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En la literatura japonesa conviven dos vías. Una, de raigambre femenina, inclusiva de lo masculino, donde la escritura crea un nuevo territorio asumible por ambos géneros: desde el siglo X la recorren cumbres femeninas y masculinas como Shônagon, Shikibu, Kawabata o Mishima. Otra, de raigambre masculina, por períodos homofóbica o machista, dibuja un hilo que anuda el Cantar de Heike con la literatura samurái, y la novela prostibularia de Saikaku con la estética libertina de Kuki. La obra de Tanizaki avanza por ambos rieles y esta selección (decisión editorial del todo ajena a Tanizaki) mezcla ambos registros sin dejar bien aclarados los criterios.
Casi todos los cuentos de esta colección responden al segundo registro (se menciona una excepción, más abajo). Explicitan la mirada de alguien que considera a la mujer objeto de un culto a menudo perverso, sometido, fetichista, incluso rastrero (así en “El tatuaje” o en “El pie de Fumiko”) o, de manera alternante, un ser digno de maltrato (físico o emotivo), que los relatos pormenorizan (como en “El guapo” y varios otros). Describen la aquiescencia femenina a fantasías retorcidas de hombres que de una u otra manera las compran. Pero también la vampirización de hombres por parte de mujeres fuertes que devuelven indiferencia, desprecio o redoblada crueldad. ¿Se los puede llamar cuentos de amor? Más bien se orientan a lo sórdido y a lo siniestro, terrenos por los que Tanizaki muestra predilección.
El autor domina lo visual: los diez cuentos arrancan con detalladas descripciones de lugares y situaciones, creando verdadera intriga. Se quiere pintor de la vida moderna, aunque sea de la forma retorcida en que la concibe: ambientes abyectos de barrios de geishas; psicologías miserables y extrañas de las prostitutas y sus amantes. Pero cuando desarrolla su historia, escritor al fin, se engolosina con lujo de detalles: vuelve azarosa y poco clara la trama, poniendo a veces en duda su relevancia. La estética del primer Tanizaki incluye elementos de fascinación por Occidente (propia de su generación, pero de los que su casi coetáneo Kawabata renegó velozmente): pose decadentista (lo seducía Baudelaire, frecuentado y mal entendido), epílogos cerrados y a veces moraleja (eludiendo finales abiertos, sello de la literatura y la estética niponas), alternancia de la voz narrativa entre relator y comentarista (inusual en Japón).
Con el tiempo, Tanizaki evolucionó. De hecho, estos diez cuentos los escribió entre los veinticinco y los treinta y tres años. A los treinta y nueve, este tokiota se mudó a Kioto: nace otra sensibilidad y otra escritura, aunque sin anular su registro juvenil. El largo y terrible cuento que cierra esta selección, “La gata, el amo y sus mujeres”, lo escribió a los cuarenta y ocho años, cuando ya se había volcado al estudio de la tradición y a una novelística más afín a las fuentes. De este nuevo Tanizaki procede “El segador de cañas”, una historia de amor con todas las de la ley: pasión, romance, un trío que se oculta, entrega, erotismo y ternura. Un relato propio del Japón de ayer y de hoy.
Una extendida creencia occidental considera a Tanizaki pieza clave de las letras niponas modernas. No es una valoración unánime dentro de Japón (la prestigiosa historia de la literatura de Shuichi Kato lo critica acerbamente; la monumental de Donald Keene lo elude, pasando de puntillas). En la actual crítica a su obra sorprende cierta subjetividad: pareciera que lo oscuro, diferente y raro, cuando se lo mira en un escenario desconocido y lejano, nubla la vista para realizar una valoración ajustada.
Junichiro Tanizaki, Cuentos de amor, traducción del japonés de Akihiro Yano y Twiggy Hirota, edición de Carlos Rubio, Alfaguara, 2016, 320 págs.
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