóganes (8-N yo no voy), son peleas pasadas y futuras (peronistas y antiperonistas), son fechas históricas antes incluso de tener lugar, son argumentos anti- y progobierno. Para un turista serán sólo un sustantivo, un nombre propio y fechas, que algo querrán decir, ya que todos los públicos mediáticos están acostumbrados a ese procedimiento.

Pero que compartamos significados no quiere decir que los hechos nos pongan alegres o tristes, que seamos kirchneristas u opositores, que seamos democráticos o promilitares, sino tan sólo que las denominaciones que tenemos para nombrar la actualidad son las mismas. Dicho de otro modo, nuestra representación de la historia reciente está poblada de imágenes y de palabras salidas de un mismo molde. Basta con leer un diario extranjero para darse cuenta de hasta qué punto el discurso de información, que se ocupa de establecer qué es la actualidad, descansa en sobreentendidos que el público tiene que rellenar. Los medios son auténticos coladores de sentido cuyos huecos vamos tapando a una velocidad vertiginosa, con ayuda de información que viene principalmente (pero no únicamente) de los medios de información.

 

Palabras de periodistas. Para saber cómo se construyen los discursos sociales no sólo hay que observarlos en circulación; también hay que ir a las fábricas de palabras y ver cómo las producen personas de carne y hueso, que trabajan para tal o cual empresa y que también se alimentan de medios. Los medios de información no nombran con total libertad sino en función de “libretos” culturales o patrones cognitivos comunes, que reflejan la interpretación habitual que se puede hacer de un acontecimiento (Sandy fue una “catástrofe natural”, el terremoto en Haití fue una “catástrofe humanitaria”, el 11 de septiembre fue un “atentado”, la vaca loca fue una “catástrofe sanitaria”, Fukushima fue una “explosión nuclear”).

Para entender cómo se forjan esas expresiones hay que entrar en una redacción de diario, de radio o de TV para ver cómo los periodistas escriben sus textos, pero sobre todo sus títulos, que es lo que los lectores más leen y, una condensación del sentido en palabras clave: nombres propios de lugares, eventualmente de algún personaje público, fechas, palabras que denoten acontecimiento. Es así como la escritura periodística, buena o mala, sensacionalista o seria, se asienta en procedimientos estereotipados que nos proveen de una grilla de lectura de la actualidad.

Para entender cómo el “terremoto y crisis nuclear en Japón”, la “evacuación de una central nuclear” y el “desastre ecológico por la fuga radiactiva” se convirtieron en Fukushima hay que observar cómo las rutinas de escritura de los periodistas decantan lo que se juzga esencial de la información para hacer títulos breves, informativos y atrapantes; en este caso, el topónimo (Fukushima), que se convierte en una denominación de acontecimiento. Si vamos a los archivos de los diarios, vemos cómo se desarrolla el proceso que va de la descripción de un acontecimiento a su denominación: sobre todo, más memorizan. Allí nos enteramos de que los periodistas (que en realidad son una categoría socioprofesional heterogénea que incluye pasantes, redactores freelance, agencias de prensa, jefes de redacción, reporteros, presentadores de telediario, etc.) tienen rutinas más o menos internalizadas y restricciones materiales o técnicas que modelan rápidamente su escritura. Los títulos deben entrar en una “caja” estrecha y a la vez captar la atención del lector, lo que provoca

Catástrofe nuclear en Unión Soviética > Chernobyl

Atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono > 11 de septiembre

Crisis de las subprimes (seguida por la crisis económica y financiera) > la crisis

Crisis sanitaria por la encefalopatía espongiforme bovina > la vaca loca

La transferencia de sentido es notable: Chernobyl, nombre propio de lugar, se convierte en nombre propio de acontecimiento. Lo mismo sucede con tsunami e intifada, sustantivos comunes que pasan a evocar hechos concretos con coordenadas identificables (dónde, cuándo, qué, cómo). Sin embargo, todo lo que se borra en el discurso mediático vuelve en otros circuitos y soportes. Si escribo en Google las palabras amia Argentina, el sistema de entrada automática del buscador me propone (en inglés) Iran, bombing, Jews, mientras Argentina amia propone Irán, 1994, atentado, reponiendo así la naturaleza del acontecimiento y algunos de los principales actores. De esa manera, lo que el discurso periodístico borra por razones de economía de espacio y habitus de escritura reaparece en los discursos sociales para reactivar la memoria de las palabras.

 

Palabras en conflicto. Por lo general las denominaciones mediáticas nos atraviesan graciosamente; no las discutimos, las reproducimos y cargamos todo lo que ellas cargan, salvo cuando no estamos de acuerdo con las imágenes que vehiculan. Los públicos mediáticos, y más precisamente los internautas, que tienen un comportamiento activo frente a la lectura, suelen discutir las denominaciones de acontecimiento y muchas veces también de actores. Casos notables son los de la revolución del jazmín y la primavera árabe, que fueron discutidos con ahínco por los lectores (sobre todo la diáspora tunecina en Francia) en los sitios en línea de los diarios europeos y en las redes sociales.

Como los internautas, que luchan por el sentido de las palabras, los actores sociales (el gobierno, el mundo sindical y asociativo, los organismos independientes, los lobbies, los empresarios) batallan a menudo por imponer denominaciones, como sucedió con la gripe que fue porcina, mexicana y norteamericana antes de ser H1N1, cuando la Organización Mundial de la Salud optó por la apelación científica para no herir las susceptibilidades (ni el bolsillo) de los productores de cerdo y de los Estados afectados. Pero al contrario que el público y que otros actores que son jueces y parte en los acontecimientos, los distintos medios dan muestra de un curioso consenso en cuanto a la homogeneidad en las denominaciones. Es raro que haya cacofonía entre los diversos medios, no sólo de un diario a otro sino de un país a otro, justamente a causa de los “libretos” de escritura que mencioné más arriba. Esto como regla general; en el estado actual del periodismo argentino, en el que cada órgano de información es un órgano ideológico ligado a actores fácilmente identificables por los ciudadanos, los medios se convierten en actores sociales como cualquier otro, con el consiguiente peligro (ya que no es ese el papel de la prensa en democracia) de lanzar al espacio público denominaciones que representan las divisiones sociales y que sirven a unos y otros de argumentos para legitimar ideas, actores y hechos.

 

La memoria de las palabras. ¿Qué significa que las palabras están cargadas de memoria? En realidad las palabras, como las imágenes, no hacen más que evocar otras palabras y otras imágenes que guardamos en nuestra memoria histórica. En última instancia, buena parte de las expresiones que usan los medios hacen referencia a discursos anteriores. Las tapas de Página/12 (como las de Libération en Francia) son un ejemplo de uso lúdico de las referencias sociales. Ese tipo de procedimiento crea comunidades de lectores fuertes porque apela a nuestra memoria colectiva, a una enciclopedia común, y refuerza el vínculo con el diario, con el que compartimos el “guiño” de la primera plana. El discurso político también suele recurrir a esa clase de referencias, que los medios ponen en circulación gracias a su función de “eco” de los discursos sociales. Cuando Hernán Lorenzino dice “no nos van a llevar de vuelta a 2001” (tapa de Página/12 del 25 de agosto de 2013), la referencia a un acontecimiento clave de la historia reciente es clara para cualquier habitante de la Argentina. Menos clara es la alusión al agente de la frase: ¿quién nos va a llevar? Ese flou, ese fuera de foco de sentido en la denominación del adversario, es clásico de la palabra política. Es necesario el conocimiento del terreno, mucho más que la memoria colectiva, para identificar un referente, que probablemente sea una entidad inestable y cambiante según los enunciadores. De la misma manera, la designación de época los noventa ha pasado a ser una denominación de acontecimiento, un paradigma del menemismo, que es a su vez una metonimia del liberalismo salvaje que vivimos en esa década. La expresión propulsa discursos contra el neoliberalismo o imágenes de abundancia, insultos “gorilas” o nostalgia de una época más ordenada.

 

De la responsabilidad de los enunciadores. Todo eso hay en las palabras, en las expresiones y en las denominaciones que se forjan en los discursos sociales. O más bien, todo eso disparan, todo un mundo de representaciones y de imágenes ancladas en el imaginario social. Y por eso sirven de argumentos una vez que salen de los grandes discursos (periodístico, político, académico) para encontrar su lugar en los cotidianos. Por eso, también, la responsabilidad de los enunciadores habilitados para nombrar la actualidad (en primer lugar, los periodistas) es enorme. Cuando la revista Noticias saca una tapa en la que aparecen la presidenta de la república y el director ejecutivo del Grupo Clarín con el titular “Los dos demonios”, la memoria de las palabras se activa vertiginosamente, y con ella las capacidades cognitivas de los lectores. Más allá de la lectura evidente (equiparar a una empresa con el Estado), uno puede preguntarse: ¿quién es quién? ¿Noticias avala la “teoría de los dos demonios” o es sólo un titular como un cross a la mandíbula (si se me permite mi propia referencia a la cultura argentina)? Más allá de cualquier juicio estético o ideológico que puedo hacer como lectora, como lingüista me da la impresión de que aquí el sentido explota. Si bien es cierto que no se puede controlar la circulación ni la recepción del sentido, sí se puede controlar su producción. Los productores del discurso político y mediático (sobre todo el de información) tienen lo que los lingüistas llamamos una “responsabilidad enunciativa”, la misma que tenemos todos en alguna medida y que cobra dimensiones importantes cuando se trata de actores institucionales. Esa responsabilidad, que no tiene nada que ver (o tiene que ver muy remotamente) con la elegancia de estilo o la falta de ella, consiste en manejar con atención los ecos que cada término transporta, en anticipar los efectos de sentido y el comportamiento de las palabras una vez que son lanzadas al espacio público.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Mariela Scafati, Cuadro, 2005, acrílico sobre tela, 42 x 32 cm, p. 49; 5, 2003, acrílico sobre tela cosida, 60 x 46 cm, p. 50.

Lecturas. Jacqueline Arquembourg, Le temps des événements médiatiques (Bruselas, De Boeck/ INA, 2003); Jacques Guilhaumou, Discours et événement. L’histoire langagière des concepts (Besançon, Presses Universitaires de Franche-Comté, 2006); Sophie Moirand, Les discours de la presse quotidienne. Observer, analyser, comprendre (París, PUF, 2007), y John Searle: The Construction of Social Reality (Nueva York, Simon & Schuster, 1995).

Laura Calabrese es profesora titular en la Universidad Libre de Bruselas, donde enseña Análisis del Discurso y Sociolingüística. Acaba de publicar L’événement en discours. Presse et mémoire sociale (Lovaina la Nueva, Academia L’Harmattan, 2013).

1 Sep, 2013
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