Durante sus primeras setenta u ochenta páginas, Babilonia es una novela sobre fotografías. La narradora, Elisabeth, salta de una a otra imagen con la desesperación de no poder descifrar lo que ellas esconden o ignoran. Las fotografías detienen el pasado, pero el pasado ya no está ahí. Quizás nunca lo estuvo. Elisabeth se pregunta por los personajes que más adelante invadirán la trama y aprovecha la oportunidad para apuntar esas mismas preguntas a su propia vida. Aunque no son nuevos, los temas que se desprenden de esa redirección tampoco son banales: la tibieza o la ausencia del amor en la vejez, la arquitectura brumosa de los paraísos perdidos, la búsqueda de una felicidad que se resiste a plantar bandera incluso cuando parece contarse con todos los ingredientes necesarios.
En el medio, Reza libera detalles que adelantan información y preparan el itinerario que habrán de seguir Jean-Lino y Lydie, los vecinos de arriba, una vez que la anécdota se ponga en marcha. Hay una fiesta que organizar y horas después habrá cintas amarillas que sellarán una puerta. La dislocación entre una escena y otra se corresponde con el modo en que la narradora piensa y actúa. Por momentos hasta desconcierta un poco. Elisabeth pasa de hilvanar su Recherche personal a comportarse como una señora Dalloway del siglo XXI, demasiado atenta a decoraciones que en realidad no importan. Se trata de una fiesta de primavera y sin embargo está nevando: la discronía desborda hacia el exterior, impregna las conversaciones burguesas y se desliza entre invitados que intercambian consejos sobre expediciones al África austral y frases saturadas de ingenio. Jean-Lino insiste en una broma apenas subida de tono, que incomoda a Lydie. Todos se dan cuenta, pero nadie intercede. Nada logrará rasgar la piel de la fiesta de primavera más fría del mundo.
Lo que se desencadenará más tarde, una vez que todos se hayan ido, será el derrotero de eso que se acumula bajo las fotografías, que toma impulso para estallar contra la inmovilidad engañosa. Elisabeth procurará intervenir, revitalizarse a partir de eso nuevo y sórdido que acaba de tocar el timbre, pero lentamente la novedad y la sordidez tomarán sus rutas convencionales y el sistema desplegará su protocolo de contingencia. Sion no existe. Babilonia es todo lo que nos queda.
Traducida empáticamente por Javier Albiñana, la novela de Yasmina Reza construye con morosidad una plataforma para atisbar la ilusión de una trascendencia que siempre está a nuestras espaldas; que sólo sirve para iniciar breves sueños diurnos, para aislarnos unos minutos del único lugar posible: el presente inapelable, el imperfecto aquí y ahora al que siempre estaremos atados.
Yasmina Reza, Babilonia, traducción de Javier Albiñana, Anagrama, 2017, 208 págs.
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