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El celo con que sus exégetas han escrutado cada minucia de la vida y la obra de James Joyce parece obturar cualquier resquicio para seguir hurgando. Si toda biografía representa un espacio privilegiado para la vivisección de una existencia, las dedicadas al escritor irlandés son, en este sentido, ejemplares. Ya sea la confeccionada por Herbert Gorman a pedido del interesado, la parcial y prosaica de Jacques Marcanton o la opípara de Richard Ellman, en mayor o menor medida, cada una de ellas machaca el equívoco de creer que el oro de la ficción se obtiene de la transmutación del metal biográfico. La obra, de esa manera, queda supeditada a las vicisitudes de la vida, que todo lo explica. Dicho presupuesto parte de una mirada retrospectiva, encandilada por el oropel de la consagración, e ignorante de que el elemento biográfico es a la ficción lo que el resto diurno al sueño: un material a desfigurar. Juan José Saer dijo que nunca íbamos a saber cómo fue Joyce porque el punto de vista de sus biógrafos estaba calcado sobre la silueta de su objeto de estudio. La biografía que Stanislaus Joyce le dedicó a su hermano mayor evita esta premisa quizá inherente al género al salvaguardarse en una justa distancia entre la admiración y la solapada rivalidad.
El cabizbundo y meditabajo Stephen Dedalus decía que la familia es un nido del que hay que escapar. Y así lo hizo James, y no sólo del hogar, sino de esos nidos mayores que fueron su país y los jesuitas. Pero antes necesitó un tiempo de maceración. No era sencillo suponer que de un padre dedicado a cosechar hijos y mudanzas a medida que derrochaba el otrora buen pasar de la familia en una interminable deriva etílica florecería un espíritu artístico. Y, sin embargo, el jovencito James despuntaba como “el vigoroso vástago de un tronco seco”. Con su simpatía y su afinada voz de tenor el espigado Jim cautivaba a los amigos de la familia en veladas musicales donde él era el centro de todas las miradas. También sabía ser soberbio, desdeñoso e hiriente con su hermano; no por nada el primer recuerdo evocado es el de James disfrazado de diablo. Al calor del recuerdo se suceden la estrechez económica, las lecturas omnívoras, el abandono progresivo del influjo jesuítico y el trazado de una ética poética inflexible. Pero si algo libera el anecdotario de los goznes de la cronología son los tira y afloja entre ambos hermanos. El momento crucial se da cuando, luego de las burlas del mayor (“aburrido, excepto cuando hablas de mí”), Stanislaus quema su diario privado y comienza otro centrado en James como protagonista. Los desplantes que le propinaba el futuro “comerciante de gerundios” son en parte compensados por el provecho que hacía de títulos de libros y material biográfico que sin recompensa alguna proveía este pequeño Boswell. Así, ante el vigoroso talante de un James Joyce, se recorta la esmirriada, taciturna figura de Stanislaus.
En el año 2000 el sello Adriana Hidalgo recuperó la traducción de Mi hermano James Joyce publicada por Fabril Editora en 1961, y ahora acaba de relanzarla coincidiendo con la conmemoración de la primera centuria de Ulises. El título en inglés —My Brother’s Keeper (El guardián de mi hermano)— se aviene mejor con el papel de custodio que Stanislaus llevó a cabo respecto del cariz biográfico de una obra impar, y respecto del papel de sostén económico que asumiría con el correr de los años y que no contemplan estas páginas, ceñidas a las dos primeras décadas de vida de James. Tan signada había estado, de hecho, la existencia de Stanislaus por un trayecto vital ajeno, que este devoto guardián tuvo hasta la deferencia de morir un 16 de junio, fecha en que transcurre la célebre novela de su hermano. Algunas existencias procuran encandilarse con su propio fulgor; otras viven de prestado y perduran al abrigo de las sombras.
Stanislaus Joyce, Mi hermano James Joyce, traducción de Berta Sofovich, prefacio de T.S. Eliot, introducción de Richard Ellmann, Adriana Hidalgo Editora, 2022, 336 págs.
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