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Alrededor de El reloj. Notas sobre el tiempo expandido en la instalación de video y la ficción

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En el principio fueron teléfonos. Siete minutos y medio de clips de un centenar de películas montadas en un collage, con un reparto multiestelar de actores y actrices de Hollywood que apenas discan, atienden o cuelgan teléfono

 

En el principio fueron teléfonos. Siete minutos y medio de clips de un centenar de películas montadas en un collage, con un reparto multiestelar de actores y actrices de Hollywood que apenas discan, atienden o cuelgan teléfonos, y una profusión de aparatos, estilos y decorados que arremolinan la sucesión lineal de los fragmentos con un palpitante ir y venir en el tiempo. Christian Marclay llamó al video Telephones (1995), con un plural que dejaba imaginar un género o una serie, pariente visual de otro experimento suyo, el turntablismo, manipulación análoga de viejos vinilos para crear músicas nuevas. Pero en 2010, multiplicando con creces los clips, las horas de edición y la duración, fue la tarde y la mañana un día: Marclay concibió una obra mayor de veinticuatro horas que llamó sencillamente The Clock. No un reloj entre tantos sino el reloj, como si el título, antes incluso de que la pieza se exhibiera por primera vez en el White Cube de Londres, anticipara la rara originalidad de un megacollage de miles de fragmentos de películas que en algún momento muestran o insinúan un reloj, la insólita adecuación de la pieza a su función y hasta la popularidad inesperada de una obra de arte contemporáneo que, desde entonces, hipnotiza por igual a críticos, escritores y artistas, y congrega multitudes en museos y galerías de todas las latitudes. Duchampiano confeso, afecto a los juegos de palabras, Marclay había pensado otros títulos para la pieza –Time Piece, Clock Work–, pero optó por la economía de The Clock, quizás para que el puro nombre de la cosa solapara la empresa titánica de tres años de edición y el reto de permanencia que ofrece al espectador. Fue una elección inspirada.

La velada antonomasia habla de un artefacto capaz de marcar la hora en microsegundos y recrear el tiempo en su duración, burlar a Bergson y a Deleuze montando cientos de imágenes-movimiento en una dilatada imagen-tiempo, celebrar y subvertir los artificios de la ficción, reconciliar sincronía y anacronismo, atención y distracción, realismo y abstracción. Porque aunque nunca antes se haya visto semejante despliegue de relojes de todo tipo y tamaño, el tiempo y no el reloj es el gran protagonista de The Clock, el tiempo que pierde los estribos y se presenta en estado puro, ya no por obra del cine moderno como apuntaba Deleuze, sino de un dispositivo más complejo, camarada del Zeitgeist del nuevo siglo, suma poética de los muchos atajos del arte y la ficción para arrancar el tiempo de la cronología ceñida de las máquinas y recuperarlo en su flujo, su devenir, su durée.

 

Porque véase si no: cuando el espectador entra en la sala en que se muestra The Clock y en la pantalla para Nicole Kidman en Ojos bien cerrados son las 7:29 pm, comprueba que también son las 7:29 pm en su reloj. Y aunque no hay escena que no le recuerde que el tiempo pasa, pierde la noción del tiempo en los pliegues de los fragmentos de películas, ya no por efecto de la cualidad onírica de las imágenes en la sala oscura, ni por las trampas del género que lo atan a la butaca, ni tampoco por las elipsis, los fastforwards y los flashbacks, sino por un mecanismo más indescifrable que combina esos efectos, recrea lo ya visto, lo monta en breves secuencias nuevas y lo desmonta con saltos inesperados, hasta volverlo una materia difusa, el espectáculo del tiempo que pasa, que es muchos tiempos pero sobre todo uno, el “tiempo real”, la hora en que el espectador consulta su reloj y se levanta para acudir a una cita que la experiencia extraña de eso que lleva viendo desde hace ¿cuánto? ¿dos horas? ¿tres? casi lo ha hecho olvidar. Tiene una idea vaga de lo que lo ha hecho demorarse, pero no podría precisarlo. Porque eso que ha visto ¿qué es? No es que el tiempo no se hubiera acortado o dilatado antes en el cine, en una conversación animada o esperando un tren, pero nunca en un tiempo escrupulosamente medido y a la vez desencajado, que ahora, mientras camina, le hace preguntarse por qué está yendo a esa cita, por qué corre, para qué, y le trae a la memoria un verso de T.S. Eliot en el que adivina una clave: “Sólo a través del tiempo, el tiempo se conquista”. Tendrá que volver a ver The Clock para averiguar cómo, dónde, por qué.

 

The Clock no es el primer film de veinticuatro horas ni el primer ejercicio de apropiación radical, pero amplía la dimensión del archivo y complica el principio de selección en un artefacto inédito, un ready-made temporal. Seis asistentes colaboraron en la selección hasta completar el rompecabezas, saqueando films de todos los tiempos, sin ninguna restricción cinéfila ni ningún mandato autoral. “Trapero” benjaminiano de la historia del cine en la era de la sobreabundancia digital, Marclay compuso una nueva constelación narrativa con más de diez mil retazos de films, un tour de force del arte de la postproducción. Pero ¿de qué se apropia, precisamente, The Clock? La apropiación de películas ya hechas es casi tan vieja como el cine, con una larga tradición de experimentadores que incluye a Joseph Cornell y a Jean-Luc Godard, alentada en las últimas décadas por los avances técnicos del video y el cine digital. Pero si hay una obra que prefigura The Clock es sin duda 24 Hour Psycho (1993), la versión ralentizada del clásico de Hitchcock con que el escocés Douglas Gordon diseccionó hasta el absurdo los mecanismos del suspenso cinematográfico, extendiendo los ciento nueve minutos del original a veinticuatro horas, al ritmo exasperantemente lento de dos cuadros por segundo. 24 Hour Psycho no sólo anticipa The Clock con su duración y su alteración radical de un clásico a partir de una premisa conceptual, sino con el traslado de la imagen en movimiento de la sala oscura al espacio abierto del museo o la galería, un desplazamiento crucial que, ya en los primeros tanteos de los sesenta pero sobre todo en los noventa, transformó esencialmente la experiencia del cine o, para decirlo en términos del propio Gordon, reveló “la forma en que experimentamos la experiencia del cine”.

 

El tiempo literalmente expandido estaba ya en el centro de los experimentos cinematográficos de Andy Warhol, Sleep o Empire, que registran durante horas a un poeta que duerme o las luces cambiantes del Empire State, conjuro cronofóbico de mucho arte de los sesenta frente a la amenaza de la aceleración cibernética. También el cine de autor encontró formas de figurar la duración en la imagen-tiempo que, según el ya clásico argumento de Deleuze, liberó a la del cine clásico de su dependencia de la representación y la progresión secuencial de la acción. En el cine de posguerra, pero sobre todo en el neorrealismo italiano y la nouvelle vague, Deleuze vio florecer otra imagen, abierta mediante el montaje a la experiencia del tiempo como un todo indiscernible de pasado y presente, la “evolución creadora” que Bergson había echado en falta en los comienzos del cine, condenado como el tic-tac de los relojes, cuadro a cuadro, al puro movimiento. Pero la historia que compone Deleuze parece ya condenada al pasado en los ochenta, cuando el cine de la imagen-tiempo compite con la maquinaria arrasadora de los blockbusters. La obra del propio Godard cobra un tono melancólico e incluso la forma ritual del duelo en Histoire(s) du cinéma, obra mayor de su “nostalgia radical”. Adelantado de la pérdida del aura, el cine busca entonces la imagen pura por otra vía, inspirada, si se quiere, en la misma tesis benjaminiana. “La pregunta del célebre teórico del cine André Bazin, ‘Qu’est ce que le cinéma?’ (¿Qué es el cine?)”, resumía Chris Dercon en “Gleaning the Future”, “parece ahora menos importante que ‘Où est le cinema?’ (¿Dónde está el cine?)”. A la vuelta del siglo que lo vio nacer, el cine renacía en “otro cine”, ni experimental ni clásico, mudándose a otro lugar. Un metamedio capaz de cobijar todos los medios, el arte de instalación, le devolvía el aura perdida en el “aquí y ahora” del museo o la galería, lo revitalizaba en un espacio que invitaba a la participación activa. El espectador, paradójicamente condenado a la inmovilidad frente a la movilidad de las imágenes en la sala oscura, domesticado por el ilusionismo envolvente de una experiencia casi onírica, podía ahora moverse a voluntad en un espacio abierto, asistir a una experiencia única e individual sólo posible en ese sitio, en el que quedaba librado a sus propios recursos. Sólo él podría decidir cuándo entrar y cuándo salir, cómo componer las imágenes, cómo adecuar su propio tiempo al tiempo de lo que sucede en las pantallas. “La instalación”, resumía Boris Groys, “opera como el reverso de la reproducción”: el cine recobra su aura recontextualizado en el “aquí y ahora” de un espacio fijo y estable, en el que el tiempo se expande. Pero ¿cómo describir entonces esa experiencia única, individual, aurática, sin principio cierto ni final, que cada espectador moldea a voluntad? La de nuestro espectador, por ejemplo, que ha perdido la noción del tiempo frente a The Clock, llega tarde a una cita y se pregunta qué es precisamente lo que vio. ¿Con qué derecho podría describirlo o juzgarlo si no lo ha visto completo? ¿Y cómo dar cuenta con el lenguaje sucesivo y lineal de la experiencia de un torbellino temporal?

 

Nadie describió mejor los efectos de esa mutación que el escritor norteamericano Don DeLillo, en una novela breve y extraña, Punto Omega, publicada en 2010 en azarosa coincidencia con The Clock. En el comienzo, un personaje “anónimo” se demora en una sala del MoMA en la que se exhibe 24 Hour Psycho, y el impacto de la obra se trama oblicuamente con el relato de ficción, que reúne a un profesor, ex asesor del Pentágono durante la Guerra de Irak, con un joven director que quiere filmarlo hablando a cámara en un documental experimental y más tarde con la hija enigmática del profesor, perdidos cada uno a su modo en el vértigo de la vida neoyorquina. Una vez más la literatura mima los atajos del cine, pero ahora se deja habitar por una forma nueva, para componer una suerte de “instalación narrativa” que quiere sumar al lector en la tarea de combinar la experiencia de la obra de Gordon que abre y cierra el libro, con la intriga de la trama y la parábola ceñida de los tres protagonistas. Sólo un híbrido de descripción, narración, reflexión crítica y deriva metafísica, parece decir DeLillo, puede intentar traducir en palabras la extrañeza de 24 Hour Psycho, la reacción de los visitantes que entran y salen buscando la mirada del guardia para validar el desconcierto, la presencia de algún otro espectador que se deja estar en la sala y provoca esa especie de “raro compañerismo que engendran los acontecimientos singulares”, el efecto inquietante de la imagen ralentizada que anula la continuidad del movimiento, y sobre todo el “exceso” de tiempo que desacelera la mirada y pone en marcha el pensamiento. Como los tres personajes, tocados por el tiempo expandido de 24 Hour Psycho, la novela se traslada sin aviso al desierto de Sonora, la prosa languidece con parquedad beckettiana y hasta la mínima intriga se abstrae en un misterio difuso sin resolución ni sentido firmes. La dilatación temporal de la obra de Gordon se reproduce a escala cósmica en el paisaje de Arizona, donde de pronto se percibe la trampa del tiempo “tonto, inferior” de las ciudades, incrustado de horas, minutos, palabras y números en las estaciones de ferrocarril, las rutas de autobús, los taxímetros, las cámaras de vigilancia. El tiempo de la obra se derrama en el tiempo de la vida real o ficcional. Y si el relato de la experiencia reclama la mirada de un personaje de novela, si críticos y espectadores de The Clock recurren a la crónica personal para dar cuenta de la repentina intersección de lo que sucede en la pantalla con la propia organización del tiempo o la agenda mental del día, es porque el “aquí y ahora” de la sala abierta los ha transformado en inconsultos actores en el reparto de la obra.

 

Entre los miles de clips apropiados, Marclay elige a menudo momentos culminantes de la acción, pero el suspenso, la espera melodramática o la inminencia de un plazo se suspenden literalmente, con una lógica compositiva fundada en la horizontalidad del archivo digital, más acumulativa y recursiva que progresiva y secuencial. The Clock se apropia de los estereotipos narrativos de Hollywood y le consiente al espectador el placer del reconocimiento, pero luego los subvierte con saltos, cortes abruptos y desvíos, en una suerte de cinephilia interruptus. Si el cine ha dejado de ser el “campo de entrenamiento” para la “recepción distraída” que Benjamin celebraba en los treinta, y ya en los sesenta se orienta a la pura distracción, la instalación de video busca otras condiciones de recepción. Cierto que el dispositivo no escapa a la espectacularización que amenaza al arte de hoy, y abundan las obras de video que replican las estrategias del entretenimiento masivo o alientan un “sublime tecnológico”. Pero el medio puede también revertir el ocaso del cine con el pharmacon de su propio archivo. “Christian Marclay”, escribe entusiasta Rosalind Krauss, “resiste el eclipse del medio”, recurriendo al cine comercial sonoro como su “soporte técnico”.

 

The Clock, se lee en la ficha técnica de la obra, es una instalación de video monocanal de veinticuatro horas en loop. Pero ¿cuándo empieza y cuándo termina The Clock? ¿Cuánto dura una obra en loop?

Ben Lerner, 10:04: “Nos quedamos exactamente tres horas; extrañamente, aunque uno sabe que tarde o temprano tendrá que irse, parece una falta de respeto dejar la sala a mitad de una hora”.

Ian Sinclair, e-mail a Chris Petit: “Intenta perderte. Lleva su tiempo perder el interés en las cosas”.

Walter Benjamin, “El narrador”: “El aburrimiento es el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”.

Zadie Smith, “Killing Orson Welles at Midnight”: “Miré hacia las paredes de la galería donde se sentaban los jóvenes, hipsters, sin hijos, con un sándwich en una bolsa y la decisión de quedarse allí hasta las tres de la mañana. Los envidié; diría incluso que los odié. Parecían tener todo el tiempo del mundo”.

 

Como conviene a un reloj, The Clock no tiene principio ni final. Está allí, en la pantalla, cuando el espectador entra en la sala y seguirá estando cuando se vaya. No hay títulos de comienzo ni rodantes finales, y por lo tanto falta la ilusión de la representación. Tampoco hay trama ni relato, y falta entonces una mediación que reconfigure el flujo informe del tiempo que pasa. Hay sin embargo una experiencia patente de la duración, más afín a la dialéctica de continuidad, interrupciones y nuevos comienzos que describió Bachelard en La dialéctica de la duración que a la pura continuidad del tiempo independizado del espacio que Bergson definió en la Evolución creadora. Hay duración como ritmo, como partitura del presente que cada cual puede interpretar a su manera, con un comienzo y un final librados a su voluntad. Pero hay también un llamado a prolongar la experiencia, disponer del tiempo y abandonarse a la duración virtualmente infinita del loop. Resistir. Pero ¿resistir a qué?

 

A Lot of Sorrow, la videoinstalación del islandés Ragnar Kjartansson que antes fue performance en el PS1 de Nueva York, lleva la experiencia de la duración como ritmo, resistencia y loop, diferencia y repetición, a su expresión más literal. Dilatando hasta el absurdo la forma ceñida de la canción, Kjartansson invitó a la banda oriunda de Ohio The National a tocar durante seis horas el mismo tema,“Sorrow”, segundo track del álbum High Violet (2010). “Sorrow found me when I was young / Sorrow waited, sorrow won”, canta Matt Berninger con su voz oscura de barítono, y es sólo el comienzo de un lamento sombrío que se vuelve himno con el redoble galopante de la batería y el rasgueo sincopado de las guitarras. Pero el Weltschmerz estilizado de la banda se transformó en apoteosis del sufrimiento romántico en el VW Dome del PS1, donde The National tocó la canción de tres minutos veinticinco segundos (melodía de cinco notas y cuatro acordes) unas ciento cinco veces, rodeada de fans que alentaban la hazaña en cada nuevo comienzo. Había cierta ironía festiva en el tour de force, pero antes más bien una multiplicación hiperbólica del “Tócala de nuevo, Sam”, una expansión del repeat adolescente del hit o un loop eufórico del bis. También una nota ambigua sobre el temperamento lúgubre del rock post-Nirvana, la exaltación del loser post-Beck y el regodeo en la angustia post-Radiohead. “Quería escuchar la canción una y otra vez”, confiesa Kjartansson y cita a Victor Hugo (“La melancolía es la felicidad de estar triste”) para explicar la mezcla de exaltación y tristeza que la repetición exacerba hasta el paroxismo o agota en la proeza de resistencia. Pero en algún momento él mismo sube al escenario vestido de negro como los “plomos” de la banda, pega en el piso el set list irrisorio del concierto (“Sorrow. Sorrow. Sorrow. Sorrow…”) y más tarde reparte bebidas y sándwiches entre los músicos. Con el mismo doblez irónico-sentimental, al solista Berninger se le quiebra la voz y se le escapan unas lágrimas en el bis número noventa y cinco, pero sonríe antes del último y anuncia con mal disimulada picardía: “Y ahora un tema que no han escuchado esta noche. Se llama ‘Sorrow’”.

 

La duración y la repetición desmedidas son recursos habituales en la performance, desde las ordalías de Tehching Hsieh hasta las de Marina Abramovic, y antes incluso en la música, desde las ochocientas cuarenta interpretaciones consecutivas de “Vexations” de Erik Satie, al break beat del rap o la docena de bises de “Niggas in Paris” de Jay-Z y Kanye West. Pero la performance, arte del tiempo por excelencia, sólo vive en el presente: A Lot of Sorrow sucedió en el VW Dome del PS1 el 5 de mayo de 2013 entre las 12:11:50:00 y las 18:17:28:12. Kjartansson, sin embargo, encontró una forma de prolongar la experiencia y prodigarla durante seis horas en loop a los espectadores desprevenidos de una galería de Bushwick, último reducto bohemio de Brooklyn. Filmada con seis cámaras y editada por los islandeses Arni & Kinski, la performance renace a gran escala en la pantalla de cinco por seis metros de la sala oscura, rediviva con el afinadísimo equipo de sonido y la alta definición de la imagen digital. Sin la excitación del vivo y el fervor cultual de los fans, se vuelve más abstracta en el cubo negro, hiperreal en la imagen y el sonido, y sin embargo más distante, como una escultura visual.

 

A nuestro espectador, que llega a la galería encandilado por el sol de las desoladas calles de Bushwick, medio perdido entre galpones decrépitos cubiertos de grafitis, le lleva un tiempo acostumbrarse a la oscuridad de la sala, la escasa compañía y la imagen desbordante de la pantalla. No es que no sepa que tocarán la misma canción una y otra vez, y seguramente viene dispuesto a entregarse al desafío del replay, pero no imagina cuánto tiempo resistirá sin que la fórmula conceptual pierda su gracia, la cosa lo aburra y empiece a añorar el sol de la tarde. Al principio le interesan los detalles que en los conciertos se le escapan: la repentina aparición del trombón o la pandereta, los movimientos discretos del solista que marca el ritmo con una pierna, palmaditas en el muslo o bamboleos del micrófono. Pero enseguida se descubre atendiendo a pormenores más banales que cobran protagonismo en los primeros planos: el marco de los lentes de Berninger, el parecido de los hermanos Dessner, los modelos de guitarras. Después de dos o tres bises empieza a atender a las diferencias entre las versiones, más o menos fieles al original, y a la variedad de puentes improvisados entre los bises. No es nada fácil; tiene que concentrarse, aguzar la memoria y la imaginación. Recién en el cuarto o el quinto presta atención a la letra y sólo en el sexto o el séptimo se detiene en un par de metáforas que ahí mismo se despliegan en imágenes. “Sorrow’s my body on the waves / Sorrow’s a girl inside my cake / I live in a city sorrow built”. Piensa en la letra y la música, bucea sin proponérselo en su archivo mental. Piensa en Leonard Cohen, en Wilco, en Nico Muhly, en Steve Reich. Pero piensa también en el dúo hipnótico de trombón y trompeta que esa misma tarde tocaba “Hello Dolly” en la estación Broadway-Lafayette, en la gracia inflamada de los músicos que arrancaba sonrisas y contoneos a los aletargados pasajeros del subte. ¿Cuántas veces, también ellos, repetirían “Hello Dolly”? Y piensa en los cuatro o cinco latinos contando latas vacías de gaseosas que acaba de ver en un galpón de Bushwick al que entró intrigado por el cartel, SUREWE CAN. Cinco centavos de dólar la lata, le dijo la monja española que organizaba el conteo. Sure we can, pero ¿cuántas horas tendrían que juntar y contar latas los latinos para arrancarle a la Coca-Cola un dólar, cinco, diez, cien? El baterista se toma ahora un descanso, lo que lo lleva a pensar que la voz de Berninger suena mucho más dolida acompañada por el bajo. Y le recuerda, por contraste, esa pieza sonora de Adrián Villar Rojas, Canción supertriste, cinco minutos de temas desgarradores de Beck, Garbage y Radiohead mezclados en una nube confusa de voces superpuestas, que escampa con el ruego final de “True Love Waits”: “Just don’t leave”. El remix concentrado de sufrimiento romántico le parece el doble perfecto de A Lot of Sorrow. El arte, piensa, puede extrañar la forma exhausta de la canción por concentración o expansión. Pero llega el momento en que piensa que no piensa nada. Escucha por enésima vez “Sorrow” y le parece que se eleva un poco en el asiento, algo que le ha pasado a veces en el cine cuando siente que nunca antes ha visto nada igual. Porque aunque lo que sucede en la sala debe desplegarse en el tiempo para suceder, en algún momento es como un clic. Lleva ahí más de una hora según su reloj, aunque le parece menos, nada comparado con las más de cuatro que según sus cálculos la banda lleva tocando en el PS1, una megaperformance que empieza a acusarse en el tempo de los músicos, las cabelleras apelmazadas de sudor, los trajes un poco desencajados, las manos agarrotadas del baterista, que hace flexiones de dedos aprovechando un solo del bajo. Con los signos del cansancio, reluce el diálogo mudo entre los músicos, los guiños, el lenguaje compartido de la banda, con sus acoples y relevos, sus sintonías y sus duelos. Hay sonrisas y gestos cómplices a pesar de la fatiga; una alegría insólita que aleja la prueba de resistencia de las gestas solemnes de Hsieh y una aceptación compartida del absurdo que los pone a salvo del narcisismo grave de Abramovic o la épica de Chris Burden. Puede que a esta altura nuestro espectador esté empezando a aburrirse, aunque tal vez no. Está empezando a entender, en cualquier caso, eso que le costaba explicar: que el aburrimiento puede ser la cara externa de la deriva mental, una distensión, un sentimiento vago de posibilidad. El pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia. El aburrimiento próspero y no la absorción, lo ha leído en alguna parte pero sólo ahora encuentra un correlato visual, es el verdadero opuesto de la distracción.

 

Margot Bouman, “On Sampled Time and Intermedial Space: Postproduction, Video Installation and Christian Marclay’s The Clock”: “Entré en mi departamento sumergida todavía en ese estado de maravilla cinemático y me abrí paso por entre los sueños que envolvían a mi familia ya dormida. En la cama, mientras miraba el reloj digital que brillaba apenas en la mesa de luz, mi último pensamiento consciente fue: ‘Son las 5:20 am. Sí, son las 5:20 am’”.

Iain Sinclar, e-mail a Chris Petit: “Eso es The Clock; individuación de gestos teatrales. Cómo dormir. Cómo levantarse. Cómo cruzar la calle. Estoy seguro de que se puede hacer una lista completa”.

Giorgio Agamben, “Notas sobre el gesto”: “En el cine, una sociedad que ha perdido sus gestos trata de reapropiarse de lo que ha perdido y al mismo tiempo registra su pérdida”.

 

Con todo su artificio de montaje, con su multiplicación exponencial de escenas de ficción, The Clock produce un sorprendente efecto de realidad. No sólo por la sincronía perfecta con el tiempo real que le da al realismo ontológico de cine un plus de realidad (el reel time coincide con el real time, según el juego de palabras de Krauss), sino también por la colección de “detalles inútiles” que los fragmentos reúnen en un compendio azaroso de gestos cotidianos que, diría Barthes, producen la ilusión referencial. Un “realismo idiota” (en el sentido de ese carácter insólito, singular, sin doble, que le da Clément Rosset a lo real en su Tratado de la idiotez) o un “realismo abstracto”, pariente cercano del otro, más afín a la presentación que a la representación, que hoy persiguen el arte y la ficción por la vía conceptual. The Clock es un reloj es un reloj es un reloj, pero también un ballet de la humanidad que colecciona formas de despertarse, vestirse, caminar, comer, subir una escalera, mirar el reloj, fumar, bailar o bostezar. Una especie de reloj circadiano que registra los movimientos ritmados de las veinticuatro horas del día, en el que las horas no son unidades matemáticas, sino casilleros semánticos, exclusas de la gestualidad. Despojados en The Clock de su funcionalidad en la trama, los gestos se revelan en su verdadera esencia de medio sin fin. Componen un repertorio nutrido de huellas de lo humano.

 

Reel-Unreel (2011), la videoperformance de veinte minutos que el belga-mexicano Francis Alÿs filmó en Kabul, aspira también al realismo idiota de Rosset y al realismo abstracto de las obras conceptuales. Nos recuerda que antes de la revolución digital un film era un film era un film, una emulsión destinada a dejarse impregnar por los indicios de lo real. La materia misma del film, una cinta de película, está en el centro de la acción, y ese desplazamiento sencillo del exterior al interior alcanza para redefinir los límites del cine, su realidad y su ficción, con la misma economía del título que, en el juego de palabras (Enrollar/Desenrollar – Real/Irreal), cifra la mecánica clásica del medio, su diálogo sinuoso con lo real y la voluntad de reconfigurar las imágenes con que los medios masivos han congelado la percepción occidental de la ciudad. Por las calles de tierra reseca del valle de Kabul, un travelling vertiginoso sigue a un niño vestido de blanco que juega un juego sencillo y milenario, el aro. Sólo que no es un aro lo que rueda sino un carrete rojo de película, que se desenrolla mientras el chico baja el cerro intentando mantenerlo en pie, sorteando carros, manadas de cabras, desagües, ruinas y basurales, mientras otro chico vestido de negro lo sigue a cierta distancia, enrollando la misma película en un carrete azul. Entre uno y otro corren decenas de niños y corre también la película, deslizándose por el camino, impregnándose con la tierra de las calles y el agua de los desaguaderos, con la basura que se junta en los baldíos, las pisadas de los burros y las sobras que deja el mercado. Como la acción, el recorrido es simétrico, deliberadamente lineal, y dura, metafóricamente, lo que dura la cinta de película. Mimando la recta de un film tendido entre dos carretes, los chicos bajan desde una barriada de las afueras hasta la vieja Kabul, atraviesan el centro y suben al cerro que está al otro lado del valle. Pero hay otra simetría más curiosa que está en el centro mismo de la obra y potencia su cualidad proteica de cine abierto a lo real. Como el celuloide que se impregna materialmente de restos, Reel-Unreel despliega su sencillo dispositivo performativo para que por detrás del recorrido se despliegue la ciudad, su topografía, su gente y sus gestos, la pobreza de los suburbios y el bullicio del mercado, las ruinas de los edificios bombardeados y las mezquitas recuperadas. La acción mínima y repetitiva, como de música serial, desplaza el foco a las variaciones del fondo, hasta componer un fresco de la vida vivida de la ciudad atravesada por el celuloide, sin más peripecias que las que impone el juego con su propia temporalidad. El video evoca otros recorridos de Alÿs –el perrito magnetizado que paseó por el DF como un “colector”, la línea de pintura que chorreó por la frontera incierta en Jerusalén–, pero deja que sean esta vez los niños de Kabul sus “performers delegados”, y que la línea efímera tendida en la ciudad sea un film. Un hecho histórico preciso, la quema de cinco mil copias del archivo fílmico de la ciudad, inspira el medio, pero Alÿs reinventa la sintaxis cinematográfica con una combinación personal de cine, urbanismo, dibujo y performance, amalgamados en una ficción conceptual que reconfigura los relatos urbanos de destrucción y violencia de la era talibán con la libertad mínimamente reglada del juego infantil. Fiel a los axiomas con los que ha desbaratado la lógica utilitaria que mueve el recorrido por las ciudades –“Máximos esfuerzos con mínimos resultados”, “A veces hacer algo poético puede volverse político y a veces hacer algo político puede volverse poético”–, el paseo interrumpe el flujo de la vida urbana sin sentidos ni moralejas claras. A diez años de la quema del archivo cinematográfico –cifra de la devastación cultural talibán–, el juego deja ver la ciudad que sutura de a poco las heridas de la guerra y ha quintuplicado su población, mientras fuga hacia adelante en el gasto improductivo de una proeza infantil. Alÿs dedicó el video “Al pueblo de Kabul” y lo proyectó en el espacio dramáticamente “abierto” del cine Behzad en ruinas.

 

También la literatura busca formas de componer un inventario de gestos, fijarlos antes de que se pierdan, con su emulsión más esquiva de palabras. Lo ha hecho desde siempre, es cierto, pero ahora, desconfiada de los caminos fatigados del realismo clásico, de la invención de tramas y personajes, pero también de la geometrización adusta del objetivismo y otros atajos de la ficción moderna, lo intenta por otras vías. Desenrollando una vida, por ejemplo, como si fuera un carrete de película, para que el tiempo de la escritura (el reel time de la literatura) coincida con el tiempo real de lo que se cuenta y el lenguaje se desvanezca en una pura emulsión, para dejar al desnudo lo que se muestra. Los seis volúmenes de la novela Mi lucha del noruego Karl Ove Knausgård, por caso, tres mil seiscientas páginas de autobiografía sin más trama que la de una vida corriente, con profusión de momentos memorables y minucias insignificantes desplegadas en el mismo flujo continuo, sin ningún arreglo aparente a jerarquías o síntesis. A esa ambición insensata de totalidad novelística Barthes la llama la novela suma, “un libro donde uno va a ponerse Todo: el Todo de su vida, de sus sufrimientos, de sus dichas, y, por ende, desde luego, el todo de su mundo y quizás el todo del mundo”. Pero ponerse todo no significa para Knausgård corporizarse en esa criatura híbrida –mitad ficticia, mitad real– de la “autoficción” que enmascara la exaltación del ego, sino definir una vida por extensión, abrazarlo todo, incluso los pormenores que la literatura desecha por intratables, contingentes, inútiles. Significa, por ejemplo, detallar en más de setenta páginas los preparativos clandestinos del Karl Ove adolescente para emborracharse en una fiesta de Año Nuevo, pormenorizar con rigor maníaco la limpieza de la casa sórdida en que el padre ha muerto, narrar con lujo de detalles las excursiones del Karl Ove niño por la isla de Tramoya o la inanidad exasperante para el Karl Ove adulto de una fiesta infantil de cumpleaños, y dedicar la misma atención esmerada a un Constable, una novela de Dostoievski, la preparación de una taza de té o la consistencia óptima de los corn flakes. Si el hiperrealismo es su caballo de Troya para intentar acercarse a la “realidad concreta y física” de las cosas, la duración es el carrete que se echa a rodar para que por detrás se despliegue el todo de su mundo y quizás el todo del mundo. El flujo envolvente de los fragmentos y la denodada soltura de la prosa encubren la selección pero no esconden el experimento realista que el mismo Knausgård reconoce como vector central de la empresa: “¿Cuán lejos se puede llegar en el detalle antes de que la novela se quiebre y se vuelva ilegible?”. La naturaleza del desafío se perfila promediando el primer volumen, pero sólo quizás en el tercero (el último traducido al español) se aprecia la verdadera dimensión del resultado. Jeffrey Eugenides lo describió con una fórmula gráfica: “Knausgård rompió la barrera de sonido de la novela autobiográfica”. La metáfora aerodinámica define bien una forma extrema del realismo que quiere franquear un límite, vencer una resistencia del lenguaje y hacer que el aire de la vida fluya alrededor de las palabras. Pero la ambición de Mi lucha es aún más desmedida. Se dilata en el tiempo y la memoria, quiere inventariar el día a día de todo el parque humano que desfila por una vida, y antes que el influjo de Proust (a quien Knausgård confiesa haber “bebido” más que “leído”), evoca la quimera de una memoria total como la de Ireneo Funes, capaz de recordarlo todo y componer un catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo; un proyecto interminable, inútil, insensato, para Borges, pero revelador de una balbuciente grandeza. Y si la duración es la prueba de la infalibilidad de la memoria de Funes (reconstruir un día le lleva un día entero), es también la piedra filosofal del hiperrealismo mnemónico de Mi lucha, que quiere envolver al lector y sumarlo a la experiencia. Knausgård sólo había escrito dos volúmenes cuando se publicó el primero en Noruega, pero se propuso completar los otros cuatro ese mismo año, un proyecto insensato que cumplió escribiendo “al galope” como Proust, veinte páginas por día, cincuenta incluso en una jornada excepcional en que el surtidor del recuerdo vivo lo llevó a escribir veinticuatro horas ininterrumpidas. Pero la velocidad y la linealidad de la escritura no acuerdan con el tiempo del relato que burla la cronología con saltos abruptos, ni con el lento discurrir de las escenas que quieren dar cuenta, como el carrete de película, “no de lo que ocurre allí, no de qué clase de actos se realizan allí, sino del allí en sí”. Si allí en Tveit a los quince años “emborracharse requería planificación”, a Knausgård no le basta con esa frase, funcional a cualquier relato de iniciación; quiere que el lector recorra palmo a palmo la trabajosa carrera de obstáculos que un adolescente está dispuesto a sortear para ocultarles a sus padres una noche de borrachera. Y quiere que allí, en la casa en que su padre se emborrachó hasta morir, el lector lo acompañe mientras friega cuarto por cuarto, para que en el tiempo que dura la prueba de resistencia de la limpieza, asista a la gama confusa de recuerdos y sentimientos que la muerte del padre despierta. No se trata sin embargo de un mero experimento formal, sino de expandir el tiempo de la lectura hasta el límite del tedio, para que el lector habite el lugar y aloje allí mismo su propio surtidor de recuerdos. Porque cuando nuestro lector empieza a leer, digamos, el tercer volumen, La isla de la infancia, conoce bien a Karl Ove y ha hecho un acuerdo con ese “yo” desmesurado que quiere contar su vida “verdadera” a cualquier precio. Le cree y hasta cree conocerlo. Y aunque Karl Ove adulto confiese en las primeras páginas que no tiene recuerdos de infancia, lo acompañará en quinientas páginas de incidentes, detallados con pormenores, texturas y matices inverosímiles para el recuerdo, y acabará por dar por cierto en las últimas líneas, sin resentirse en su confianza, que en realidad todo había quedado grabado en la memoria “con precisión y exactitud, como con una especie de oído absoluto de los recuerdos”. Ha seguido leyendo interesado incluso cuando se aburre (la observación sutil es de James Wood) y la lectura lo absorbe al tiempo que lo distrae. Porque en cuanto Karl Ove empieza a desovillar la infancia sin énfasis, sin golpes de efecto, sin arrogancia, él mismo, en el tiempo holgado que le deja la descripción frondosa, empieza a preguntarse qué recuerda. La memoria es imaginación, a fin de cuentas, y la duración, ritmo, y también él, acompañando la sucesión ritmada de escenas, absorbido y distraído, empieza a recuperar imágenes precisas de su propia infancia, tendida en el mismo arco expandido. La limpieza maníaca de la suciedad que dejó el padre muerto, la “lucha” contra el tiempo que se escurre en tareas insignificantes, las muchas veces que Karl Ove niño, adolescente o adulto llora sin consuelo se resignifican en esos flashes de las cosas concretas recuperadas, en los gestos repetidos rescatados del olvido, que le dan al lector la certeza de que lo que lee es verdadero. “¿Por qué es verdadero (y no solamente real o realista)?”, se pregunta Barthes tratando de definir los “momentos de verdad” de Proust. “Porque esta radicalidad de lo concreto designa lo que va morir: cuanto más concreto, más vivo, cuanto más vivo, más va a morir”. El pormenor abundante que dilata el tiempo de la escritura y la lectura no es puro escrúpulo objetivista, sino una constatación de lo insípido de cada día y luego del aburrimiento profundo que retemporaliza el tiempo, lo libera de la cronología, lo abre al horizonte temporal de la existencia y lo expande hasta disipar la brevedad insalvable de la vida.

 

“Sólo a través del tiempo, el tiempo se conquista”. A nuestro espectador-lector le empieza a parecer que comprende el verso de Eliot. Aun así, insatisfecho con los argumentos con que ha desgranado el recuerdo difuso de The Clock, quisiera prolongar la experiencia. Pero ¿dónde? ¿cuándo? Con todo su alarde de copias, The Clock ha encontrado el modo de conservar un halo del aura de la obra original: no cabe en un DVD y sólo se exhibe en museos con un programa sincronizado en microsegundos, del que existen apenas seis copias. Y si nuestro espectador quisiera volver a verla, tendría que ir a buscarla donde la encuentre. Ha descartado Winnipeg, Estambul, Alberta y Lisboa por impracticables, pero ahora se anuncia en el LACMA de Los Ángeles y quién sabe. A fin de cuentas tendría su lógica ir a certificar allí, tan cerca de Hollywood, la meca del espectáculo, y no muy lejos del Silicon Valley, iglesia laica del culto a la distracción en pantallas de todo tamaño, si todavía es posible transformar el tiempo perdido del consumo disciplinado en experiencia estética del tiempo recuperado. 

 

Lecturas. Telephones y Reel-Unreel se pueden ver completos en la web; también fragmentos de The Clock y A Lot of Sorrow. Sobre la videoinstalación: Boris Groys, “Política de la instalación” y “Camaradas del tiempo” (Volverse público, Caja Negra, 2015); Juliane Rebentisch, Aesthetics of Installation Art (Sternberg Press, 2012); Peter Osborne, Anywhere or Not at All: The Philosophy of Contemporary Art (Verso, 2013). Además de los artículos mencionados se aluden o citan, entre otros: (sobre The Clock) Rosalind Krauss, “Clock Time” (October, N° 136, primavera de 2011); Daniel Zalewski, “The Hours: Christian Marclay’s Around the Clock Art” (The New Yorker, 12 de mayo de 2012); (sobre A Lot of Sorrow) Andrew Marantz, “The National, on Repeat” (The New Yorker, 6 de mayo de 2013); (sobre Knausgård) James Wood, “Total Recall” (The New Yorker, 13 de agosto de 2012); Martín Schifino, “La novela de un literato” (Revista de Libros, 24 de junio de 2015). Sven Lütticken habla de “nostalgia radical” en el cine de Godard en “Transforming Time” (Grey Room, N° 41, otoño de 2010). Julie Levinson habla de “cinephilia interruptus” en The Clock en “Time and Time Again” (Cinema Journal, vol. 54, N° 3, primavera de 2015). Las citas de Roland Barthes pertenecen a La preparación de la novela (Siglo XXI, 2005). Gracias a Pablo Schanton por sus oportunos comentarios sobre The National.

Graciela Speranza es crítica y narradora. Enseña en el Departamento de Artes de la Universidad Torcuato Di Tella. Su último libro publicado es Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes (2012).

 

1 Oct, 2015
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