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Fauna

Romina Paula

TEATRO

El escenario de Fauna es un cuadrado de madera. Cuatro lados iguales y cuatro actores. Dos hombres y dos mujeres. Evidencias irrecusables al comienzo de la obra que, cuando los espectadores se levanten de la sala y sin que medie ningún artilugio espectacular, salvo el de la magia que opera a partir de la construcción de un lenguaje, habrán sido invadidas y derribadas por un enjambre de preguntas. Ni los cuatro lados del cuadrado serán iguales, aunque siga siendo un cuadrado; ni los hombres serán hombres, ni las mujeres, mujeres.

Apenas comenzada la obra lo advertimos: el escenario presenta irregularidades, el piso tiene agujeros. En uno de ellos hay agua y por momentos es una amenaza con la que los actores tropiezan. El otro está cerrado, pero puede abrirse mediante una puertita y ahí se guardan –o se ocultan– cosas, como el vestuario de los actores que se cambian en escena. Cambian de ropa y también mutan, mudan, dudan, se transforman.

Una mujer recita con aire declamativo “Experiencia de la muerte”, de Rilke, sentada a horcajadas en un caballete de madera. El registro se rompe de pronto. No es el de la obra que estamos viendo  sino el del ensayo de otra obra que va a desarrollarse dentro de la obra: el proyecto de una película biográfica sobre la figura de Fauna, una mujer que habitó el litoral, que constituyó un mito en vida y cuyo devenir será apresado, diseccionado y rearmado por la mirada de una actriz (Pilar Gamboa)  y un director (Rafael Ferro). Para asistirlos en esa tarea, la de contar una vida, se encuentran María Luisa (Susana Pampín) y Santos (Esteban Bigliardi), los hijos de Fauna.  Pero ¿cómo contar una vida? ¿Existe esa posibilidad? ¿Se puede hablar de otro sin hablar de uno? ¿Se puede hablar al otro? ¿Existe un puente hacia el otro más allá del malentendido? ¿Y cómo hacer hablar a un muerto para que cuente su historia cuando lo que quedan siempre son trozos, rastros, huellas: fantasma?

El vínculo con Hamlet se tiende solo –y a Shakespeare mismo no se lo elude en el texto–, porque aquí también hay un juego de representación dentro de la representación. Pero el fantasma omnipresente de Fauna empieza a retirarse, cuanto más se lo quiere asir, frente a la mirada de una hija que lo idolatra y un hijo que lo pone en el molde pero que, junto con los dos extraños que intentan recubrir de carne un vacío, están haciendo otro trabajo, uno que Hamlet no hace: el del duelo. De modo que la pregunta ya no es si ser o no ser, sino más bien qué ser y cómo ser y qué mostrar a los demás y para qué. Y es acá donde también se plantea la cuestión del deseo. Y de las diferencias entre el deseo de la mujer y el del hombre. Y entonces: qué es ser una mujer y qué un hombre. ¿Qué los constituye como tales? ¿Una forma singular de desear? ¿La falta? ¿La falta de qué?

Fauna es como uno de esos cuadros de Escher que hipnotizan al espectador que intenta dilucidar lo imposible. Y lo hace desprovista de solemnidades, en gran parte gracias a la interpretación de los actores –todos impecables– y a la guía rigurosa, y a la vez amorosa, de su directora.

 

Fauna, dramaturgia y dirección de Romina Paula, Centro Cultural San Martín, Buenos Aires.

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