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Por una ética de la reciprocidad

TEORIA

 

En un tiempo el problema era cómo aparear vocabularios diferentes. Los antropólogos fueron los primeros en considerar la alteridad de los sujetos a quienes la traducción debía servir. Pero tanto si se favorecía la fusión como las diferencias de identidad, se obviaba que en la traducción se juegan desigualdades entre lenguas o culturas: relaciones de fuerzas. Annie Brisset, una renovadora teórica de la especialidad, propone no una vacía moral de la equivalencia de los signos, sino una ética de la reciprocidad que tenga en cuenta el estatuto geopolítico de las lenguas y las culturas. Rebabelizar el mundo.

 

La alteridad es constitutiva de la traducción y de la disciplina relativamente reciente que se ha desarrollado en torno de esta práctica bajo el nombre de traductología. La traducción, ¿no es designada por ella como “la experiencia de lo extranjero”? Esta metáfora desplaza el objeto de la traducción del logos al anthropos: más allá de las lenguas, la traducción relaciona sujetos humanos. Su incidencia es existencial, del orden de lo real más que del orden de lo simbólico.

En principio, la traducción nace de una incapacidad: la impotencia para decirse uno mismo en la lengua de otro. En apariencia habilitante, la traducción equivale en los hechos a una puesta bajo tutela. Esta acción fiduciaria conlleva un peligro de confiscación y de censura. De allí, el poder teóricamente exorbitante del traductor, cuyas figuras paradójicas de la sumisión habría que interrogar, menos como una negación de responsabilidad (traductor secundarizado, relegado al anonimato) que como una denegación (traductor transparente, puesto que es fiel… pero ¿a qué orden del discurso y con qué efectos?). Traducir es tomar el lugar de los otros y hablar en su lugar. Es decir “el sentido de los otros”, y decirlo de otra manera. Es entonces arriesgarse a instrumentalizar la alteridad, e incluso, a veces, elegir hacerlo. Esto es lo que demuestran tanto las traducciones aculturantes (evangelizadoras o colonialistas) como las traducciones que se pretenden emancipatorias (nacionalistas o feministas, por ejemplo). La traducción tiene como problema las relaciones de poder, porque depende casi siempre de un desequilibrio en el peso de las lenguas, de las culturas o de las alteridades en presencia.

 

La alteridad de las lenguas: desbabelizar el mundo. En el período que sigue a la Segunda Guerra Mundial, la traducción se industrializa. Se despliega en el campo de las comunicaciones especializadas, donde las etiquetas de las nociones constituyen la necesidad más urgente. Traducir es ante todo trabajar la lengua a ras de los signos. Esta tarea terminológica pone a prueba al traductor en su identidad lingüística, llevándolo a experimentar los límites de su propia lengua, lo que esta no sabe o no puede aún decir. Traducir obliga a construir una memoria de los signos, pues la memoria de la lengua traductora absorbe la alteridad de las lenguas traducidas. ¿Cómo aparear el vocabulario de las lenguas cuando estas representan lo real de manera diferente y, sobre todo, cuando expresan realidades diferentes? Para contradecir la ilusión de la alteridad indecible y del signo inhallable, la lingüística dirige la mirada del traductor hacia lo arbitrario de la nominación de los objetos, de las prácticas o de las visiones del mundo. Siguiendo el ejemplo de una etnología fundada, también ella, en la evidencia de la diferencia, la traducción busca sus principios en la evidencia de la proximidad. Pero decir que los hombres son parecidos no es ni verdadero ni falso, pues son ante todo iguales. El principio de la equivalencia en la diferencia (Jakobson) afirma la igualdad de las lenguas o, más exactamente, su igualdad tecnológica, es decir, su capacidad igual para representar cualquier experiencia cognitiva. La igualdad de las lenguas es la exacta medida de la igualdad de los humanos. La traductología naciente encontrará en los universales un elemento de explicación del principio de traducibilidad entre las culturas. En particular, los universales puestos en evidencia por la gramática generativa de Chomsky conducen a la elaboración de un método que permite resolver la polisemia percibida en la superficie de las lenguas y que servirá para automatizar el pasaje de una a otra.

Al contar con los universales lingüísticos, la traductología concreta la idea de Humboldt sobre la naturaleza “concertante” de las lenguas: una red de relaciones las une a todas y vincula a cada una de ellas con la unidad totalizante de sus perspectivas originales sobre el mundo. Por ende, si las lenguas son compatibles y cada una está “en poder de la universalidad”, entonces la traducibilidad está en el principio mismo de la humanidad. Por los aspectos idealistas de su pensamiento, Humboldt anuncia el texto fundacional de Walter Benjamin sobre la traducción. Animado por el motivo de la integración de las lenguas, el traductor debe “hacer madurar el germen del lenguaje puro” haciendo pasar a su propia lengua lo que Benjamin llama “el modo de entender del texto original”, es decir, encontrando “las correlaciones pertinentes” entre las lenguas de partida y de llegada. Privilegiando la frappe unique y singular de las “grandes obras”, Benjamin encarna una posición opuesta al enfoque lingüístico centrado en la comunicación ordinaria.

Respectivamente calificados como babélicos y logocéntricos por Derrida, estos dos grandes modelos occidentales de la traducción se oponen en el privilegio que acuerdan uno al significante (a la Letra pura que disuelve lo simbolizado) y el otro al significado (a la Idea pura, sin materialidad). Ambos se proyectan sobre el horizonte común de un puro lenguaje que absorbe todas las diferencias. Su objetivo, sin embargo, los opone radicalmente: la subjetividad absoluta, que desemboca en lo intraducible, constituye el ideal de uno, mientras que el otro plantea a priori la traducibilidad como ideal de universalidad. La oposición no es sino aparente, pues la alteridad absoluta de la palabra poética o sagrada que busca el modelo benjaminiano es lo que permite aproximarse a la lengua originaria común que Babel habría hecho estallar. La alteridad es aquí promesa de universalidad: lo que todos entienden y no tienen necesidad de traducción, proyecto utópico que tiene en su mira la humanidad ratificada en su unidad consustancial y primera.

 

La alteridad de los sujetos: una ética de la diferencia. A los dos modelos opuestos corresponden dos ethos del traducir, cuya tradición se remonta muy lejos en la historia. Una encuentra una ilustración en el mito de los Setenta, que subraya la reticencia a la traducción de la tradición judía (salvo si se reduce la traducción al comentario o la interpretación), mientras que la otra, partiendo de Cicerón, abraza el espíritu evangelizador de la Vulgata. A esta corriente del romanismo se vincula el etnocentrismo que domina la traducción en Occidente. La aculturación que resulta de las prácticas traductoras etnocéntricas va de la mano con la concepción universalista del sentido que absorbe las diferencias, pues las considera no significativas. La traducción occidental que encarna esa “mala” relación con la alteridad tiene ejemplos a lo largo de toda la historia. Su terreno favorito es la evangelización y, más generalmente, la misión “civilizadora” que acompaña la colonización de los pueblos –o, en la actualidad, su “democratización” y su “conversión” a la economía liberal (véase la naturaleza de las obras seleccionadas para los países poscomunistas por las grandes fundaciones occidentales que financian también su traducción)–. Se trata siempre de transformar al Otro (inferiorizado) en análogo de Sí (superior y civilizado).

Fue necesario que los antropólogos se interrogaran sobre la manera en que “traducen” el sentido de los otros para que la traductología tuviera en cuenta, a su vez, la alteridad de los sujetos que la traducción pretende servir. Gracias a la reflexión poscolonial y al surgimiento de los estudios interculturales, la traductología sale de su trinchera logocéntrica para examinar la política de la traducción, su instrumentalización al servicio de ideologías diversas.

Paralelamente, las prácticas traductoras entran en una fase reparadora, cuyo objetivo es reconquistar el derecho a la palabra. Tal es, por ejemplo, el proyecto feminista, que consiste en hacer aparecer y vivir a las mujeres en la lengua y en el mundo, en hacer emerger su contribución intelectual. Tomando a la inversa el topos de la transparencia “del” traductor, la reescritura en femenino tiene una función cognitiva y crítica.

A las prácticas feministas de la traducción les hacen eco las que militan por la afirmación de una identidad nacional. Resistir a una hegemonía asimiladora es afirmar el “sí” como “otro”. Es reivindicar la propia alteridad. La traducción se aplica a construir el “sí” como “otro”, adoptando estrategias que producirán, sistemáticamente, diferencia. Traducirse a sí mismo en lugar de ser dicho por los otros constituye el primer acto de reapropiación cultural. Tomemos el ejemplo de la India. ¿Cómo invertir la inferiorización inscripta en las traducciones británicas de la literatura y las leyes? No hay retorno posible a la pureza identitaria de antes de la colonización, ese fantasma donde se abre camino el integrismo. La solución preconizada vacila entre una hibridación que incorpore y dé un nuevo marco a las traducciones coloniales y un retorno literal a los textos indios, en el espíritu de Benjamin. Pero ¿cómo poner el rechazo de lo inteligible y de lo comunicable, que funda el modelo benjaminiano, al servicio de la descolonización? Este principio ¿cómo puede fusionar la sociedad en un movimiento capaz de eliminar las secuelas del imperio? Para transformar o desestabilizar una hegemonía, es mejor sacar partido del legado colonial, que representa el pluralismo de las lenguas y las culturas en contacto. La hibridación de las prácticas traductoras para contradecir la colonización española en Filipinas o el mestizaje lingüístico elegido por los escritores del Magreb y de las Antillas indican otros tantos medios de resistir a la hegemonía asimiladora.

Los mismos medios servirán para socavar la cultura hegemónica desde el interior, la de los Estados Unidos, por ejemplo. Para subvertir la hegemonía del inglés, se le imprime a esta lengua un movimiento de traducción que la descentra, la deporta hacia lo menor, hacia lo que ella relega a los márgenes, afuera y adentro de sí misma. Esta estrategia de “minorización” (Venuti) trastorna la lengua de la elite incorporándole hablas consideradas menores o marginales, como las de la cultura llamada popular. Contribuye a la desagregación de los dialectos, procurándoles lugares de mezcla en la literatura traducida. Moviliza las identidades transversales de la cultura dominante. Desplaza insensiblemente el territorio que la hegemonía les asigna. Esta minorización de los cánones lingüísticos y culturales de la mayor potencia mundial contribuye así a la “provincialización” de Occidente.

 

Por una ética de la reciprocidad. Los estudios que ponen de relieve la desigualdad de los colectivos lingüísticos y sociales ante la traducción, con los efectos perversos o destructores que resultan de ella, son hoy redescubiertos por la apología de la hibridación. La hibridación es vista como la condición de emergencia de una identidad nueva, ya no esencialista, sino intersticial y mixta, formada en el espacio fronterizo donde las alteridades se tocan y se interpenetran para enriquecerse mutuamente. La hibridación se ajusta a la imagen benjaminiana de la intraducibilidad, pues encarna la conjunción ideal de lo otro y de lo mismo. Actualiza la idea según la cual lo mismo ya está inscripto en lo otro, y recíprocamente. Pues así como toda lengua contiene un fragmento del sello roto de Babel, toda cultura es un eco singular de la naturaleza universal del hombre. En el orden de la lengua o en el de la cultura, la traducción consiste en reencontrar esos puntos de coincidencia, puntos tangenciales y fugaces donde, perdiendo su razón de ser, la traducción queda abolida inmediatamente. La hibridación es a la vez el lugar y el no lugar de la traducción cultural.

El tema omnipresente de la hibridación acompaña una mirada nueva, lanzada sobre la “manera de ser del Ser”. Es, dice Guattari, “un Ser procesal, polifónico, singularizable, con texturas infinitamente complejizables, según las velocidades infinitas que animan sus composiciones virtuales. […] un ser más allá, un ser para el otro que le da consistencia a un existente fuera de su delimitación estricta, aquí y ahora”. Esta concepción lábil y multicomponencial del sujeto que se reinventa permanentemente conjura las identidades pretendidamente naturales, puras y mortíferas.

Transpuesta al plano de la lengua y de la cultura, esta “caosmosis” da pie, sin embargo, a la siguiente objeción: la traducción sólo es posible en la separación de las identidades. En una colectividad minoritaria (como Irlanda o Quebec), la hibridación equivale a la asimilación. Bajo el efecto repetido de las traducciones con sentido único, la lengua de la minoría termina por convertirse en el eco deforme de la lengua dominante. Finalmente, la identidad híbrida no es sino la sombra y el doble del otro hegemónico. De allí, la necesidad de una simetría, de una paridad entre los términos del intercambio. La traducción pierde sus efectos deletéreos cuando deja de ser una operación de sentido único que mantiene la desigualdad en las colectividades humanas. Traducir exige reciprocidad.

Para Iser, la reciprocidad es inherente al contacto de las alteridades, pues un sujeto no puede captar una alteridad (interior o extranjera a su cultura) sin “traducirla” en su propio marco de referencia. Este se modifica necesariamente para incluir lo que antes no entraba en él. En otros términos, la traducibilidad es un contrapoder igualitarista. Remite al espacio liminal del frente a frente entre las culturas, un espacio donde cada uno se refleja en el otro. Modificando las representaciones colectivas donde nacen las relaciones de fuerza, la traducción desactiva las políticas y la politización de cada cultura. Este modelo de la comunicación intercultural es generoso, pero encuentra sus límites. Por su naturaleza virtual, la traducibilidad se opone a la traducción, pues esta se realiza efectivamente en el espacio-tiempo de una sociedad, en una coyuntura discursiva constituida por un conjunto de saberes, de creencias, de valores y de representaciones. Mediatizada por un sujeto inscripto en esa topología, la traducción no actúa en terreno neutral. Suponiendo que la traducción sea asimilable al proceso cibernético descripto por Iser, la interpretación de la alteridad no deriva solamente de la interacción entre el sujeto interpretante y el objeto interpretado. Es tributaria de la intentio culturae (la intención de la cultura olvidada por Eco), que se concreta en una red de inteligibilidades, en representaciones simbólicas instituidas e instituyentes.

 

Rebabelizar el mundo. Vista desde los dos grandes paradigmas de la traducción, el babélico y el logocéntrico, la alteridad no se sitúa sino en los ejes definidos por la antropología, los de la relación (que fusiona el sí y el otro) y la identidad (que separa el sí del otro). Se agrega un dato esencial, que domina a los precedentes, a saber, el estatuto respectivo del sí y del otro, o aun la desigualdad del estatuto de las lenguas y los grupos que las hablan; dicho de otro modo, la traducción como relación de fuerzas.

No se puede situar la ética de la traducción en la alternativa entre el sentido y la letra sin tener en cuenta, previamente, el estatuto geopolítico de las lenguas y las culturas. Una ética ante todo pensada en la pura materialidad lingüística y textual termina por confundirse con una moral que gira en el vacío (lo políticamente correcto). Aplicada al campo de la traducción, la ética de la reciprocidad definida por Lévi-Strauss, Ricoeur y, sobre todo, Levinas, contribuiría, por el contrario, a instaurar una solidaridad entre las lenguas y las colectividades que las hablan.

Más que nunca estamos impelidos por la reorganización geopolítica del mundo, que hace surgir nuevos países con necesidades inéditas en materia de comunicación especializada, como el derecho, la ecología o las tecnologías de la información. La implantación de nuevas realidades políticas, económicas y tecnológicas sorprende de improviso a las lenguas de los países involucrados, pues les falta un vocabulario propio para nombrar los conceptos que afluyen al mismo tiempo que esas realidades provenientes de un exterior hegemónico. El peligro es que las lenguas occidentales que tienen la supremacía –el inglés, en primer lugar– reemplacen las lenguas de los países emergentes para asegurar en su lugar la comunicación especializada. Privadas de expresión propia para nombrar la modernidad, estas lenguas de débil difusión estarían condenadas al silencio, o relegadas finalmente al rango de vernáculas. De las seis mil a siete mil lenguas repertoriadas por la UNESCO, más de la mitad está en vías de desaparición. Una ética de la reciprocidad asigna a la traducción la tarea paradójica de rebabelizar el mundo.

 

Traducción: Patricia Willson

 

Imágenes [en la edición impresa]. Hiroshi Sugimoto, Dr. Helmut Kohl, Ruud Lubbers, Lord Carrington, François Mitterrand (1994), p. 49; La Familia Real (1994), p. 50.

Lecturas. Las citas pertenecen a Walter Benjamin, “La tarea del traductor”, en Ensayos escogidos, trad. de H.A. Murena (Buenos Aires, Sur, 1967); Lawrence Venuti, The Scandals of Translation. Towards an Ethics of Difference (Londres y Nueva York, Routledge, 1998); Félix Guattari, Chaosmose (París, Galilée, 1992) y Wolfgang Iser, “On Translatability”, The European Messenger (vol. 4, n° 1, 1995). Otras obras consultadas: Douglas Robinson, Translation and Empire. Postcolonial Theories Explained (Manchester, St Jerome, 1997), Antoine Berman, L’épreuve de l’étranger (París, Gallimard, 1984).

Annie Brisset es profesora de Teoría de la Traducción y del Discurso en la Universidad de Ottawa y preside la International Association for Translation & Intercultural Studies (IATIS). Ha publicado numerosos trabajos sobre aspectos sociológicos y culturales de la traducción, entre los que se destaca Sociocritique de la traduction. Théâtre et altérité au Québec 1968-1988 (Longueil, Éd. du Préambule, 1990). Como asesora de la UNESCO ha trabajado en diversos proyectos para el desarrollo de la comunicación multilingüe en Europa Central y del Este. Este ensayo fue escrito especialmente para Otra Parte.

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