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Retrato de familia sobre la mesa de disección

TELEVISIÓN

 

Contracara sombría de las familias chispeantes de la sitcom, Los Soprano, obra mayor de la cultura popular, ha conseguido traducir una profusa saga de la mafia italoamericana de hoy a un nuevo formato televisivo, el megafilme, capaz de ampliar y ceñir el foco hasta llegar al fondo pantanoso de la vida familiar. Más brutales pero no menos ambiguos, los dilemas morales de los Soprano, se argumenta aquí, se acercan despiadadamente a los de cualquier familia.

 

Que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera podría explicar la insalvable monotonía de las familias televisivas, condenadas por la vocación anestésica del medio a una trabajosa pero certera felicidad, y la excepcionalidad más memorable de muchas familias infelices del cine o de la novela clásica. A las familias seriales de la TV les sientan la medianía y la redundancia, como si la presencia del aparato en el comedor o el living obligara a la pantalla chica a oficiar de espejo de los lugares comunes de la vida familiar. No escapan, por lo general, a la repetición con mínimas variaciones que la televisión ofrece a cambio de un pacto de fidelidad: A la misma hora, por este mismo canal.

Las familias de la pantalla grande o de la novela, en cambio, suelen debatirse en una forma de la infelicidad que las hace únicas a su manera y a veces espejos deformantes de un mal mayor. Por una aspiración implícita del género, responden a otra escala de representación. No se contentan con el pequeño drama privado; quieren ser bigger than life. Hoy, se diría, quieren todavía más. Ni el cine ni la novela ambicionan ya imaginar rupturas o formas alternativas del orden social (¿existen la novela o el cine abiertamente políticos?), y la familia parece ser la única forma de vida colectiva capaz de representar la aceptación o el rechazo del orden dado. La política, se diría, se ha domesticado en la ficción.

En ese reparto prolijo de ambiciones, Los Soprano, la saga proliferante que desde hace seis años se empeña en la disección de la infelicidad de una familia italoamericana por HBO, es una feliz excepción. Mezcla de comedia negra y gangsterismo mafioso, la serie de David Chase combina la minucia cotidiana de la familia prototípica de la pantalla chica con los dilemas morales irresolubles más propios de las obras acabadas del género mayor. El híbrido es voluntario y aspira a vencer la cuadratura del aparato y la tiranía repetitiva de la serie de ficción. No desprecia la tradición del cine y la literatura con la suficiencia típica del midcult, sino que intenta recrearlas en el espacio y el tiempo ampliados de la televisión. En esa y otras ambiciones tiene pocos precedentes; en rigor, no más de dos: las quince horas y media de Berlin Alexanderplatz, la adaptación televisiva del alemán Rainer Werner Fassbinder de la novela de Alfred Döblin en 1980, y las seis horas de The Singing Detective en 1988, la miniserie de Dennis Potter, renovador prolífico de la televisión británica. Más escrupulosa en el recuento, Los Soprano lleva cinco temporadas retratando los pormenores del infierno familiar, y ajusta el foco año a año para satisfacer a un público fiel de espectadores fanáticos. Los nombres de Dickens, George Eliot y Shakespeare se alternaron en la crítica para dar cuenta de su virtuosismo narrativo y su inquietante ambigüedad moral, y hay quien la consagró ya como la obra más importante de la cultura popular norteamericana del último cuarto de siglo. El crítico inglés Clive James fue todavía más gráfico: “Bajo el hechizo de una fuerza narrativa tan rica, invisiblemente dirigida, uno se siente tentado de ver un segundo o un tercer episodio sin parar, para extender la repelente experiencia hasta altas horas de la noche. Aunque las escenas transcurran a plena luz del día, es durante la noche, en realidad, que la acción tiene lugar. La ley existe para ser burlada, el poder para ser ostentado, cualquier escrúpulo para ser parodiado. Es detestable. Me encanta”.

La experiencia, es cierto, es adictiva, y bastan tres o cuatro episodios para quedar atrapado en la execrable rutina de los Soprano. En el primer capítulo, Tony Soprano, capo mafia de New Jersey, visita a una psicoanalista buscando remedio a sus ataques de pánico. Aunque le cueste admitirlo, algo empieza a desmoronarse en su pequeño feudo privado. Puede que el mal esté en su familia de clase media acomodada, en su otra familia más ancestral y violenta, o en la convivencia de ambas, una combinación indigerible de normalidad suburbana y crimen profesional. Hay una imagen recurrente en su relato, una bandada de patos que abandona la casa de New Jersey después de anidar unos días en la pileta del jardín, y al bruto de Tony, capaz de quebrarle una pierna a un deudor moroso, se le llenan los ojos de lágrimas cuando recuerda, durante la sesión, a los patos remontando vuelo. Es sólo el comienzo de una intrincada red de dramas familiares desmenuzados en la terapia, desde los pequeños conflictos domésticos a la trama más escabrosa de la mafia. Como la psicoanalista, el espectador queda entrampado en las lealtades siempre dobles de los Soprano, desconcertado frente a un caso que desborda el cauto relativismo moral del psicoanálisis. Retrato del gángster como psicópata deprimido, al borde de la crisis existencial.

Tony Soprano, mafioso autoconsciente en la terapia, es así el último avatar televisivo de un mito cinematográfico clásico. Desde La ley del hampa de Joseph von Sternberg de 1927, el gángster compone, junto con el cowboy y el policía, la tríada más popular de héroes mitológicos del cine norteamericano; hombres armados en un mundo sin mujeres. Héroe y villano al mismo tiempo, cowboy modernizado en las fronteras urbanas, el gángster es, de todos, el más perdurable, capaz de inagotables versiones y perversiones, desde la glorificación de la violencia en Caracortada de Howard Hawks o la épica monumental de los tres Padrinos de Coppola –relato de la transición del viejo código de honor mafioso a la corporación impersonal moderna–, al sadismo antisentimental de Buenos muchachos de Scorsese, culminación moderna del género que cuestiona con humor feroz la estatura trágica del héroe.

Pero a diferencia de sus precursores más ilustres, Los Soprano no es una pieza de época. No es la mafia de los cuarenta y los cincuenta retratada con distancia y grandeza épica desde los setenta, ni la de los sesenta y los setenta mirada desde los posmodernos noventa. Tampoco ignora el poder de la cultura de masas en el imaginario popular: El Padrino y Buenos muchachos aparecen al pasar en los diálogos de los nuevos mafiosos con ironía desmitologizante. Tony Soprano es el gángster suburbano de hoy, padre de familia, hijo solícito y vecino de New Jersey, y a la vez anarquista profesional y bruto desalmado. Puede acompañar a su hija adolescente a una entrevista en una universidad vecina y estrangular a un hombre con sus propias manos en el mismo viaje. En una sociedad individualista y violenta, la naturalidad con que puede pasar de un lado al otro lo vuelve perturbadoramente universal. No sorprende que se invoque a Shakespeare para dar cuenta de la ambigüedad moral de un mundo en el que el poder o la nobleza de las emociones contradicen la iniquidad de los actos.  La trama de nuestra vida está hecha de una fibra mezclada, a la vez buena y mala.

Es esa duplicidad hiperbólica, más bien, la que hace de Tony un héroe cotidiano. Tironeado por los códigos de una cultura tribal agonizante y las reglas de convivencia que debe imponer en casa, sufre una crisis de identidad que lo lleva al pánico y la parálisis. La legalidad atávica de la mafia exacerba la doble moral, pero las contradicciones de los Soprano no difieren demasiado de la hipocresía familiar más generalizada. Tony puede buscar el mejor geriátrico para su madre enferma, pero podría llegar a matarla cuando descubre que se ha complotado con su tío, padrone supérstite, para destronarlo y matarlo. Su mujer, Carmela, se desvive en beneficencia de católica devota, pero no imagina el futuro sin la holgura y el confort que le aseguran los negocios oscuros de la mafia y consiente incluso a ese precio la infidelidad deportiva de su marido. Janice, la hermana de Tony, vuelve al redil familiar después de una temporada de arcadia hippie y espiritualidad new age en California, pero no tiene ningún reparo en pegarle un tiro durante una discusión al matón con el que va a casarse para perpetuar el clan.

La turbulencia de las emociones violentas, con todo, tiene por momentos sus remansos. Hacia el final de la primera temporada, sorprendidos por una tormenta en la calle, los Soprano se refugian en la entrada del restaurante del barrio. El local se ha quedado sin luz pero el dueño los invita a pasar e improvisa una cena privada. En la mesa iluminada con velas, Tony mira a su mujer y a sus hijos, levanta la copa, y propone un brindis: “A mi familia”, dice con emoción franca. “Algún día, con suerte, tendrán sus propias familias y recordarán pequeños momentos como éste. Buenos momentos.” No hay ironía en la escena y no hay razones para creer que no es un buen momento para los Soprano. Afuera, la tormenta sigue arreciando, pero la mesa familiar ofrece una tregua de calma. Ya no hay lugar para la domesticidad idealizada de Frank Capra, ni siquiera para el lirismo suburbano de John Updike; si algo sobrevive de la familia norteamericana clásica es un residuo viscoso, a veces cálido, destilado amargo de la falsedad insalvable de los pactos familiares, dentro y fuera de la mafia. Hay algo reconocible detrás de la monstruosidad ostentosa de los Soprano, una familia relativamente normal pintada con colores saturados.

De ahí que las transformaciones sociales del mundo real también los alcancen. Mal que le pese al patriarcado mafioso, las mujeres se han hecho valer con sus propias armas. Contra cualquier estereotipo del género, el protagonismo del mundo masculino no opaca el primer plano de los personajes femeninos en la vida cotidiana de los nuevos gángsters. Las mujeres son casi siempre más fuertes y a veces más temibles que los hombres armados, y esa transformación alcanza a la representación de la terapia. La clásica vulgata freudiana hollywoodense del analista hombre lidiando con la histeria femenina se abre aquí a una variante menos esquemática y más actual: la analista mujer se enfrenta a un mundo de valores exageradamente masculinos, condensados en un exponente ejemplar de la fuerza bruta. Pero la sesión psicoanalítica de un patriarca de la familia disfuncional por antonomasia no es aquí motivo de hilaridad como en alguna comedia de Hollywood. Tampoco es una mera excusa argumental para reciclar los clisés de la infatuación amorosa con el analista o la cura catártica, sino la ocasión de analizar las contradicciones irresolubles de Tony a partir de la anécdota que el espectador acaba de presenciar, desbrozada con los silencios, la hostilidad, los engaños y los momentos de súbita claridad de la terapia real. La doble vida de Tony es francamente incompatible con el sinceramiento del psicoanálisis, pero ¿cuántos dobleces morales de vidas menos desquiciadas se ventilan claramente en la terapia? El realismo de Los Soprano es una cuestión de grados. Con toda su perspicacia realista, sin embargo, no es en la revitalización del género mafioso donde la serie de David Chase sorprende al espectador. Reluce sobre todo en la invención de una nueva forma narrativa para el medio, a mitad de camino entre la falsa autonomía del seriado unitario y la intriga autoritaria de la telenovela, asombrosamente adecuada para dar cuenta de la complejidad arborescente de las tramas familiares. Contrariando los presupuestos tiránicos de la narración en la TV, no hay un cierre concluyente ni un continuará en sentido estricto al final de cada episodio o de cada temporada, y aun así los finales difusos aumentan la expectativa. La certeza de que el interés narrativo no se sostiene sólo a fuerza de manipulación no es nueva para la literatura o el cine de arte, pero nunca antes se había defendido con tanta convicción en la cultura popular. Como en una novela del siglo XIX todavía inconclusa, o como en el relato episódico de la terapia, las vidas de los Soprano avanzan lenta y desordenadamente, sin acontecimientos aislados ni cierres espectaculares.

Por una vez la televisión no es un remedo torpe del cine, sino un medio con posibilidades propias, capaz de ampliar el arco narrativo del largometraje, combinando la consistencia de foco y tono de la narración cinematográfica con el avance moroso en la construcción de tramas y personajes, más propio de la forma novelística. Entusiasmado con la novedad, el crítico Vincent Canby definió esta nueva forma cinematográfica como megafilme y la afilió a Avaricia de Erich von Stroheim, que, en su versión original de 1924, intentaba durante nueve horas y media adaptar párrafo a párrafo la novela de Frank Norris, McTeague. Reducida más tarde a cinco horas y finalmente a poco más de dos, sólo sobrevivió en el formato industrial convencional impuesto por la producción, que el director enfrentó como quien exhuma un cadáver. “En un pequeño cajón”, se dice que dijo von Stroheim,“encontré un montón de polvo, un olor pestilente, una pequeña columna vertebral y una que otra costilla”. El megafilme televisivo, sugiere Canby, podría haberle ahorrado la humillación.

La referencia a los esfuerzos pioneros de un director a sueldo empeñado en hacer arte en la industria es oportuna, si se piensa en la proeza de David Chase en la nueva megaindustria televisiva. Frente a un cine norteamericano empobrecido por las fórmulas gastadas de la superproducción, Los Soprano parece alentar la posibilidad de reeditar en la TV esos raros productos de Hollywood de los treinta y los cuarenta en los que el talento impersonal de la industria no era contradictorio con la inventiva y la experimentación más personales. En los créditos de la primera temporada de la serie figuran no menos de once directores, ocho guionistas y dos directores de fotografía y, aun así, bajo la supervisión de Chase, autor del argumento original y de algunos de los guiones, los relevos son imperceptibles. A cambio de su eficacia autoral, Chase ganó autonomía y poder. La serie se emite sin cortes publicitarios y no hay plazos preestablecidos para el estreno de cada nueva temporada. Chase se toma su tiempo para darle respiración propia al futuro imprevisible de los Soprano.

En Estados Unidos y en Europa un público ansioso espera la sexta y última temporada al borde del síndrome de abstinencia. En la Argentina, por algún motivo, la serie no pasó del cuarto capítulo en la televisión abierta y quedó relegada a la señal codificada de cable. Aun así, la tentación de pasar de un capítulo a otro hasta bien entrada la noche puede consentirse a gusto con las cinco temporadas completas editadas en video o DVD. Pocas veces la fantasía de un mundo sin ley que anida en el fondo oscuro del alma humana encontró una representación popular tan despiadada.

 

 

Lecturas. Para una consideración amplia de la familia como campo de expresión de lo político en el cine actual, puede leerse “Familia política” de Jean-Michel Frodon, en el número 604 de Cahiers du cinéma (septiembre, 2005), traducido al español en el sitio de la revista, www.cahiersducinema.com. La cita de Clive James pertenece a su “Great Sopranos of our Time”, publicado en el Times Literary Supplement del 30 de enero de 2004. El comentario de Vincent Canby de la primera temporada, “From the Humble Mini-series Comes the Magnificent Megamovie”, apareció en The New York Times el 31 de octubre de 1999. El estreno de la sexta temporada de Los Soprano se anuncia para marzo de 2006.

 

1 Sep, 2005
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