Inicio » DURACIÓN » De Wittgenstein a Dôgen. Del tiempo que se repite, el que se escurre y ciertas relecturas perpetuas

De Wittgenstein a Dôgen. Del tiempo que se repite, el que se escurre y ciertas relecturas perpetuas

DURACIÓNPENSAMIENTO
Siempre merece producirse y parece pendiente una conversación entre tiempo biológico (aquel que intentamos capturar y calcular) y tiempo vivido (tal como lo experimentamos). A primera vista, quienes se ocupan de uno y otro emplean procedimientos distintos.

 

(1) Sobre tiempo biológico y tiempo vivido. Siempre merece producirse y parece pendiente una conversación entre tiempo biológico (aquel que intentamos capturar y calcular) y tiempo vivido (tal como lo experimentamos). A primera vista, quienes se ocupan de uno y otro emplean procedimientos distintos. La ciencia utiliza armas de medición, mientras que autores como Ludwig Wittgenstein (LW) o Eihei Dôgen se sirven, respectivamente, de la observación pensante y de la respiración impensada, formas ambas de experiencias que provocan un salto verdadero en el vacío, desde las premisas de cualquier conocimiento dado o desde una actuación premeditada. Si la frecuencia y los ritmos constituyen argumentos científicos, las conjeturas de LW y Dôgen barruntan a cambio que el tiempo existencial pone de manifiesto un “reloj interno” ubicado en cada persona y que establece su ritmo, su tiempo. Sin desmedro de lo anterior, entre las posturas científica y existencial existen zonas de acuerdo.

Tiempo corporal y tiempo anímico revisten aspectos cíclicos. No es difícil acordar que llevamos clavado un concepto de reloj, de repetición circular. Lo constatamos en forma de continuidades que se tornan ritmos medibles en períodos cercanos a las 24 horas (asombra la persistencia de este esquema a través de tiempos y culturas). Lo observamos igualmente en ritmos sometidos a variables externas, tanto cíclicas (por ejemplo: al día sucede la noche), como ligadas a la artificialidad de la vida moderna (la tecnología permite un continuum luminoso, fuente de actividad productiva –el devenir urbano resultaría inconcebible sin electricidad– e incluso ocasión de tormento destructivo –mediante la no tan disimulada tortura de no apagar nunca las luces de una celda–).

Por otra parte, los ritmos del tiempo son endógenos. Desde siempre lo supo el cuerpo, si parafraseamos a Michel Serres. Últimamente y con agilidad comienza a averiguarlo la ciencia (la cronobiología surgió en las últimas décadas como disciplina de observación del tiempo humano). El hecho es que el comportamiento se repite por la presencia de factores que, si bien son presionados por la alternancia luz/oscuridad, se tornan independientes de dicha variación. Del siglo XVIII en adelante, esta sospecha la fueron confirmando observaciones como las del científico francés Jean-Jacques Dortous de Mairan. Ciertas plantas sensitivas (por ejemplo la mimosa) son conocidas por expandir sus hojas durante el día y retraerlas de noche (son sensibles a la luz). De Mairan dispuso macetas de mimosas a oscuras dentro de un armario, sin que las plantas mudaran su ritmo habitual de abertura y recogimiento. Eran los primeros pasos para establecer que los organismos vivos se mueven con ritmos circadianos (circa diem: cerca de las veinticuatro horas de un día) propios.

De allí en más, varios siglos de experimentos pondrían de manifiesto que, en realidad, tiempo biológico y tiempo vivido se entrelazan. A veces de forma armoniosa (desde el ciclo diario, que organiza la vida de las colectividades, hasta fenómenos individuales como la menstruación, que otorga ritmo a la fertilidad y al tono femenino). En ocasiones, lo biológico interfiere en lo emotivo: de los latinos a Pierre Bourdieu, lo deja en claro la fertilidad del habitus, que en individuos y sociedades designa aquello preservado mediante repetición y que resulta decisivo para instituir comportamientos comunes. Sin que deje de haber situaciones en que lo emotivo irrumpe en lo biológico, como manifiestan los trastornos en el sueño, en la alimentación u otras funciones fisiológicas.

Así, el tiempo vivido pone de manifiesto nuestro reloj interno, característica que permite moverse comprendiendo de inmediato dimensiones tales como secuencias, intervalos, simultaneidades y también la duración (coordenadas del sentido del tiempo). Estas notas se orientan hacia la duración, aspecto clave del reloj interno humano. La forma en que la vivimos aclara una situación de la existencia que nunca dejará de sorprendernos: al decir de Leonardo da Vinci, “el agua que tocas en la superficie de un río es la última que pasó y la primera que viene; así es el instante presente”. Si consideramos paradójica nuestra vivencia del tiempo, insinúa Leonardo, es porque no podemos retenerlo, aunque tampoco podemos evitar que se repita. Dicho de otra forma, sólo en apariencia diferente: cuanto más queremos reiterar el tiempo, más se presenta ante nosotros como un hecho nuevo, en ocasiones inesperado, a veces rigurosamente inédito.

Un modo sencillo de apropiarse de esta experiencia del tiempo, ese que muere y renace continuadamente, es la frecuentación de textos que desafían la duración convencional. Valgan dos que tomo en consideración porque admiten sostenida relectura y revisión: los Vermischte Bemerkungen (“Aforismos de cultura y valor”) de LW; y Uji (“El-tiempo-que-hay”) de Dôgen. Ambos recogen reflexiones acuñadas a lo largo de ocho siglos y ayudan a avanzar en una reflexión que, desde dos zonas culturales y discursivas en principio remotas, cada autor desarrolla con algunas afinidades, como intentos de resumir y dar forma a lo específico de nuestra existencia mortal.

 

(2) Vermischte Bemerkungen, aforismos de cultura y valor. Por los mismos años en que LW comenzaba sus Bemerkungen, Rainer Maria Rilke escribió estos versos: “Vivo mi vida en círculos crecientes, / que pasan por las cosas”. Tal vez sin saberlo, las palabras del joven de Praga compendian la forma en que el vienés entendía la duración: por así decirlo, como anillos que se tornan elipses.

La sobrevivencia nos vincula al aro, al círculo que cierra, a la relación con aquello que volvemos familiar a fuerza de reiteración. La forma circular se refiere a los ciclos programados de la existencia.Tanto natural, como en el caso de las estaciones (8), como humana, que LW vincula con la minuciosa forja personal de lo que llama “estilo”, incluso “maniera” (197). De acuerdo con su criterio, la “cultura” (concepto con el que nunca se sintió a gusto) es asunto de pura sobrevivencia. LW resume el gesto, vano para él, de estirar o volver permanente aquello nacido de la “originalidad”. Esta no es sino “ánimo” personal (193), algo que decae apenas se lo codifica. Como sistema de valores, ciencia y técnica fabrican un escudo protector en torno a la cultura de cada época (y en todo caso, de la que a él le tocó en suerte). Por añadidura, intentan blindarla con la promesa de un futuro que mantendría incólume el presente y que llaman “progreso” (22; 30). Estos aforismos plantean una crítica acerba a la era científica y técnica. LW la considera una huida fuera del tiempo, una forma de suicidio anunciado: “No es insensato pensar que la era científica y técnica es el principio del fin de la humanidad; que la idea del gran progreso es un deslumbramiento” (318). Nuestra vida en el tiempo parece signada por la repetición hasta que, de pronto, hace acto de presencia “lo vivo”. Porque, si reiteramos sólo para defendernos de lo desconocido, aquello que repetimos gradualmente se descascara, se agosta y fenece.Y en la desnudez que nos otorga el día que nace (es ese para LW el regalo del tiempo: transcurrir meramente, y nosotros con él), la tarea del hombre cada vez recomienza. Porque prima el impulso de vivir, el “ánimo” (296). “Cada mañana hay que atravesar de nuevo la escoria muerta para llegar al núcleo vivo y cálido” (10). Existimos en ese frágil (e inevitable) reiniciar, reiniciándonos con aquello que conseguimos designar. Porque, como todo lo que somos y tenemos (todo lo que es “objeto”, explica en el Tractatus), no es nada hasta que, una vez “nombrado”, ingresa en la gran armonía universal tejida por el lenguaje. Cada recomienzo brinda la posibilidad de dar un paso y, a la vez, la necesidad de conseguirlo mediante dura brega: “Luchamos con el lenguaje. Estamos en lucha con el lenguaje” (57). La paradoja del tiempo se teje entonces con trabajosos hilos de palabras. Asumir la vergüenza matutina de mostrarse callado como “odre vacío”. Y desde esa condición respingar hasta sentirse “henchido por el espíritu” (53).

Repetimos para repeler la extrañeza profunda de vivir en un mundo del que desconfiamos (29; 318). Creamos para regenerar el implacable deterioro de lo que existe, cuando lo que existe es dejado a su inercia (la cultura es inercia y “desperdicio” cuando se limita a “la ordenación de pensamientos que quizá carecen de valor”, 156). ¿Es la de LW una visión pesimista? Tal vez también es un mirar lleno de asombro, a menudo desconcertado. El que busca cambiar su manera de ver (LW habla del pensador; y él se sabe pensador) se yergue como un nuevo Sísifo no del todo angustiado. En parte celebra estar vivo en el proceso mismo de consumar la crucial condición de su sorprendente sobrevida: empujar la bola del lenguaje un poco más arriba.

En ese empeño se nos pasa el tiempo, nombrando sin tregua algo que sobreabunda (a veces de forma tediosa) y que, a la vez, filtra y escasea hasta dejarle espacio a lo nuevo y fresco. La lucha con el lenguaje es, igualmente, un esfuerzo por cambiar de cuajo un modo ignorante de mirar, uno que plantea como opuestas realidades que sólo podrían armonizarse en un lenguaje que las entrelace (cuando lo consigue). De un extremo al otro, los aforismos de LW revelan el esfuerzo afanoso por tejer un tapiz de palabras.

¿Pretende LW que lo nuevo se limite a palabras y lo usado a su descuidada repetición? La paradoja del tiempo se acaba instalando en el pensamiento. Lo que se repite son los interrogantes. “Una y otra vez se escucha observar que la filosofía en realidad no hace progresos, que todavía nos ocupan los mismos problemas que a los griegos. Quienes lo dicen no comprenden la razón por la que debe ser así. Y es que nuestro lenguaje ha permanecido igual a sí mismo y siempre nos desvía hacia las mismas preguntas” (75). Lo apetecible, lo que atrae, lo que llena aquel odre vacío es, a la vez de modo esquivo, algo inefable (83). ¿Se trata de algo que no nos atrevemos a expresar; o el trasfondo de algo que adquiere sentido en un más-allá de lo que nunca conseguimos del todo expresar? La pregunta recorre la obra de LW: la capacidad de nombrar se acaba enredando en lo que dura y dura, sin jamás dilucidarse.

Encontrar la llave para abrir el cofre de este enigma escondido (309) implica “experimentar” la vida (288). La experiencia opera un corte abrupto, un tajo en el anillo de la repetición. Abre lo que parecía cerrado, actualiza lo que creímos cancelado. Transforma el círculo en espiral. En virtud del dinamismo propio del aire inapresable, la experiencia introduce un movimiento que acaba siendo ascendente. La experiencia nos absorbe de a poco hacia arriba: nos jala, tira incluso de la bola de lenguaje.

Pensador o no, la tarea del ser vivo es “vivir bien” (293). “Experimentar intensamente” es “beber” la situación, “percibir” sus movimientos, “acompañar” la cadencia de las cosas. El que experimenta es un “héroe”, alguien que se vuelve “sensato” de puro acometer lo que otros consideran “tonterías” (283). El que experimenta renace a su condición de hombre, dejando de “representar”, de actuar (287). Como símil de una experiencia completa aparece la música, a la vez modulación del tiempo y disolución en él. LW se centra en el “tema” musical. Para “vivir” un tema musical, “la repetición es necesaria” (292). ¿En qué medida lo es? “Cántalo y verás que sólo la repetición le da su enorme fuerza”. No se trata de que un tema musical responda a un modelo escondido que, con tesón, paso a paso iríamos colocando más cerca. Se trata, dice LW, de que “suena más bello con la repetición”.

Poco a poco se desvela cómo concibe LW el misterio de la duración. “No existe paradigma alguno fuera del tema”: no existe encaje completo del tiempo, y tampoco vida posible a destiempo. Al mismo tiempo, “hay de nuevo un paradigma fuera del tema”: se apodera del ritmo de nuestro lenguaje, nuestro pensamiento y nuestra percepción. Como parte de un inevitable forcejeo, “el tema es a su vez una nueva parte de nuestro lenguaje, se incorpora a él” (292). Lenguaje mediante, no sólo repetimos sino que intentamos experimentar la abertura hacia nuevos gestos: “el tema está en acción recíproca con el lenguaje”. Para LW, la música es la forma oportuna de lo que nos ocurre con el vacío del tiempo: “comprenderlo es comprender algo que existe dentro y fuera del lenguaje. Y aquí lo común está pleno de sentido” (292). Ahora bien: ¿es plenitud de sentido aquella que únicamente ocurre en la mente? LW nunca responderá esta pregunta.

 

(3) Uji, el-tiempo-que-hay. Releer textos que consideramos perennes es una experiencia capaz de disolver divorcios que, incautamente, creamos entre la voz y la escucha de un texto. Ahondar sin cesar en lo escrito (de forma repetitiva, inquisitiva, seminal) puede forjar una versión distinta de la duración, apoyada en otro recorte de experiencia, la del lector devenido protagonista de un tiempo vivido por él. Es el privilegio de hacer propio un texto. A la vez, en este mundo de incertezas (al decir de LW), quien inventa un código de duración modifica el lapso de vida útil de textos que en el ahora de la lectura pasan a ser suyos. Acierta o marra, nunca se sabe del todo: la lectura mantiene la experiencia de la duración en el terreno de la conjetura.

Redactado siete siglos antes que los aforismos de LW, el escrito de Dôgen (Uji, dicho y trabajado como texto entre 1240 y 1243) pareciera proseguir la argumentación donde el vienés la había dejado, modificando en parte las preguntas y llevando a otro terreno la posibilidad de una respuesta.

Uji es uno de los textos de Dôgen que más claramente formulan el carácter dinámico y a la vez insustancial de la duración. Ambos rasgos (perpetuo movimiento, ausencia de sustancia) se complementan; igual que dos piernas robustas o un buen calzado, aseguran un buen andar. En la versión francesa de Yoko Orimo, el término chino-japonés uji se traduce como el “tiempo-que-hay” (u: “hay”; ji: “tiempo”). Su versión (que hago propia) marca prudente distancia respecto de la doctrina budista hinayana, la cual establece una conexión intrínseca entre paso del tiempo y sufrimiento, al menos en la experiencia del “hombre corriente” (bonbu). La práctica de la “meditación sentada” (zazen) es propuesta por Dôgen precisamente como instrumento para subvertir y dejar atrás la condición corriente de la duración en nuestra existencia. El zazen transforma krónos (tiempo que gotea y nos conduce de modo ineluctable a la muerte) en kairós (“tiempo de ahora” diría el apóstol san Pablo); en “tiempo de hoy”, según la expresión del mesianismo judío; o en “este presente” (nikon), como sin cesar propone Dôgen. De allí que algunas perífrasis complementarias para traducir uji al castellano pueden ser: lo que dura de mientras, de momento, entretanto, mientras tanto. Estas posibilidades enfatizan una concepción existencial del tiempo y se inclinan en favor de la propuesta de un pensador como Giorgio Agamben (él mismo influido en esto por san Pablo), quien distingue entre tiempo cronológico (tiempo en el cual estamos) y tiempo mesiánico (tiempo que somos). El “tiempo-que-hay” constituye una puerta que se abre ante nosotros cuando nos liberamos del tiempo que gotea, sin por eso dejar de formar parte de la duración. El zazen es la “puerta de entrada” (lo afirma Dôgen en otro texto fundamental, Fukanzazengi) a un territorio de libertad: la libertad de “vivirnos tiempo” y de no limitarnos a “ser usados” por él.

Dôgen plantea la problemática del tiempo fuera de cualquier concepción sustancialista de la persona y sin necesidad de hacer intervenir en su argumentación el verbo “ser”. En este punto, Uji recuerda la mentalidad de poetas del haiku como Bashô, celosos por traducir la insustancialidad de la persona en una lengua carente de pronombres personales, adjetivos y en ocasiones verbos. El kanji (carácter simbólico) determinante u en ningún caso debería equipararse al verbo “ser”. Por desgracia, sigue vigente una confusión introducida, en la reflexión sobre el tiempo, por la irradiación de la óptica metafísica heideggeriana. En efecto, la traducción inglesa que tengo a mano (de Masao Abe) traduce Being-Time; otra francesa (de Bernard Faure) repite Être-Temps, y así prosigue la alemana (de Manfred Eckstein) con un significativo Sein-Zeit. Todas estas versiones ontologizan el discurso dôgeniano sobre la duración, deformando la lógica del texto comentado, así como la doctrina budista mahayana. En esta última, Dôgen apoyó con firmeza su pie, para luego “dar el salto” característico del Zen: desde una concepción teológica (abstracta) hacia la (concreta y verificable) “práctica realizadora” de la meditación sentada. De modo que uji puede igualmente traducirse como Existencia-Tiempo, vale decir, una duración que, sin cesar ni repetirse, se actualiza en el presente de cada persona.

 

(4) Lo que va de Wittgenstein a Dôgen: resolución del enigma de la duración. El diagnóstico expuesto por LW en sus aforismos no es lejano al de numerosos textos de Dôgen. Ambos se oponen frontalmente al marco vigente en su momento: perciben a sus sociedades atrapadas en una falsa noción de progreso. En palabras de Dôgen, el legado de Buda completa la degradación (mappô) al reducirse a simple y desechable doctrina formal; la humanidad languidece varada en los sargazos de la repetición: se reiteran los mismos interrogantes, se ensayan parecidas respuestas. Ambos autores viven en lucha con el lenguaje. La pobreza de palabras trasunta para ellos la dificultad de establecer nuevas experiencias para vivir el tiempo. El silencio atenaza.

Pero el Zen lleva las cosas más lejos, en dos direcciones que lo distinguen de la mera reflexión, incluso de una tan aguzada y pertinente como la de LW.

Por un lado, no se limita a proponer un diagnóstico de la situación. Ofrece una herramienta para modificarla, a nivel individual. Abre la posibilidad de revertir una duración perversa, que no podría limitarse a denunciar.

Por otro lado, la experiencia, que LW considera condición indispensable para quebrar la condena de la repetición, el Zen no la propicia mediante un tajo o corte, que implican la amputación de una parte en beneficio de otra, manteniendo lo fundamental del problema, que es el dualismo. El Zen prefiere desanudar, aflojar, destejer y tejer otra vez el tapiz de nuestra vida en el tiempo. Sin dejar de lado ningún hilo.

Esto le es posible porque el Zen no es un pensar cualquiera sino pensamiento-de-una-práctica, un pensar procedente de un hacer, de un haber hecho. En palabras de Dôgen, “Zen es zazen”: la meditación sentada es una práctica que busca transformar de cuajo el “punto de vista” (kenge) de la persona, su apreciación espacio-temporal. Para Dôgen, el tiempo vivido es sin duda subjetivo. Pero no deja de atenerse a reglas. Dichas reglas, hoy en día, la neurociencia las explicita: transforma la meditación sentada en objeto de pesquisas sobre el modo de formular y reformular el tiempo vital. Kant decía que “el tiempo es el sentido interno”. La cronobiología empieza a describir aspectos constitutivos de dicho sentido (en sus dimensiones mensurables: secuencia, intervalo, simultaneidad, duración), aclarando que el Zen opera como herramienta para cambiar el modo de relacionarse con el tiempo vivido. El asunto es entender que el Zen plantea resolver el enigma de la duración de un modo sumamente práctico.

La meditación sentada (zazen) consiste en detenerse a mirarse respirar. Al orientar toda la atención al flujo de aire, descompone la duración pensada (eventualmente medible) en una cadena de secuencias respiratorias de extensión variable. El practicante se limita a observar el aire que entra y sale, mientras las secuencias varían: su objetivo no es crear un orden ligado a pautas exteriores sino descubrir, desde su cuerpo, puntos o momentos secuenciales que producen bienestar. A su vez, una secuencia se rompe o se interrumpe al volverse intervalo de un pequeño (o grande) pico de bienestar: el cuerpo encuentra lugares propicios para vivir el tiempo, cada intervalo precisa y prolonga un ahora benéfico; de modo espontáneo, el practicante retiene la respiración y marca sus tiempos de intervalo. La secuencia y su ruptura no son ajenas, ni contrarias, a la simultaneidad: la atención sigue puesta en la respiración, sin que dejen de producirse interferencias. Ruidos exteriores; sensaciones, percepciones, emociones, recuerdos, planes; un tendón que se afloja, la rodilla duele: están ahí, pero de modo neutro, sin distraer la atención de lo único que se mantiene en la persona: su pulso de vida. De modo que la meditación va cambiando el sentido de la duración: la atención a la respiración entrena en estar en el ahora, el instante o momento presente. Ese ahora tiende a imantar el pasado (lo vuelve propio y asumible) y permite anticipar el futuro (lo deja llegar sin temor ni restricciones).

Ahora es el modo de enunciar la potencial duración cero del tiempo vivido del Zen. Reúne dos dimensiones. Concentración, en sentido físico: cantidad de una substancia por unidad de volumen. Compresión, en sentido mecánico: esfuerzo a que está sometido un cuerpo por la acción de dos fuerzas opuestas que tienden a disminuir su volumen. Concentración de presente y pasado, como en la comentada sentencia de Leonardo: “En los ríos, el agua que tocas es la última que pasó y la primera que llega”. Compresión de presente y futuro, como en el verso de Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”. Pero para el Zen ese mar no equivale a morir, sino a lo contrario: volverse a descubrir amo y señor de la propia duración, libre (en las condiciones de la mortalidad), consciente de la posibilidad de estar presente y vivo a su propio tiempo.

 

(5) ¿Cuánto dura un gran texto? El contacto cercano con textos como la Biblia, los Upanishads o los aquí comentados enseña que cada relectura se sirve de una clave distinta, la que introduce el lector como criterio circunstancial. Se lee desde un punto de vista (kenge, para Dôgen), siendo que, en palabras de Saussure, “el punto de vista crea el objeto”. En su materialidad, cada texto sigue siendo el mismo. Pero a la vez se vuelve otro: adquiere una coloración distinta, impuesta por una mirada que nunca deja de problematizar.

Todo texto merecedor de relecturas suscita la siguiente paradoja: cambia el relector (los heterónimos encerrados en la misma persona ejercen su derecho a mirar); y el texto revela su carácter insustancial: el lenguaje es insustancial, simple eco de la palpitación de una persona igualmente mudable.

De modo que un texto que dura (el que merece relecturas) se vuelve espejo: el lector puede mirar sus rasgos en cada época de su vida. Se transforma en un frontón de ideas y propuestas que van, rebotan y vuelven, como la pelota. Sin torcer la materialidad de lo que dicen expresar, las palabras de un texto durable funcionan como coartada: la familiaridad con la que se cree conocer se transforma en resquicio por donde el lector se cuela a algo desconocido que quiere descifrar. El lector se dirige a ese texto queriendo discernir su propio texto, todavía inédito.

Las anotaciones personales provocadas por el texto de otro acaban revelando ciertas características de una escritura. Catalizan algo que ya existía como murmullo sordo, todavía inarticulado. Relacionan con anotaciones ajenas que propician una autoestimulación. Autorizan a vivir la paradoja del lenguaje: por un lado, se mantiene vivo (revive) en la experiencia de la lectura, la cual no es durable y anuncia desde el comienzo que necesitará reiteración; por otro lado, se aletarga en lo editado y arrumbado en bibliotecas, a la espera de que algún nuevo lector autorice al lenguaje a renacer. 

 

Lecturas. Ludwig Wittgenstein, Aforismos: cultura y valor (traducción de Javier Sádaba, Espasa, 1999); los números entre paréntesis en los pasajes citados localizan cada referencia según esta edición. Eihei Dôgen, “El-tiempo-que-hay”, traducción propia. James Austin, Zen and the Brain (MIT Press, 1999; Meditating Selflessly: Practical Neural Zen (MIT Press, 2011). Norman Malcolm, Ludwig Wittgenstein: A Memoir (Oxford University Press, 2001). 

Alberto Silva es doctor en Letras (La Sorbona) y en Ciencias Políticas (Complutense de Madrid). Es autor de la serie en cuatro volúmenes Zen (2012-2014), que reúne su investigación sobre el Zen.

 

1 Oct, 2015
  • 0

    ¿Hay un mundo por venir?

    Déborah Danowski / Eduardo Viveiros de Castro
    1 Oct

    El fin del mundo es un tema aparentemente interminable, al menos, claro, hasta que ocurra. El registro etnográfico consigna una variedad de modos a través de los...

  • 0

    Alrededor de El reloj. Notas sobre el tiempo expandido en la instalación de video y la ficción

    Graciela Speranza
    1 Oct

    En el principio fueron teléfonos. Siete minutos y medio de clips de un centenar de películas montadas en un collage, con un reparto multiestelar de actores y...

  • 0

    Phuturismo ciberpunk. Introducción

    Darío Steimberg
    1 Oct

    El esfuerzo de Marx por salvar el trabajo humano de la alienación a la que lo somete el libre mercado no parece haberse enfrentado en todos sus...

  • Send this to friend