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Ninguna erección en vano: decidido a deconstruir la pornografía gay, el director francés Alain Guiraudie se especializa en economizarlas. A lo largo de su thriller consagratorio El desconocido del lago (2013), la genitalia se reparte entre un empedrado sobre arena de penes en reposo y el close up de una eyaculación. Por su parte, Rester vertical (2016) alcanza su clímax escenificando una penetración terminal, donde el director deja en claro hasta la literalidad cuán apasionadamente ha leído a Georges Bataille. Veamos: vemos cómo un anciano acaba —decíamos— literalmente, ya que la pequeña y la gran muerte coinciden en un proceso inédito de “eros-thanasia” (“suicidio asistido”, se lo llama ahí). La escena funciona además como miniclip sobre la intensidad rockera: mientras Leo se ocupa de una sinuosa pene-tracción de côté, parece bailar al ritmo de algo que Julian Cope definió como “freerock-riff-out”, a cargo del joven trío portugués Wall of Death. Por algo me detuve acá: no me arriesgo tanto si les digo que ese coito anal investido de rock podría resultar una puesta en abismo de la filmografía toda de Guiraudie. El penetrado que aquí muere en éxtasis no está lejos de aquel viejo hippie que encarna Michael Caine en Children of Men. Es decir, un exiliado del mundo, que se quedó afuera de la historia por creer en las promesas de libertad total, aprendidas del rock en sus años teen. Ya que estamos, podríamos pensar ese origen de la “des-represión” anunciada por el rock, en los últimos esfuerzos mexicanos de Buñuel, Viridiana y Simón del desierto, los cuales cierran con la irrupción de esa música carnal, radioactiva, satánica, liberadora, opuesta a los tabúes impuestos por el Ideal Ascético Cristiano. Efectivamente, entre el final de Simón del desierto y la escena clave de Rester vertical se podría contar la historia de un uso de los placeres en relación con el rock. Ahora bien, habiéndonos ido por las ramas, no perdamos el tronco de vista: notamos que en Misericordia (2024) lo que se privilegia es la semi-erección (la del protagonista cuando se baña, la del cura cuando salta de su cama).
También precozmente, podríamos concluir que el estado de casi-erección es el que prevalece en un largometraje donde su protagonista, Jérémie, decide vivir diseminando erotismo. “Erorragia” como forma de vida: vivir dejándose ir enamorado. No existe la relación sexual en esta película. Nada de eso, como no sea desplazado en peleas donde los físicos friccionan, piña va piña viene, o en un asesinato que consta de un palazo seguido de un piedrazo fatal. Como en el thriller de 2013, es el entorno natural el que termina aportando el arma mortífera: allá un lago, acá el bosque.
Propongo ver Misericordia sin soltarla del corpus que define la obra de Guiraudie, quien también ha publicado novelas no menos “erorrágicas”. Suelta, El desconocido del lago no llegaría a “leerse” como después de pasar por las tres excelentes películas que la continuaron a su modo (incluyamos Un héroe anónimo, de 2022). La amistad (hablemos mejor de “parafilia”) entre el recién divorciado Henri y el protagonista se torna central (¡ese era el punctum!), vista retrospectivamente. Mientras que la relación sexual (el relato sexual que hila plot) entre este y el homicida Michel puede quedar en segundo plano, como lo que es: una parodia —donde Chabrol se topa con Gus Van Sant— de la pornografía gay modelo setenta/ochenta, ahí tan cerca del HIV. Digamos, una Cruising (1980) desurbanizada y desenfocada del ojo policial. Michel responde al arquetipo hipermacho de la escudería Colt (epítomes: Burt Reynolds, el motoquero de Village People), como lo denuncia su bigotazo. Lo que importa aquí no sería tanto cómo un Bowie joven logra “comerse” a un Mercury cuarentón, sino cómo es que “pasa algo” entre un Danny DeVito (Henri) y ese tierno Bowie (Franck). Esta parafilia —que al comienzo parecía secundaria en el relato— se reencarna en la de Leó y su suegro, o Leó y el octogenario Marcel (Rester vertical), en la del programador blanco, hétero y treintañero Médéric y el dealer/terrorista musulmán Selim (Un héroe anónimo), y finalmente, en la del cura y Jérémie o… Jérémie y todes. Es esta totalización parafílica —resultado de tal “erorragia”— lo que expone y expande Misericordia, como un derrame libidinal que multiplica hongos por hongos, por el suelo. Casualmente, su estreno aquí coincidió con el duelo por la muerte del papa Francisco, con lo cual estas palabras del cura resuenan distinto: “He llegado a amarlos a todos y le aseguro que con algunos no fue fácil”. Quién diría, Guiraudie empuja el valor cristiano “misericordia” hasta el punto de lo “sexoafectivo”. Una liberación, y una continuidad más allá de la infancia, de la perversión polimorfa (definición de sexo en el Diccionario Guiraudie), que se cruza con un franciscanismo rural: he aquí el motor narrativo de Misericordia, una “empatía” hiperbólica, de original inspiración freudo-cristiana.
En el cine de Guiraudie el amor nunca triunfa y el sexo nunca basta. Cupido lanza flechas sin importar tanto si atraviesan o no el corazón del destinatario. Todos parecen movidos por la pro-pulsión a punto de contumacia. “Así soy yo: me siento atraída por lo que me da miedo”, confiesa el personaje Nathalie Sánchez en Sunshine for the Poor (2001). El peligro también moviliza el deseo, incluso a riesgo de morir, como sucede en El desconocido del lago. De paso por Buenos Aires, Guiraudie ubicó su cine “como el erotismo, en un punto medio entre la vida y la muerte, y a veces en cinemascope”. Por esto del formato ancho de 2.39, en Cahiers du Cinéma escribieron que el cine de Guiraudie tiende a devenir horizontal. Es cierto: la gente cuando coge o se muere suele acostarse, tumbarse, digamos. Pero al final de Rester vertical se explica en qué consiste tratar de mantenerse de pie cuando acechan la muerte, el mal o su alegoría, algún animal predador (los lobos en 2016, los bagres gigantes en 2013, los vampíricos ounayes en 2001). Devenir horizontal entonces significa haber cedido al deseo más vertiginoso, a ese desconocido del lago, a ese algo desconocido que fascina. Y puede acabar con nuestra vida. Bataille leído con Genet.
Por lo tanto, aquí no manda tanto la seducción intencional como la atracción posible. No se trata de que un sujeto se reduzca a sí mismo a objeto de deseo para “conquistar” a otro, sino de convertir a todes en objetos de deseo. La seminal parábola El rey del escape (2009) nos propone un modelo de sexualidad en fuga (en Guiraudie se corre mucho, se camina, se bicicletea, se escapa tanto como se espía y controla a quien lo haga). Armand es un precursor de Jérémie, un nómade deseante, un siempre desviado y desplazado. La cuestión es no detenerse nunca en una identidad (no “reterritorializar”, dirían algunos), no conformarse con un “soy lo que soy”.
Nuestro director deconstruye las nomenclaturas con las que la homonormatividad masculina ha creído cumplir con la inclusión (maduros, osos, chubbies, hairies, daddies, twinks, etc), aunque en realidad sumó más nichos para la discriminación. Es comprobable ya a partir de sus castings. Miren cómo reacciona el personaje del hosco ex granjero Walter (a ver: lo más parecido al Barney de Los Simpson que David Ayala pudo encarnar), cuando Jérémie se le acerca de más. Miren cómo abre los ojos: se sorprende de que alguien pueda gustar de él. Las “parafilias” se negocian en caso de no correspondencia. Todo arranca con un tic Tourette, un “Te amo” o “Quiero tener sexo con vos”, y que sea lo que sea. Asumido el rechazo, luego se negocia cómo “armar algo” de todos modos entre los dos (por ejemplo, al cura le bastan “una discusión, una cena, un paseo de vez en cuando”). En Un héroe anónimo, con tal de no ofender a su amiga enamorada Florence con su negativa, Médéric miente argumentando que es gay, a lo que ella responde: “Eso no impide que podamos acostarnos, ¿no?”. Ubicados fuera de los contratos aceptados institucionalmente (sean noviazgos/parejas/matrimonios o sean filiaciones familiares y civiles) y empujados por la pro-pulsión (a veces autista), los personajes están condenados al pacto sexoafectivo permanente (para no incurrir en acoso, altercado sin fin u homicidio final).
El director es explícito durante una entrevista: “He hecho algo muy político en mi carrera al defender, al dar el derecho a la sexualidad, a la homosexualidad, a otras categorías de personas: campesinos, gordos, viejos…”. No obstante, evita el subrayado controversial de la bizarría, ya que así traicionaría el objetivo final de poner en escena “afectos torpes… formas no normativas de relacionarse” (el Dr. Todd W. Reeser dixit). Al contrario del Fassbinder de El miedo se come el alma (1972), quien, inspirado en su ídolo Douglas Sirk, nos expone al escandaloso y discriminado amor de un marroquí de treinta con una alemana de sesenta, Guiraudie apela a una naturalidad sin explicaciones psicosociales (por ejemplo, cuando desde la lyncheana No Rest for the Brave (2003) siempre exhibe algún vínculo basado en la gerontofilia). Acaso la naturalidad quede avalada por esa utopía rural propia —llamémosla Guiraudieland—, que cita la Occitania de su infancia (aunque la Saint-Martial de Misericordia no sea la misma que figura en los mapas). El final de esta película —Jérémie duerme junto a la mujer de su ex jefe— se emparenta más con el de Señora de nadie (María Luisa Bemberg, 1982), donde esa señora termina compartiendo la cama con su amigo gay, que con el noviazgo controversial de Vil romance (José C. Campusano, 2008). “No tenés que coger a alguien para dormir junto a él”, le asegura Henri a Franck en El desconocido del lago. Es por ahí.
En casi treinta años, Guiraudie construyó una obra de la que el último Foucault se sentiría orgulloso. Aquel de frases que recopiló su hagiógrafo David Halperin como: “la cultura gay no será sólo una elección de los homosexuales para los homosexuales: va a crear relaciones que son, hasta cierto punto, transferibles a los heterosexuales”. Más de una vez, el director aclaró que sus películas no buscan retratar el “microcosmos gay”, sino que su blanco es la humanidad en general. Guiraudieland surgió como un laboratorio para experimentar formas de relaciones inéditas, ante las cuales cualquier juicio, calificación, calificativo o categoría que les adosemos correrán por cuenta nuestra y delatarán desde qué dogmas y prejuicios hablamos todavía. Si ven la última de Francois Ozon, Cuando llega el otoño, detectarán más de una clave en relación con su contemporánea Misericordia. ¿Por qué no pensar a Ozon homenajeando merecidamente a su camarada Guiraudie?
Estamos ante un cine queer en estado puro, que deberíamos preservar bien lejos del cine woke que vino promoviendo Hollywood a fin de aggiornarse tras los reclamos de movimientos como Black Lives Matter, #MeToo o el colectivo LGBTQ+. Nos referimos a la diferencia entre El desconocido del lago y Secreto en la montaña (sin contar toda la “temática de agenda” incluida en la remake de La sirenita, en Black Panther, en Barbie, en Encanto, en la nueva Mujer Maravilla, etcétera). El cine queer interpela, compromete, milita; mientras que al woke le basta con consentir “al distinto”, tolerarlo a distancia sin sentir con elle (y, de paso, ratificar los cánones de belleza humana hegemónica).
Guiraudie nos convoca a un cambio de mirada, un poco por aquello de “Me enamoré cuando lo/la vi con otros ojos”. Nos invita a ver desde el “erorrágico” Jérémie. Lo que equivale a ubicar en la pantalla —el marco fantasmático social por excelencia— a otros sujetos y objetos de deseo. Personajes y relaciones que encarnan una diversidad tal, que incluso traiciona los imperativos de la homonormatividad en curso.
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