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Luego de algunos elogios dubitativos y la parva de críticas no menos erráticas con las que fue recibida su novela anterior, J.M. Coetzee vuelve al ruedo y ofrece la segunda parte de un proyecto que promete continuidad. En La infancia de Jesús (2013), Simón se hace cargo de David, un niño de cinco años que encuentra en un barco que atraviesa una suerte de Leteo que borra los recuerdos. Recalan en Novilla, les asignan nombres, buscan a la madre de David, que encuentran en una soltera virgen y un tanto apática. Hacia el final de la novela, acompañábamos el escape de la improvisada familia de la burocracia escolar. En Los días de Jesús en la escuela, el trío llega a la Estrella, “pueblo grande y disperso, ubicado en una campiña de colinas, campos y huertos por la que traza sus meandros un río perezoso”. A los contratiempos de alojamiento y alimentación, fácilmente resueltos en estas tierras en las que nadie pasa hambre, se añade el problema, a esta altura acuciante, de la educación de David. Recordemos que Simón había cedido a Inés la batuta de la educación del niño, que a fuerza de sobreprotección y falta de límites se va tornando altanero e ingobernable. De los tres institutos educativos con los que cuenta el pueblo, deciden inscribirlo en la Academia de danza, que imparte una educación alternativa; sus directivos, Juan Sebastián y Ana Magdalena Arroyo (alusión directa a Bach y a su segunda esposa), enseñan una doctrina que consiste en danzar para que los números bajen del cielo. “A las estrellas les está permitido pensar lo impensable”, dice el profesor Arroyo, “pensamientos que van de la nada al uno y del uno a la nada”. La danza que practican es una forma de meditación similar al semá de los derviches giradores. David, que siempre manifestó preocupación por los agujeros que separan las palabras de los objetos, encuentra en estas enseñanzas sosiego y reconocimiento.
El epígrafe de la novela, tomado de Don Quijote (“Algunos dicen: nunca segundas partes fueron buenas”), no se refiere a la novela en tanto secuela de la anterior, sino al quiebre que se produce en mitad de la trama a partir del descubrimiento de un asesinato y del papel cada vez más relevante que adquiere Dmitri, lascivo psicopatón de ribetes dostoievskianos, que en la novela anterior ya se esbozaba en Daga —personajes, ambos, por los que David siente particular atracción—. En esta segunda parte, mediante el desborde de la forma, se interpelan el mal, la pasión y la posibilidad o no de construir algo a partir de esas bases. El contraste entre Arroyo (Bach) y Dmitri (Dostoievsky) sirve menos para establecer una oposición tajante entre racionalidad y emoción que para dar cuenta de los vasos comunicantes entre una y otra. De ahí que Simón, que no veía más que “paradojas y mistificaciones baratas” en la filosofía de la Academia, tenga que poner el cuerpo para que lo invada el éxtasis. Si la lectura sesgada de Don Quijote auspiciaba, en La infancia de Jesús, inicio del camino lateral de David, la incorporación o reescritura de personajes de Los hermanos Karamazov es un trazo más de la estela de este niño errante. A la acostumbrada austeridad de Coetzee se agrega una prosa adusta, esquiva tanto al detalle descriptivo como a florituras, abundante en diálogos de tono filosófico y no exenta de ternura. Como buen lector de Beckett, puede que las referencias de Coetzee al cristianismo —oblicuas, parciales— no sean más que uso de mitología al paso, habida cuenta de otras tantas que colman la novela (los mencionados Bach y Dostoievsky, por ejemplo). Conforme se decanta su proyecto literario, queda claro —por si hacía falta— que Coetzee se aleja tanto de la exégesis laica como de la parodia en clave alegórica. Resta saber si su conclusión otorgará algún sentido retroactivo, o si lo más probable (y deseable) sea que nos deje huérfanos de respuestas ante un horizonte inédito que explorar.
J.M. Coetzee, Los días de Jesús en la escuela, traducción de Javier Calvo, Random House, 2017, 256 págs.
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