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Una obra de encuentros: entre un hombre y una mujer, el pasado y el presente, y lo que se cuenta y la manera de hacerlo. Eugenio (Raúl Rizzo) y Male (María José Gabin), una pareja madura, hablan pero no se comunican. Pasan por situaciones difíciles: la muerte del padre de él, el deseo sexual que siente ella por un joven, entre otras. La crisis saca a la luz lo que debía permanecer oculto, “lo siniestro”. En su vida cotidiana se evidencia la enorme gravitación que el padre de Eugenio y la madre de Male todavía tienen sobre ellos, fantasmas que vuelven una y otra vez. El pasado se entreteje así con el presente, como una telaraña que atrapa a los personajes en vínculos anquilosados y no les permite abrirse y encontrarse. Siguen siendo niños-hijos, o Male deviene “padre” de Eugenio y este, “madre” de su mujer. Como fondo, música de piano y un reloj que suena irónicamente en un tiempo único en el que sólo se envejece.
Una panoplia de recursos textuales y escénicos da cuenta de estos conflictos. Al entrar en el Salón Dorado del Teatro Nacional Cervantes, se ve en simultáneo contraste y acoplamiento la belleza antigua de ese espacio —colores oscuros, tapizados, arañas doradas— y la de la escenografía —colores claros, sillas transparentes, dos limones—, en un escenario sostenido por una estructura de aluminio. La tradición y el presente, los padres y los hijos, el museo y la fruta fresca, los recuerdos como anclas y el cuerpo vivo, todo entramándose y a la vista. También en el escenario, una plataforma inclinada y desniveles: cuerpos en tensión y peligro, personajes que serán varios a la vez y tendrán distintas perspectivas. Al comenzar la obra, imágenes recortadas como flashes y fragmentos de texto anticipan los conflictos que se narrarán y la manera de hacerlo: fragmentaria, no lineal y basada en las repeticiones. Estas, como el silencio, suelen ser sugerentes y aparecer con distintas formas y efectos. Como en La verdad (otra obra de Apolo montada en 2014), en El tao del sexo las repeticiones de pasajes textuales indagan en el reverso de las historias, las versiones y los personajes. Es una obra que abre sus entrañas: no sólo expone las profundidades de una pareja y la desnudez del escenario y los bastidores, sino que también enfoca, a través del texto y la actuación, la manera fragmentaria, repetitiva e incontrolable en que aparecen recuerdos, obsesiones, fantasías y mandatos internos. Es, finalmente, una “obra de aprendizaje”. O, más bien, una pieza que invita a desaprender lo aprendido. Los personajes lidian con obstáculos en un camino de autoconocimiento frente y gracias al otro, hasta encontrarse. El espectador, por su parte, también debe sortear —gustosamente— dificultades: particulares recursos narrativos y situaciones que lo enfrentan con lo extraño y lo familiar a la vez, para recuperar así una mirada venida de muy lejos. La figura en el tapiz se revela poco a poco y es la de Male y Eugenio, pero también quizás, en profunda versión, la de algún espectador.
El tao del sexo, de Ignacio Apolo y Laura Gutman, dirección de Ignacio Apolo, Teatro Nacional Cervantes, Buenos Aires.
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